Ana Noguera: ¿Lo bueno o lo mejor?

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Recordaba el catedrático de Derecho Constitucional, Javier Pérez Royo, el conocido refrán, lo mejor es enemigo de lo bueno.

Se refería a lo ocurrido con la posible reforma de la conocida ley mordaza y al enredo que los grupos políticos de la izquierda han protagonizado.

Lo que ocurre es que no es el único ejemplo, sino que últimamente lo vemos de forma acentuada, quizás porque se aproximan vientos electorales y se extreman las posiciones.

Sin embargo, el refrán define bien dos cosas: por un lado, que pretender obtener lo óptimo rechazando lo bueno, muchas veces inmoviliza, paraliza o conduce al fracaso porque no se obtiene ni lo mejor ni tampoco lo bueno que ha terminado por parecer insuficiente. Y, en segundo lugar, porque esa búsqueda de posiciones maximalistas conduce a la confrontación permanente.

Me resulta irónico, incluso infantil, cuando grupos políticos minoritarios (y cada vez más minoritarios, pues todas las esperanzas puestas en la nueva generación se han desinflado más rápido que su crecimiento) exigen, no piden ni negocian ni consensuan, sino que EXIGEN sus posiciones con absoluto dogmatismo. Cuando no lo consiguen, inmediatamente achacan al otro la responsabilidad de no negociar, y acusan de forma torticera de “traición”, palabras de calibre grueso e insultante.

La democracia requiere de mucha paciencia, sabiduría, diálogo y permanente cesión para encontrar puntos de consenso. No digo yo (que siempre acabo siendo minoría en tantas posiciones) que los grupos con menos representación no tengan que defender sus ideas, ¡todo lo contrario!, deben hacerlo, deben ser representantes de sus votantes, deben ser defensores de sus ideas, pero nunca llevadas a tal extremo que las conviertan en dogmas o que invaliden los acuerdos. Porque si no hay acuerdo, no hay avance.

Y, sobre todo, vuelvo a incidir, porque no se construye nada desde la permanente confrontación y la destrucción del adversario.

Lo que resulta curioso es que esas posiciones son, en muchas ocasiones, impostadas, de cara a la galería, para mantener un discurso aguerrido y movilizador, para demostrar públicamente “mira lo qué he dicho y qué valiente soy”, como si la valentía se midiera por la mala educación.

Se dan nuevamente, en mi opinión, dos cuestiones repetidas: por una parte, la escenificación permanente que invalida los acuerdos que sí se producen; por otra parte, la confusión de la libertad de expresión con la mala educación.

En la primera cuestión, tanta escenificación de confrontación, de griterío, de palabras gruesas, de fijar posiciones dogmáticas para que jaleen los propios en vez de felicitar los ajenos, sencillamente hace que se embrutezca la política. Ayer mismo, un amigo me decía que el ambiente político está crispado y enrarecido, y que se traslada a la sociedad, a los amigos, y a las familias. Es cierto. Lo piensa y lo sufre mucha gente. Pero además, se tiene la impresión de que en política nadie se pone de acuerdo, y eso no es cierto. Hay innumerables leyes y propuestas que se aprueban con amplias mayorías, pero esas no son noticia. Incluso a veces, cuando se produce un acuerdo importante, surge alguna voz discordante que, pese a haber firmado el acuerdo, necesita mostrar una cara agria. ¿Por qué? Cierto que la amabilidad, el diálogo y el consenso venden menos que la brutalidad. Como bien se dice en la prensa, no es noticia que un perro muerda a un hombre, pero sí lo es que un hombre muerda a un perro. Lo que ocurre es que por tanto morder estamos perdiendo la esencia democrática.

En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, se confunde mucho la libertad de expresión con decir lo que a uno o a una (que la mala educación no tiene que ver con el sexo) le dé la gana. Y eso no es libertad de expresión, porque se obvia condiciones básicas como el respeto hacia el otro o la empatía propia de una sociedad sencillamente “humana”.

Soy firme defensora de que la democracia se eleva cuando hay que poner de acuerdo a posiciones diferentes, cuando la fragmentación política se lleva al parlamento y, sin imponer censuras ni tampoco chantajear con los votos, se llega a negociaciones. Sin embargo, mucha gente empieza a decantarse porque, para este espectáculo permanente, mejor las mayorías absolutas.

Es difícil el papel de las minorías que tienen que hacerse oír, defender su posición y velar por el consenso, pero tienen también la responsabilidad de aprender a que el dogmatismo no lleva a buen puerto. Y las posiciones inmovilistas, radicales y en posesión de la verdad, acompañadas por tonos innecesariamente altos y desproporcionados, conducen al pasotismo democrático.

 

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