Vidal López, el muchachote de Barlovento
Viendo los juegos de la Serie Mundial del Béisbol estoy disfrutando inmensamente, en particular al ver que naciones como Israel, Australia y Holanda juegan tan bien en equipo, a pesar de que no logren ganar a los grandes, como USA, Santo Domingo, Japón o Venezuela. Mi simpatía por el más débil logra satisfacción al ver como los pequeños se tutean con los poderosos, ya que la pelota es redonda.
El béisbol siempre ha sido parte importante de mi vida.
Acababa yo de cumplir los nueve años de edad, en 1942, cuando mi papá me anunció que había contratado a Venancio, el mejor chofer de Los Teques, para que nos llevara a Caracas a ver un juego de béisbol. Jugarían el Magallanes contra un nuevo equipo, el Cervecería Caracas, esencialmente integrado por siete de los héroes de la serie mundial que se realizó en La Habana en 1941, en la cual el equipo venezolano derrotó a Cuba amparado en los lanzamientos de Daniel, “Chino”, Canónico. Cervecería había logrado contratar a José Pérez Colmenares, Luis Romero Petit, Julio Bracho, Enrique Fonseca (El Conejo), Héctor Benítez (Redondo), Juan Francisco Hernández (Gatico) y José Antonio Casanova. Además contaban con Ramón Fernández (Dumbo) y con Félix Machado (Tirahuequito) y Luis (Mono) Zuloaga. Por el Magallanes lanzaría mi ídolo, Vidal López (el Muchachote de Barlovento). Por Cervecería Caracas lanzaría Alejandro Carrasquel (El Patón).
El día del juego nos levantamos muy temprano y abordamos el vehículo de Venancio, acompañados de un buen amigo de mi padre, a quien todos llamaban “Morrocoy”. En Los Teques de esa época casi todo el mundo tenía un apodo. Yo era llamado “Vitamina”, por ser muy delgado pero vivaz y bastante asomado. El viaje de Los Teques a Caracas se hacía por la estrecha carretera serpenteante que, saliendo del Pueblo, pasaba por Zenda, donde podía verse una casa de estilo europeo que alojaba a un misterioso personaje de quien se decían cosas macabras. Luego vendría una alcabala, en la cual yo le saqué la lengua al policía, lo cual fue motivo de una breve detención, resuelta amigablemente gracias a la persuasiva intervención de Venancio.
La carretera había sido construida durante la dictadura de Gómez. Estaba llena de curvas, esculpida en los gneises, esquistos y mármoles de edad cretácica (yo lo sabría más tarde, al estudiar geología), vueltas y vueltas hasta llegar a los valles cercanos a Antímano. Allí paramos a comernos unas arepas. Al llegar a Bella Vista, la entrada a Caracas, Venancio nos anunció que de Los Teques hasta Bella Vista había 27 kilómetros. El Morrocoy comentó: “Y eso que nos paramos como media hora en Antímano”. A mis nueve años, respetuoso del Morrocoy, debí hacer un gran esfuerzo para no hacer un comentario.
Llegamos al estadio de San Agustín un par de horas antes de que comenzase el juego y pudimos entrar sin demora al estadio. Me admiré de su tamaño, con capacidad para unas 10000 personas, todas sus tribunas de madera. Logramos asientos cerca de la tercera base y vimos a Vidal López bateando pelotas hacia el jardín central, así como al Patón Carrasquel y al Mono Zuloaga, calentando el brazo con la ayuda del Conejo Fonseca, usando una pelota que parecía de hierro.
Ese juego lo ganó el Magallanes, con el picheo de Vidal López, a quien solo le dieron cinco hits. Después del juego nos fuimos a comer un hervido de gallina en el restaurant de los hermanos Álvarez y luego emprendimos el regreso a casa. Yo iba muy contento por la victoria de mi equipo, el Magallanes pero el resto del pasaje lucía melancólico ya que eran partidarios del Cervecería Caracas.
Ya hace 80 años de ese evento beisbolero que fue de gran impacto para mí. Aunque ya coleccionaba fotos y estadísticas sobre mis jugadores favoritos y había visto jugar en exhibiciones llevadas a cabo en Los Teques a luminarias del béisbol negro, como Joshua Gibson, Cocaína García y León Day, ese viaje al estadio San Agustín fue mi primera incursión en el mundo del béisbol “organizado”.
Desde aquel momento en adelante el béisbol ha sido un fiel acompañante de mi vida, deporte que jugué hasta los 52 años (ya como softball) y del cual he sido asiduo espectador. De una manera que no vacilo en calificar de inmadura me acostumbré a conectarme con un jugador preferido, a quien sigo con especial cuidado y cuyas hazañas y fracasos vivo como propias. Ese ha sido el caso de Vidal López, luego Héctor Benítez (Redondo), Luis Aparicio (padre), Alfonso Carrasquel, Luis Aparicio (hijo), Luis (Camaleón) García, César Tovar, Andrés Galarraga y Miguel Cabrera. Al retirarse Cabrera este año tendré que trasladar mi idolatría hacia José Altuve, quien creo será miembro del Hall de la Fama, como Luis Aparicio (hijo) ya lo es y como lo será también Cabrera (Omar Vizquel también calificaría pero ya parece muy difícil que lo elijan).
Mi actitud es inmadura ya que, así como paso un buen día cuando mi jugador lo hace bien, paso un día irritado cuando su actuación es gris.
El béisbol es más que un deporte, es una guía de vida. Hace muchos años leí en un libro que el béisbol era lo más parecido a la inmortalidad, ya que siempre habría un nuevo juego. Por su parte, el escritor y pensador Mike Robbins nos dice que el béisbol educa. Entre otras cosas, nos enseña a apreciar el momento. También nos enseña a hacer las cosas de manera progresiva, pues hay que llegar a primera, avanzar a segunda y a tercera, antes de anotar una carrera. El béisbol nos ayuda a enfocarnos en lo que podemos controlar, no perder el tiempo argumentando si un lanzamiento fue bola o strike o lamentándonos porque está lloviendo. Nos enseña que el fracaso, los errores mentales o físicos, son parte integral del evento y que siempre es posible la redención, pasar de ser villano a ser héroe. El béisbol también nos enseña, como decía Yogi Berra, que el juego no termina hasta que termina, es decir, hasta que la gorda cante. ¡Me da escalofríos pensar en quien es la gorda!
El mayor impacto que ha tenido el béisbol en mi vida es ese que siempre habrá otro juego, que detrás de los nubarrones siempre se insinúa el arco-iris, que no hay manera de ganar el juego con una estrella sino que se necesita un equipo y que, detrás de un lanzador que logra un juego perfecto, siempre hay un receptor que lo ha guiado pero que casi nunca logra el mismo nivel de reconocimiento. Ello me ha enseñado que nuestros posibles logros son en gran medida el producto de lo que nuestros padres, maestros y amigos han logrado transmitirnos, al apoyo del equipo. El béisbol es un efectivo antídoto contra la vanidad, la arrogancia y auto suficiencia.
Sobre todo el béisbol es como azúcar que no produce diabetes y que enriquece la vida espiritual y nutre el carácter de millones de niños y, por qué no, de aquellos adultos que tienen la suerte de seguir siendo niños.
Vidal López