Leonor Peña: Recuerdo que lo veía llegar en cestas cubiertas con paños blancos

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Con estas palabras, el Dr. Ramón J. Velásquez inicia su relato recordando cómo era el pan de San Cristóbal… de esa San Cristóbal que recuerdo, el pan de la ciudad donde crecí… ¡era un pan glorioso!!

Recuerdo que lo veía llegar en unas cestas cubiertas con paños blancos… El pan llegaba a mi casa en esas cestas, esos canastos de juncos que hacen en Palmira y otros pueblos del Táchira. Llegaba cubierto con paños blancos, como se cubrían los santos, el Santísimo Sacramento, en los altares de las iglesias. El pan se repartía en cestas tapadas con paños blancos, y era como la distribución de las hostias… ¡Era un pan glorioso…!

El pan más apreciado

De esos panes recuerdo que el más apreciado en mi casa, era el que hacia la señora Nina Estella de Villasmil, casada con don Domingo Villasmil. Ella tenía panadería en su casa. En esa época no se decía panadería, se nombraba en plural, se decía: panes. Los panes de doña Nina, los panes de los Estella, porque hacían pan para vender.

Era como le dije, un pan glorioso. Uno lo veía llegar en unas cestas cubiertas con paños, con lienzos blancos, blanquísimos, que cubrían el pan como algo sagrado. Esa señora, doña Nina, de origen italiano, tenía panadería dentro de la casa familiar, en la calle 4 de San Cristóbal, que llamaban Calle del Culto, subiendo de Catedral, diagonal con los Branger, y frente a los Necker Quintero, la familia de don Jorge Nécker. Una de sus bellas hijas fue Ely Necker, esposa de Caracciolo Carrero Prato.

Ese pan de la señora Nina, era un pan elaborado con arte, con todo el arte, la higiene y la calidad del buen artesano, del mejor artesano. Ese era el pan que encargaba doña Regina, mi madre… Recuerdo como si fuera ayer, cuando llegaba el pan a mi casa. Era un suceso semanal, lo llevaba una señora llamada Chabela, enviada por Doña Nina, a entregar los encargos de pan.

Existían otras ventas de panes, y se les conocía, así como a los panes de los Estella, como los panes de los Morales, o los panes de los Torres, a esos panes elaborados de manera doméstica, en panaderías artesanales, caseras, que también podría decirse, hacían un pan glorioso.

Recuerdo el pan de la casa de los Morantes. Lo hacía la esposa de don Nemecio Morantes, doña Carmelita, y era muy apreciado. Era elaborado por ella y sus ayudantes en su casa. Los Morantes eran también conocidos porque sus hijos y la hija, que era una niña muy bella, aunque eran una familia de clase media, trabajadora, muy trabajadores, eran muy elegantes… elegantísimos. Eran famosos por ser muy elegantes y educados. Entregaban los panes envueltos cuidadosamente en papel y puestos en cestas cubiertas con esos lienzos blancos. Esta otra panadería, estaba ubicada a una cuadra de la Plaza Bolívar donde estuvo durante años el Club Demócrata. Puedo nombrar una tercera panadería, que era de don Julio Torres en la Plaza de La Ermita. Esa era la gran panadería de La Ermita, la panadería del señor Julio Torres, que estaba casado con una hija del General Aurelio Amaya.

Tengo que nombrar especialmente, una panadería que aromó la ciudad con el pan salido de sus hornos, tanto como con la poesía de uno de sus hijos. Era la panadería de don Manuel Rugeles, padre del poeta Manuel Felipe Rugeles.

La familia Rugeles tenía su panadería, en su casa familiar y el trabajo lo cumplía parte de su familia. La casa era grande, de corredores, era una casa grandísima, y en la parte de atrás estaban los hornos. Don Manuel controlaba la producción con su señora, Ana Rita. Ese era un pan amasado bajo la tutela de la familia. Naturalmente el poeta y los mayores, no. Ellos tenían su imprenta su periódico y no se metían en eso. Hacer pan era cosa de los mayores, de los viejos. El poeta lo cuenta en su poema que vale la pena que se mencione, está publicado, comienza diciendo: Mi casa fue la casa de la harina.

Existían otras ventas, la de los panaderos que no hacían pan por encargo, sino que vendían al público, por las calles, y en su mayoría enviaban su producción a vender en burros, cargados con angaras. Se decía angaras a esos toneles de madera, transformados, forrados por dentro. Los forraban con hojas de lata muy bien puesta, dentro de los cuales, recubiertas con papel, colocaban el pan recién horneado, que además cubrían con paños de tela blanca. Así llevaban por las calles a vender el pan en San Cristóbal, y también a repartir los pedidos ya hechos mayormente por las posadas, las ventas del mercado y las bodegas o tiendas. Ese era el pan que llamaban pan de bodega, que era el mismo de las ventas del Mercado Cubierto. Así se distribuía el pan en el Táchira. No había desaseo, ni corrupción, ni se ponía en peligro el que fuera a corromperse. Era una tarea pulcra, hecha con mucho cuidado, con esmero, eso de hacer y vender el pan en San Cristóbal.

La variedad y elaboración del pan era muy abundante. En ese edificio que se llamó el Mercado Cubierto, se exhibía, existía toda clase de pan. Había un ala del edificio al entrar, donde se podían ver en las vitrinas todos los productos de panadería. Ese edificio fue construido por iniciativa de una sociedad de ciudadanos, en donde estaban los Semidei, los Branger, y otras familias muy nombradas. Allí, en unas vitrinas inmensas se exhibían los productos, en esa área del mercado vendían pan de toda clase: Había además de los panes blancos, el pan de panela, el pan moreno, la acema que se hacía por lo regular con panela. En ese Mercado estaban las vitrinas en la entrada, por el callejón, vitrinas en donde estaban los panes y los dulces. Antes, en el segundo patio, en la segunda plaza se encontraban las ventas de carne, pero al entrar uno, después de un zaguán lleno de imágenes de santos de bulto, de vitelas de santos, en vitrinas de vidrio muy bien pintadas, estaba el pan.

Era famosa en las ventas del Mercado Cubierto, y se encontraba allí siempre, la señora Olaya. Ese era su nombre o apellido, lo cierto es que así la llamaban, y era la gran vendedora de pan. Sabía vender. Sabía exponer el pan, ubicado dentro de vitrinas. Todo era limpio… Y el pan como le digo, era entregado por los panaderos, por las panaderías a los clientes, cubierto con mantos blancos y en el mercado se entregaba envuelto en papel. Era un acto religioso, una liturgia de pulcritud hacer y vender el pan.

Los panes europeos, los panes italianos eran muy apreciados. Era el pan de las familias que alrededor por allá de 1840, comenzaron a vender desde sus casas. Esas familias de inmigrantes eran muy trabajadores, produjeron una gran variedad de pan, entre ellos el bizcocho. La panadería italiana era casera, ellos tenían sus propias recetas cuando llegaron a la ciudad. Cada uno sabía y traía las recetas de su pueblo, de su familia, porque el pan de ellos se elaboraba en casa, lo mismo en La Grita que en Táriba, en Colón y por supuesto en San Cristóbal. Se vendía con queso y miel, que en el centro llamaron golfeados, pero que aquí en el Táchira tiene otros nombres: como las quesadillas, las roscas, los roscones. Esos panes eran una delicia… los había rellenos con dulce de sidra, con miel de sidra y queso. Con miel y dulce de guayaba, de moras. Una delicia.

Había otra producción menor, pero también cuidadosa. Una producción más sencilla, más del pueblo, hecha por gente campesina. Era el pan de las mujeres que salían de los campos con cestas tejidas, cestas grandes y ahí llevaban el pan tapado, también con paños blancos. Otra manera de vender, muy aldeana, muy humilde, pero en cuanto a aseo y a calidad muy bien presentado, muy bien hecho. Así que desde el pan de doña Nina Estella de Villasmil hasta el pan del Mercado Cubierto toda la venta del pan era pulcra, perfecta. Sí señor. Ese es el pan de la San Cristóbal que recuerdo. ¡Era un pan glorioso!

 

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