Mi padre, Paco Damas Blanco, murió teniendo yo apenas 10 años de edad. Pero ya en ese tiempo, sabía que había sido un buen poeta; lo sabía por su manera de ser, sus amistades, los comentarios que acerca de él solía escuchar, los que mucha gente ilustrada, en la Cumaná de entonces, me hacía.
También porque le solía escuchar recitar sus poemas y por bocas de otros, que si bien, por mi corta edad no sabía valorar exactamente, si prendieron en mí para recordarle y vivir como él hubiese querido que viviese.
Por razones inherentes a la vida familiar que no es pertinente comentar aquí, en casa no quedó nada de él, en lo que respecta a su trabajo literario; si un inmenso amor de parte de sus hijos Atila, Urania y yo, Eligio, hacia él, por lo hermoso que fue y una fotografía que conservo y tengo en el centro de mi biblioteca y cueva. Es mi dios, tanto que, desde niño, como solemos hacer en nuestra cultura, cuando tengo que jurar lo hago por él. Su trabajo literario quedó esparcido y pienso que, alguna gente, se quedó con alguna parte del mismo y no le dio el valor que merecía.
Hay una anécdota de mi vida que me marcó para siempre, pues es mi padre, el centro y motivo. Cuando empecé a estudiar el segundo año de bachillerato en el Liceo Antonio José de Sucre, uno de los más prestigiosos del país, por el esfuerzo de mi madre, tanto que era aquella institución la única que tenía el 5to. año en todo oriente, en el primer mes de evaluación, de 8 asignaturas me rasparon 7 y la única aprobada apenas alcanzó la mínima nota de 10 para ese fin, por cierto Historia Universal.
Era yo el único muchacho de mis barrio, el “Río Viejo” y , que, como suelo decir, “queda en el del camino hacia Las Palomas”, por ser este uno de mayor número de habitantes y recursos, tanto que queda entre la desembocadura del río Manzanares y la playa de Castillito, que había alcanzado la fama y honor de entrar aquella prestigiosa institución escolar. Quería, como mi padre, ser abogado.
A temprana hora de la noche del día cuando se celebró el consejo de sección respectivo, para dictaminar de manera definitiva sobre los resultados de la evaluación, como acostumbraba desde algún tiempo atrás, me dirigía hacia el billar de Domingo Ramírez, ubicado detrás de la catedral, cuando se me atravesó “la virgen”. Ella vivía en una casa que estaba justamente al frente del billar. Quizás, venía de la iglesia misma, pues le quedaba cerca y sé que era muy devota.
Aquella virgen, ya solterona, la llamo así por la edad que entonces había alcanzado, pese su belleza física, espiritual y formación intelectual, era la profesora Zenaida Varela, docente al servicio del instituto donde yo había entrado como un polizón y era su alumno en historia Universal. Por cierto, tuve la fortuna de, pasados los años, entrando ya ella en la ancianidad, de hallármela en el funeral de mi prima Noema Fuentes Serrano y poder volver a hablarle y agradecerle lo que de seguidas contaré y además, por haberme preguntado, decirle, “soy profesor de historia y lo soy, por lo mucho que usted dejó en mí”.
La virgen que, como dije, salió detrás de un grueso árbol, se me atravesó en el camino y se paró frente a mí.
“¿Para dónde vas tú?” “Vas ahora, como siempre a pasar la noche en ese antro? ¿Sabes bien cómo saliste en este, tu primer mes de evaluación?”
Me informó en detalle acerca de mis notas y de lo que de mí se dijo en aquella reunión docente. Y luego continuó:
“¿Sabes una vaina? Tú no eres hijo de ningún pendejo de este pueblo. Ese liceo está lleno de muchachos hijos de gente que tiene real y pocos méritos. Tú y yo, como todo el mundo en esta ciudad, sabemos quién fue tu padre. Y por él, tú tienes un enorme compromiso. No puedes, estando en ese liceo, hacerle avergonzarse en su tumba. Sentí un dolor enorme por lo que allí se dijo del hijo de Paco Damas Blanco y la propia evaluación que yo de ti hice”.
Siguió hablando, mientras yo me mantenía inalterable con la cabeza abajo, paralizado todo, salvo del poder escuchar y sentir como aquellas palabras inundaban mi cuerpo y alma toda.
A partir de ese momento comencé a ser una persona absolutamente diferente y eso influyó radicalmente en mi posterior rendimiento estudiantil y en lo que he sido a lo largo de la vida.
Sabía que papá tenía fama de ser un excelente orador, tanto que, dentro de lo logia masónica a la cual perteneció, ganó más de un concurso nacional de oratoria y que sus poemas los escribía en papeles de estraza, ese de envolver en las bodegas y los regalaba y dejaba en cualquier parte. También escribió en muchos medios y dirigió unos cuantos, de los cuales ahora apenas comienzo a saber los nombres, porque se está produciendo un milagro. Es bueno recordar además que, en los tiempos de mi padre, la logia masónica estaba llena de poetas, narradores, en general, de intelectuales.
Arévalo José Patiño, quien se graduó de maestro en la escuela normal de Cumaná y luego se graduó en la UCV y terminó siendo profesor de la ULA, todos los sábados, siendo yo un niño, declamaba poemas de mi padre en la Radio Sucre, la única emisora de la ciudad. Seis o siete poemas en cada programa. Años más tarde, muchos quizás, en dos, de las tantas oportunidades que estuve en Mérida, traté inútilmente de contactar a Patiño para saludarle y hablarle de este asunto y no fue posible. Un amigo suyo y primo mío, que sirvió de intermediario para lograr esa entrevista, terminó diciéndome, “primo, no sé por qué, pero Arévalo, te está evadiendo”.
Y supe que mi padre, escribió abundantemente en el periódico cumanés, “El Renacimiento“, dirigido y editado por Juan José Acuña.
Cuando tomé conciencia del valor y significado de mi padre y empecé a madurar la idea de buscar donde fuese para rescatar su trabajo creativo, se me atravesaron en el camino muchos obstáculos. Primero la pobreza material, luego el haberme involucrado en la lucha clandestina durante los gobiernos de Betancourt y Leoni. Tuve que terminar mis estudios casi tardíamente por aquellos avatares; luego lo exigente del trabajo docente, pues estuve obligado a trabajar hasta 50 horas semanales para poder cumplir mis obligaciones. Sin dejar a un lado que me convertí en esposo y padre de dos niñas. Al fin, sin abandonar aquella idea, llegado a la jubilación, a una avanzada edad, pero en condiciones físicas e intelectuales para llevar a cabo mi tarea, sobrevino lo que ahora vivimos que frustró mis propósitos. Para esos fines, además de tiempo y voluntad, necesitaba recursos, como irme a Cumaná por largos períodos a jorungar donde fuese menester.
Intente por varios medios y personas, aprovechando las redes, de hallar algo. En esos días hallé un libro de la Editorial del Caribe titulado “Cien + 20 poetas orientales” del “Fondo Editorial del Caribe”. Allí, en la sección correspondiente al Estado Sucre, aparecen poetas posteriores a mi padre, pero él no. Mi padre nació a finales del siglo XIX. Aquellos tuvieron una vida distinta, familia, recursos y amigos que de su obra literaria conservaron y hasta tuvieron la suerte de ser editados.
Logré conseguir el correo electrónico de quien se encargó de la recopilación respectiva al Estado Sucre y le envié un mensaje donde le informé lo que sabía de mi padre y le pregunté sobre algún indicio que tuviese sobre él. Lamentablemente, el personaje, de quien dicen es un poeta, me respondió como un necio y hasta intentando burlarse de mí y hasta de mi padre; y actuó así porque no hizo investigación alguna, sino simplemente se limitó a recopilar lo que había sido editado en libros, no mucho tiempo atrás. Si supiera lo que ahora de él pienso.
Por ejemplo, en ese libro que he mencionado, aparece el buen poeta que fue Julio Zerpa. A quien tuve la fortuna de conocer y ser amigo de sus hijos. Se trata de un poeta posterior a mi padre, que cuando estaba escribiendo sus poemas, ya mi padre había muerto. Tengo en mi biblioteca un libro de poemas suyos, editado con anterioridad al del Fondo Editorial del Caribe.
Yo había conseguido, en la prestigiosa y rica biblioteca del Dr. Víctor Manuel Ovalles, uno de los fundadores de la escuela de Farmacia de la UCV y abuelo de los poetas Caupolicán y Lautaro Ovalles, mis amigos, un largo folleto de mi padre donde trataba un tema literario. En los avatares de la lucha clandestina, una mañana, estando en una residencia de estudiantes de la Universidad de Carabobo, en Valencia, la Digepol, aquel espacio allanó. Yo, intentando deshacerme de lo que pudiera denunciarme, lancé a un cesto de basura un montón de papeles y con ellos aquel folleto y el original de la primera novela que había escrito. Nos detuvieron a unos 10 jóvenes unos tres meses.
Pocos días atrás, quizás un mes, escribí un artículo que coloqué en Aporrea dirigido a alguien que aspira a ser cronista de Cumaná, en el cual le solicité, de llegar a esa posición, rescatase el archivo del diario “El Renacimiento”, lo que yo pudiera aprovechar para buscar a mi padre. La respuesta que recibí, todavía no logro entenderla, pese la he leído varias veces. Antes le escribí por lo menos en dos oportunidades, al cronista de Cumana Dr. Ramón Badaracco, planteándole el mismo asunto. Por lo menos este, hermano de quien fuese un buen amigo nuestro, tuvo la decencia de no responderme nunca.
Pero “Dios aprieta pero no ahoga” y de buena gente está lleno el mundo y lo que vale, la verdad, pese las maledicencias y las malas voluntades, sale a flote.
Pocos días atrás, un buen samaritano, habitante de Cumaná, Rommel Contreras, investigador, de quien nada sabía antes, por haber leído mi trabajo y reclamo en Aporrea al aspirante a cronista de Cumaná, me sorprendió dos veces seguidas. En la primera de ellas me envió la fotografía de un viejo diario cumanés “EL Agramante”, de 1908, dirigido por mi padre y en el cual hay un largo trabajo suyo titulado “el parto de los montes”, que quien lo lea percibirá la enorme cultura de su autor.
En la segunda oportunidad, quien desde ya se ha convertido en gran amigo, aunque creo lo ha sido desde siempre, sin que lo supiésemos, dados los motivos que en ambos anidan, me sorprendió enviándome dos sonetos, escritos por mi padre, en 1924. De los cuales, el cronista de Cumaná, Ramón Badaracco, sabía y no tuvo la generosidad de hacérmelo saber. Aunque debo agradecerle que, cuando los hizo conocer, en una publicación llamada “Sucre”, con motivo del bicentenario de la batalla de Ayacucho, en el año 2016, dijo: “SUCRE” abre sus páginas, emocionado, recogiendo lo mejor del desarrollo de los acontecimientos. En la primera página publica dos sonetos que envidiaría el gran Rubén*, con la firma de Paco Damas Blanco.
*Por supuesto que “el gran Rubén”, es Rubén Darío. Eso lo escribió Badaracco, no yo.
He aquí los dos sonetos de mi bello e inolvidable padre, aquel ser humano que me sentaba en sus piernas y me narraba las “hazañas” de Don Quijote de la Mancha.
Sucre
La virtud en su frente reverbera
Y el amor a la patria en su memoria…
En los rojos eriales de la historia
Es un blanco jazmín de primavera.
De tal suerte Bolívar le venera
Que deponiendo su ambición de gloria
Con el comparte la final victoria
De Ayacucho al confiarle la bandera.
Más el guerrero, por sus altos dones
No aspirando acopiar tantos blasones
En la sangrienta y dolorosa vía
De la bandera en el azul celaje
Solo recoge el férvido homenaje
De siete estrellas que el Creador le envía.
Bermudez
Al General R. Reyes Gordón.
Cíclope o desertor de extraño mundo…
Nos refiere la épica leyenda,
Que aún bajo el fuego de infernal contienda
Su acero es rayo de esplendor fecundo.
Caracas contemplole, furibundo,
Cuando al huir de su guerrera tienda,
¡Recibe en la derrota rara ofrenda!…
De extraña dama de “aguijón inmundo”.
Tan rara ofrenda al paladín irrita,
Y del palacio do dama habita
Con su espada inmortal cifra la puerta,
Y al volver grupa a la contraria gente,
Arrogante y sublime aquel valiente,
Exclama con honor: ¡Para la vuelta!