Podemos decir que el amor es algo que ocurre y la amistad un ámbito donde suceden cosas. Puedes amar sin ser amado, pero no sostener una amistad sin un amigo. Hay suficiente provecho en sentirnos rodeados de una sensualidad latente, de una tensión entre las cosas rebosantes de afinidades íntimas y hasta inútiles.
Alfonso X, el más sabio de los reyes (1221-1284), plantea en Las Siete Partidas una pregunta que pocas veces nos hacemos, ¿qué es la amistad? Saber qué cosa es el amor siempre ha tenido más audiencia. Alfonso nos explica que esta pasión no sólo “hace al hombre amar a las cosas que lo aman sino más aún a las que lo desaman”, tal como suele ocurrir con las piedras preciosas o el ser amado que se torna frío e indiferente. La amistad no suele persistir en esta suerte de vía en un solo sentido: “El amor puede venir de una parte solamente, la amistad conviene que venga de ambos dos”. Puedes amar sin ser amado, pero no sostener una amistad sin un amigo.Esta exigencia bilateral de la amistad se debe, paradójicamente, a que su envolvente camaradería es permisiva. No verse tanto como antes es algo que se reconoce y admite. Hay amigos que comprenden, sin decírselo, que el secreto de su relación consiste en verse poco y disfrutan tanto de los encuentros como de las separaciones.
El amor en cambio es dolorosamente preciso y exigente. El proverbio establece que “una mujer enamorada le perdona a un hombre todo sus defectos, la que no lo está, no le perdona ni siquiera sus virtudes”. La frase: “Te amo menos”, es inaceptable, pues revelaría estruendosamente que ya no se ama. Incluso su opuesto, “Te amo más”, compromete peligrosamente la relación al insinuar que antes no se amaba del todo.
Lo femenino y lo masculino subyacen en las cosas, las ideas, los sentimientos, los sueños.
Podemos decir que el amor es algo que ocurre y la amistad un ámbito donde suceden cosas. Me pregunto si de esta diferencia entre una pasión elemental y un relajado contexto podemos deducir alguna regla o denominador común aplicable a otros binomios. Creo que podremos encontrar provechosas y universales características si tomamos en cuenta que “el amor” pertenece al género masculino y “la amistad” al femenino. Si “género” viene del latín genus, generis (estirpe, linaje, nacimiento), ¿a través de cuáles partos en la evolución del español se estableció el género masculino o femenino de nuestros sustantivos?, ¿habrá existido algún acuerdo ancestral entre los creadores de nuestro idioma o fue fruto de la casualidad?, ¿tendrán algo en común el amor, el pueblo y un hombre, o la amistad, la ciudad y una mujer?, ¿persiste un sustrato tan profundo y tan evidente que ya no lo percibimos? Una pregunta más breve puede darnos una pista: ¿Cómo se generó el género?
Una noche en que pensaba sobre este tema, mi hija Alejandra se despertó aturdida por una fiebre altísima y, como si escuchara mis pensamientos, me preguntó:
–Papá, ¿por qué la fiebre es una mujer?
No sé qué imágenes surgieron en sus sueños infantiles encendidos a cuarenta grados. Le pedí que me describiera la aparición de esa dama, pero la sentí aturdida ante mi insistencia y la dejé regresar a sus alucinaciones. Su provocadora pregunta ya era suficiente. Me había revelado que lo femenino y lo masculino subyacen en las cosas, las ideas, los sentimientos, los sueños. Quizás el género surge y se nutre de algo más que convenciones casuales o arbitrarias. Digamos, para retomar la breve pista, que el género puede ser muy generoso.
Quien viniendo del inglés se adentra en nuestro idioma, se tropieza no sólo con nuestra compleja conjugación de los verbos y la valiosa coexistencia del “ser” y el “estar”, también lo aturde y confunde esa incesante persistencia del género. Después de haber concebido el mundo mediante un idioma donde los nombres comunes muy rara vez se separan en masculinos y femeninos, se enfrenta a una lengua donde todos los objetos y estados de ánimo, como la amargura y el júbilo, exigen una opción.
Hablé con un estudioso sobre este tema y le pregunté si no habría en el origen de nuestras palabras un acuerdo antiquísimo que estableció unas leyes concernientes al género. Recuerdo que le di como ejemplo la obstinada masculinidad de los colores. El experto me explicó, acentuando su doble negación, que no había nada masculino o femenino implícito en los objetos:
–El que una mesa pertenezca al género femenino no quiere decir que tenga un sexo entre sus cuatro patas.
–Ciertamente nada les guinda -contesté para sustentar su argumento, pero no le hizo gracia.
Para demostrar su punto comenzó a enumerar varios sinónimos con distinto género: el césped y la grama, el muro y la pared, la ruta y el camino. Su argumento era contundente. Me dediqué a explorarlo en un diccionario y me di cuenta de que tenía razón… quizás demasiada. La diferencia de género en los sinónimos era curiosamente constante: el atrevimiento y la insolencia, el descenso y la bajada, el error y la equivocación, el relato y la narración, el individuo y la persona, el hogar y la morada, el ágora y la plaza.
Semejante persistencia me llevó a preguntarme si los objetos no tendrían dos formas de ser considerados, dos maneras de abordarlos, de invocarlos. El caso es que se agudizó mi percepción y se exacerbó la feminidad de la pared y la masculinidad del muro, para no hablar de la flor y del fruto, que acentúan sus géneros con distintas fragancias.
La feminidad es más contextual y la masculinidad más elemental. De ser esto cierto se hace comprensible cuánto se necesitan una a la otra.
Italo Calvino define a la ciudad como un lugar donde indecisos entre dos personas que amamos siempre aparece una tercera que se convierte en nuestro verdadero amor. Según esta regla en los pueblos no hay sorpresas ni más remedio que elegir (o ser elegido) y en las aldeas tienes que conformarte con una única opción. Esta trilogía de ciudad, pueblo y aldea nos plantea también una sucesión de distintos géneros. La femenina ciudad y la femenina aldea parecen tener en común lo impreciso de la elección planteada por Calvino; en la ciudad por su multiplicidad y en la aldea por su inexistencia. En cambio, en el masculino pueblo la elección tiende a ser bastante precisa. Lo dice un dicho de los pueblos trujillanos: “Quien se despecha dos veces, es soltero seguro”.
Estoy adelantando con aprensión una teoría: la feminidad es más contextual y la masculinidad más elemental. De ser esto cierto se hace comprensible cuánto se necesitan una a la otra. Abundan los ejemplos de secuencias que van alternando lo masculino y lo femenino una y otra vez. Describo la que tengo más cerca mientras escribo: El brazo, la mano, el dedo, la uña y añado el lápiz y hasta la hoja de mis primeras anotaciones para este ensayo.
No pretendo definir qué es feminidad y qué es masculinidad. Leí en un ensayo que aunque existan diferencias entre ser hombre y ser mujer, nadie tenía derecho a definirlas o congelarlas, y, menos aún, a esgrimirlas a favor o en contra. Acepto esta actitud que al mismo tiempo reconoce un hecho y lo deja evolucionar sin imposiciones. Hay suficiente provecho en sentirnos rodeados de una sensualidad latente, de una tensión entre las cosas rebosantes de afinidades íntimas y hasta inútiles; un drama que persiste incluso durante nuestra ausencia, como en esos cuentos de niños en que dialogan los muebles y los juguetes en la quietud de las noches.
Esta feminidad y masculinidad que se adivina en la relación contenido y continente, en los sinónimos y las secuencias, nos circunda con tal vehemencia que ante ella sólo podemos estar inmunes o ebrios. Quizás ésta latente y agotadora intensidad nos llevó a considerar el género de las cosas como un puro fruto del azar. El lenguaje también debe ofrecernos momentos de descanso, incluso de inconsciencia.
Ante esta supuesta neutralidad, Gastón Bachelard nos propone una opción aún más estimulante que nos regresa al sueño de mi hija: lo onírico. En su libro, La poética de la ensoñación, el autor nos cuenta cómo en inacabables ensueños alienta los valores matrimoniales de su vocabulario. Ciertamente Bachelard no descansa, pues propone que toda palabra, apenas se posa sobre las cosas y los sentimientos, va en busca de su compañero o compañera, como la Luna y el espejo, la hoja del árbol y el pliego del libro, el bosque y la floresta, la nube y el nubarrón, la serpiente alada y el dragón, el laúd y la lira, el llanto y las lágrimas.
Imagino que las palabras sienten pequeñas felicidades cuando se les asocia de un género a otro, y también pequeñas rivalidades en los días de malicia literaria. ¿Quién cierra mejor la casa, el portón o la puerta?
Bachelard nos invita a retroceder al encuentro con nuestro primer libro, aquel objeto familiar, único y privado. Y de lo familiar y amado es fácil pasar a lo personal y sagrado, y es así como el primer libro se convierte en un amuleto que nos ayuda y protege a lo largo de la vida. Todo amuleto está henchido de sexualidad, sostiene Bachelard, luego “no tiene derecho a equivocarse de género”.
La actividad más propicia que he conocido para convertir los objetos en amuletos femeninos y masculinos es la arquitectura. Alabo su capacidad de alimentar con provecho la sexualidad latente en sus elementos, estableciendo acuerdos entre la conducente escalera y el persistente escalón, la franca puerta y los límites de su marco, la viga recibiendo a los pares, la fuente en el patio.
Si revisamos antiguos tratados encontraremos en el origen de los elementos arquitectónicos continuas referencias al género. Escribe Marco Vitruvio que “para la invención de unas columnas los griegos tomaron la belleza varonil, desnuda y sin ornamento, y, para otras, el adorno, las proporciones y la delicadeza de una mujer”. Es factible encontrar otras alusiones anatómicas y fisiológicas en la fundación de los pueblos, en la distribución de las casas, en las proporciones y secuencias de sus espacios. El sexo radica en lo anatómico, el género en lo fisiológico, más les vale entenderse.
Jean-Pierre Vernant ha explorado los reinos que tanto en el hogar como en la calle se reparten Hestia y Hermes. Hestia como diosa de lo inmutable, de lo permanente, del nodo, del punto inicial de la orientación, del arreglo del espacio y el centro de los asuntos domésticos. Hermes como dios de lo mutante, se encarga del perímetro, los bordes, las conexiones, lo impredecible e incontrolable. Pero quizás no sea una revisión literal de las mitologías lo que hoy puede resultarnos más provechoso, sino partir de esos pasados míticos hacia la intimidad de nuestra propia sexualidad, a veces velada por el tiempo y reiteradas costumbres. Este redescubrimiento debe reiniciarse en los objetos que hemos amado por demasiado tiempo sin confesarlo ni siquiera a nosotros mismos.
Bachelard inicia su libro con una estrofa de Alain Bosquet:
Al fondo de cada palabra
Asisto a mi nacimiento.
Para Bachelard, sólo aquellos que estén atentos al delirio de renacer en cada una de sus experiencias lograrán recrear la atmósfera donde se aman las cosas y las palabras, las cuales “como todo lo que vive, han sido creadas hombre y mujer”. La pasión y la valentía con que Bachelard avanza desde las primeras causas a las últimas consecuencias, me lleva a finalizar con la más extrema de las dualidades: el nacimiento y la muerte.