Clodovaldo Hernández: La corrupción y los pioneros de las denuncias que fueron perseguidos, ahora merecen un desagravio

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Llegar a esta conclusión debería ser un motivo de felicitación, de fe en las reservas morales de la Revolución, en su capacidad para autodepurarse. Pero no, no nos pasemos de optimistas, no nos vayamos de bruces. Esas denuncias no resultaron atendidas oportunamente y, muy por lo contrario, sus autores -en varios casos- fueron por lana y salieron trasquilados. A quienes dieron la campanada de alerta les cayó eso que suele llamarse «todo el peso de la ley», pero no el peso del ordenamiento jurídico constitucional, sino el de la ley del más fuerte, la ley de la selva de la corrupción.

Esto debe decirse así, sin muchos suavizantes, porque al menos la experiencia puede servir para la revisión personal y grupal; para la reflexión y para el debate.

Ha quedado, una vez más, comprobado el profundo sentido contrarrevolucionario que hay en eso de convocar a la gente a denunciar, a cuestionar conductas desviadas, a activar alarmas y luego ignorar a los que se atreven a hacerlo, dejarlos solos, a merced de las mafias o, peor aún, castigarlos utilizando el aparato del Estado.

La satisfacción de ver que se están tomando medidas contra la corrupción no puede borrar esos trances bochornosos e injustos a los que fueron sometidos ciertos pioneros de las denuncias. Quienes les achacaron irresponsablemente delitos sumamente graves o les atribuyeron posturas antipatrióticas deben tener el coraje cívico para salir a la luz a pedirles perdón. Esa gente merece un desagravio.

No lo harán, claro que no, porque eso menoscabaría su pulido autoconcepto y su imagen, esmeradamente cultivada. Pero al menos esto debería servir para que no se incurra de nuevo en este tipo aberraciones.

De ahora en adelante  debería establecerse como norma que sean analizadas apropiadamente las denuncias planteadas por trabajadores, líderes populares y medios de comunicación, incluso los que juegan para el enemigo porque tal vez todo lo que publican es tendencioso, pero no necesariamente falso. Si son infundadas o maliciosas, es válido exigir responsabilidades a los acusadores. Pero es condenable que se ignore a quien presenta casos con indicios sólidos o que se le acalle mediante el despido, la judicialización o la amenaza de acciones violentas.

Debe quedar subrayado: unos cuantos de los que ahora aparecen aplaudiendo las decisiones del presidente Nicolás Maduro en contra de altos funcionarios por presuntos delitos de corrupción fueron parte activa o pasiva de las acciones destinadas a silenciar a los denunciantes originales.

Entre los que actuaron en forma pasiva están los siguientes: los supervisores de los sujetos ahora perseguidos; los auditores y contralores internos; los funcionarios de organismos contralores, de seguridad de Estado, del Ministerio Público y del Poder Judicial; y los jefes de medios de comunicación públicos y privados.

¿En que radicó su apoyo pasivo a la conjura de los corruptos contra sus denunciantes? Pues, los supervisores ignoraron las denuncias; los auditores y contralores internos y externos, cuerpos de seguridad, Fiscalía y tribunales no cumplieron su deber de investigar; los encargados de los medios aplicaron la censura y la autocensura.

El apoyo activo fue peor, como cabe esperar. Algunos supervisores salieron a defender a los acusados cual panteras a sus cachorros, les dieron espaldarazos, los ascendieron, les asignaron más responsabilidades, se mostraron con ellos en actos públicos. En suma, les dieron el fuero de los “guapos y apoyaos”.

Algunos entes internos y externos de auditoría y contraloría no pueden alegar buena fe. Las irregularidades son tan flagrantes que hacerlo sería reconocer una palmaria ineptitud. Además, sabiendo que esa gente sabe (es su área de especialización) hay que pensar mal: fueron negligentes o cómplices necesarios en los delitos.

En cuanto a los componentes del sistema policial y judicial (órganos de seguridad, Ministerio Público, tribunales), participaron en el bizarro proceder de enjuiciar y privar de libertad a los denunciantes.

Los medios de comunicación (en especial los públicos) tuvieron sus espacios y tiempos disponibles para las flamígeras declaraciones de altos funcionarios del Estado en las que se condenó a priori, sin juicio previo, a los denunciantes de la corrupción. En cambio, estuvieron cerrados para la réplica y el derecho a la defensa de esas personas.

En pocas palabras, quienes alertaron y pidieron averiguaciones tuvieron en contra un complejo sistema de poder o, mejor dicho, de confluencia de poderes. No es de extrañar que varios de ellos salieran triturados por tan demoníaca maquinaria.

Sobre los signos exteriores de riqueza repentina

La inestimable contribución que puede dar la contraloría social en la lucha contra las prácticas corruptas no tiene su base en el saber contable ni en el acceso a documentos mercantiles o trazas de transacciones bancarias, pues estos son privilegios de los organismos especializados y de inteligencia. La contraloría social se apoya en algo mucho más sencillo y, a la vez, revelador: los signos exteriores de la riqueza repentina.

Dicho más coloquialmente, la gente sabe cuándo alguien «se está llenando». Y no hace falta ser muy perspicaz para detectar esos casos porque la mayoría de quienes están enriqueciéndose ilícitamente son rematadamente ostentosos, y pantalleros.

Esto es algo que tiene su lógica porque el que ha adquirido una riqueza súbita quiere mostrársela a sus semejantes, aun a sabiendas de que al hacerlo se va a poner un cartel de culpable en la frente. No puede resistir la tentación porque en un mundo regido por el poderoso caballero Don Dinero, quien lo posee debe lucirlo. Si no, ¿cuál es la gracia?

Incluso, en muchos casos, esa ostentación obscena es hecha adrede porque en algunos círculos irremediablemente pervertidos de nuestra sociedad el hacerse rico en un cargo público es una conducta celebrada y admirada, mientras pasar por la administración del Estado sin ascender socialmente es considerado cosa de pendejos.

Para que el cuadro sea todavía más patético, esos signos exteriores de la riqueza repentina suelen ir asociados a lo que podríamos ilustrar como «poses de reguetonero en video viral», es decir, una visión del mundo en la que las joyas y accesorios del género bling-bling, los vehículos de alta gama, los lugares nocturnos de moda, las mansiones fanfarronas y las mujeres-objeto son parte de la parafernalia que se luce con desparpajo. Deplorables incluso en los paraísos del capitalismo, esas manifestaciones son mucho más condenables en una sociedad que ha querido caminar hacia el socialismo y que, por ello, su gobierno y su pueblo han sido castigados sádicamente por las potencias imperiales.

Que altos y no tan altos funcionarios alardeen de sus cuestionables riquezas se torna aún más hiriente en un escenario nacional de grandes estrecheces para la mayoría de la población. La gente puede tolerar mejor el sufrimiento económico cuando ve a quienes detentan cargos de responsabilidad compartir los sacrificios, aunque sea parcialmente. Pero cuando esos personajes viven la vida loca de las celebridades faranduleras, derrochando dinero a manos llenas, la indignación se eleva hasta alturas muy peligrosas. ¿Será eso tan difícil de comprender?

Sobre estas desviaciones, la contraloría social ha alertado hasta el fastidio. Y durante mucho tiempo la única respuesta fue descalificar a los portadores de la crítica, tildándolos de sapos, resentidos, candidatos a saltar la talanquera o infiltrados.

Y allí viene una de las reflexiones fundamentales, en forma de preguntas retóricas: ¿Por qué esa incongruencia entre ingresos legales y nivel de vida, que cualquier persona percibe tan fácilmente, no son captadas también a primera vista por los líderes encargados de la conducción revolucionaria, sino que requieren de años para darse cuenta? ¿O es que no se atreven a ponerle el cascabel al gato y solo lo hacen cuando ya es inevitable destapar la cloaca?

La impunidad, la impunidad

La investigación y el eventual castigo de estos exfuncionarios ligados a la Revolución disminuyen la sensación de impunidad que lacera a nuestra sociedad. Sin embargo, es apenas una atenuación parcial, pues una parte de la población sigue esperando que el sistema judicial procese también a individuos del otro bando político que, apoyándose en la ficción del gobierno interino, saquearon los bienes, empresas y fondos que el país tenía en el exterior y cooperaron así con nuestras desgracias de los últimos años.

En el caso de estas personas, se unen los datos duros de sus fechorías, aportados por el gobierno constitucional, la Asamblea Nacional y el Ministerio Público, con la percepción popular de los signos de riqueza repentina, certificados incluso por dirigentes, militantes y comunicadores opositores.

A pesar de ese cúmulo de evidencias, los corruptos de la derecha andan muy campantes, en plena libertad, mientras sus congéneres de izquierda (perdón, es solo para diferenciarlos) caen merecidamente presos o tratan de huir del país. Valga otra interrogante que no espera respuesta: ¿Cambiará esto a partir de ahora?

La hipócrita unción de EEUU

En este punto de la catarsis es necesario comentar la “bendición” imperial a las acciones anticorrupción. No es un detalle menor. Quizá sea la primera vez que un vocero de Estados Unidos aparece apoyando una línea política venezolana y, significativamente, refiriéndose como tal al presidente Maduro.

Es la típica actitud de tutelaje de Washington, en la que se erige como referente de democracia, derechos humanos y moral en el manejo del dinero público: otra demostración del más descarado cinismo.

Estados Unidos ha sido gestor y coprotagonista de los actos de corrupción del írrito gobierno interino, una lista que encabeza el robo de Citgo y la congelación de cuentas bancarias del Estado venezolano en el sistema bancario global.

Estados Unidos, con sus medidas coercitivas unilaterales y su bloqueo a Venezuela ha obligado al país a adoptar una estrategia de caminos verdes para poder realizar exportaciones e importaciones, un ecosistema perfecto para que germine la corrupción. Si de verdad quisiera contribuir a erradicar las prácticas degeneradas con nuestros fondos públicos, podría muy bien comenzar levantando sus arbitrarias barreras al libre comercio, que tanto dicen defender.

Estados Unidos, además, a través de sus agencias de inteligencia, ha detectado a funcionarios susceptibles de ser corrompidos y les ha calentado las orejas, todo ello como parte del plan general de hacer al país ingobernable, presentarlo internacionalmente como un antro que debe ser intervenido de inmediato.

Y Estados Unidos ha sido el refugio histórico por excelencia de varios de los más insignes corruptos del pasado (de la Cuarta y de la Quinta República), que viven en su territorio o, como príncipes, en otras naciones pero extrañamente libres de la persecución judicial gringa, supuestamente implacable.

En fin, que se puede terminar esta ya larga reflexión utilizando otra pregunta retórica: ¿tiene derecho un país así a dar congratulaciones por operativos contra la corrupción?

 

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