Difícil hacerse una idea trágica de un país cuyo nombre es un diminutivo de intención claramente satírica: la palabra Venezuela no remite por sí sola a nada primigeniamente portentoso, mágico u hondo como Atitlán, Tierra del Fuego, Anáhuac o Macondo. Venezuela rima más fácilmente con habichuela, portañuela, triquiñuela, mujerzuela. También con “rochela” que es otro nombre para el vacilón y la algazara y para lo que en parla taurina se llama querencia.
En la edad escolar nos engrupían con el cuento de que a un navegante italiano del siglo XVI, un cosmógrafo llamado Amerigo Vespucci, no más ver los palafitos de los aborígenes del Lago de Maracaibo, lo arrebató la nostalgia nada menos que de Venecia. “¡Venezziola!”, exclamó, admirado de la imaginativa laboriosidad de los naturales.
Un cronista criollo del siglo XVIII echó a rodar la martingala de que Amerigo quiso decir con asombro, “semeja una pequeña Venecia”, cuando es obvio que hablaba, condescendiente, de unas mostrencas entidades ribereñas bajo las palmeras borrachas de sol.
Castellanizada por sus compañeros de viaje, la palabreja terminó dando nombre a nuestra comarca de “devoradores de arepa”, como fulminó a los venezolanos de su tiempo el mortífero arcabucero Lope de Aguirre. Lo que quizá quiera yo decir con todo esto es que hallo comprensible, hoy día, que la imaginación universal no asocie fácilmente la voz “Venezuela” con la idea de seriedad o con sentido trágico alguno.
El Caribe, la cuenca emocional donde mejor caben mis compatriotas, ha sido pródigo en regocijadas interpretaciones del choteo y el relajo criollos: pienso en el cubano Mañach o el caraqueño Nazoa que veían en nuestra levedad y desaprensión una especie de inadvertente estoicismo, una sabrosona sabiduría del vivir que no es exclusivo atributo moral de la morralla sino también de las llamadas élites.
Examinar la relación profunda entre el choteo —la joda venezolana—, por un lado, y la mamadera de gallo —intrincada noción, inteligible, sin embargo, en toda la región—, por el otro, brinda un grandísimo reto puesto que la mofa y el arte del engaño no son exactamente la misma cosa.
Esto que apenas sé nombrar, es visible, por ejemplo, en la reacción de la clase política opositora ante el desfalco de 20 mil millones de dólares de que ha sido objeto la petrolera estatal en los últimos tres años y por sus propios directivos. El caso resplandece, no admite elucidación: se los robó gente del gobierno; no hay institución gubernamental libre de culpa en Venezuela.
Al denunciar la corrupción de régimen, todas las voces de oposición invocan un reciente informe sobre la corrupción elaborado por Transparencia Internacional. Dicho informe pone a Venezuela en el puesto 177 de una lista de 180 países auscultados. En campeonato mundial de la opacidad, Venezuela está entre los cuatro finalistas punteros.
Todo esto ocurre al tiempo que los partidos de oposición discuten si para su consulta ciudadana independiente deben o no apoyarse en el Consejo Nacional Electoral (CNE), una extensión probadamente leal a Miraflores, señalada de haber liquidado, hace ya veinte años, el secreto del voto.
En aquella ocasión, la lista de quienes solicitaron ante el CNE la convocatoria a un referéndum revocatorio del mandato de Hugo Chávez fue hecha pública y ha sido utilizada desde entonces como índex discriminador que veda a los firmantes el derecho al trabajo en la Administración Pública y a la contratación con el Estado.
El asunto es relevante pues se trata de escoger al candidato que disputará a Maduro la presidencia de la república en 2024. Salvo una excepción, todos los precandidatos exaltan hoy la transparencia y las capacidades del CNE. La junta organizadora de las primarias habla del CNE como si se tratase de un organismo técnico suizo regulador de pesas y medidas.
La denuncia alharaquienta que hace Maduro de su propio ministro de petróleos, es una burla. Solicitar el concurso del CNE de Maduro en una elección ciudadana, ya viene siendo mamadera de gallo.