Juan Antonio Sacaluga: Los malos ejemplos de las democracias

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En plena batalla propagandística sobre el choque sistémico entre democracia y autocracia que confunde los análisis de la guerra en Ucrania y prejuzga la contienda diseñada entre Occidente y China, las disfuncionalidades de los sistemas políticos en algunas democracias hacen chirriar el discurso oficial.

Francia e Israel viven crisis sociales mayores, protestas callejeras de gran amplitud y notables consecuencias para el provenir de sus respectivos equilibrios políticos. Los casos no son semejantes, ni siquiera comparables. Pero ambos reflejan las contradicciones del sistema representativo liberal y una fragilidad que sus defensores se resisten a reconocer.

No por casualidad, las élites políticas en cada caso apelan a la democracia para justificar unas decisiones que, en realidad, ignoran las necesidades de las mayorías. Hay un componente de cinismo, pero también una debilidad estructural del sistema.

Francia: Una constitución discutida

En Francia, un gobierno minoritario se vale de una herramienta constitucional para imponer una reforma, la del sistema de pensiones, que incidirá seriamente en las condiciones de vida de los ciudadanos. En Israel, una coalición ultraconservadora pulveriza en la práctica uno de los pilares del sistema democrático como es la supuesta separación de poderes, mediante el control de la justicia por una eventual mayoría parlamentaria.

No hay, en ninguno de los casos, una vulneración estricta de la legalidad. Si se permite el tropo, hay un abuso de legalidad, o dicho de manera más prudente, el uso excesivo de las atribuciones legales para resolver un pulso entre los poderes del Estado.

En Francia, se trata de un párrafo de un artículo constitucional (el 49.3), que garantiza la preminencia del ejecutivo sobre la pluralidad representativa expresada en la Asamblea Nacional. Estamos hablando de un recurso legal que se introdujo en la arquitectura constitucional de la V República en 1958, cuando De Gaulle fue llamado de nuevo como hombre providencial para sacar a Francia del marasmo de Argelia y el bloqueo partidista.

Desde entonces ha cambiado profundamente el entorno internacional y, por supuesto, la propia Francia. La Constitución ha cumplido 64 años, ¿no es tiempo de jubilarla?, decía hace poco con sarcasmo un conocido un prestigioso constitucionalista (1). Pero en más de seis décadas no se ha querido modificar este y otros preceptos que blindan la autoridad presidencial. Las élites francesas se han sentido a gusto con un instrumento valioso en caso de necesidad. Nunca ha existido el consenso necesario para eliminarlo o hacerlo menos estruendoso. Francia ha demostrado poder digerir experiencias políticas tormentosas como la cohabitación entre el Presidente y una mayoría parlamentaria de signo político diferente, sin poner en peligro la denominada como opción nuclear del sistema político.

El actual gobierno es una combinación entre la emanación de la voluntad presidencial y la debilidad de una posición dividida. El jefe del Estado es un liberal alejado ideológicamente del fundador de la V República, pero ha utilizado uno de los recursos de éste sin empacho alguno. Su gobierno, o el gobierno que él ha nombrado, ha acudido 11 veces al 49.3 en menos de un año de andadura, y no para cuestiones menores, sino para, a falta de mayoría o ante la duda de no obtenerla, sacar adelante los presupuestos generales del Estado, cambios en la ley de la Seguridad social o la mencionada y muy contestada reforma de las pensiones.

En una de esas batallas doctrinales que tanto le gusta entablar, el presidente Macron se ha mostrado desafiante ante el reto de la ciudadanía contestataria. A pesar de presentarse como un dirigente renovador y reformista, sus argumentos han sido tradicionales y políticamente muy convencionales. Frente a la agitación social, el principio de autoridad y el formalismo de la normas legales (2). Es un libreto habitual en Macron. Lo empleó ante la revuelta de los gilets jaunes, para parapetarse detrás de la legitimidad republicana, evadiendo la cuestión de la justicia social. Después de esa crisis, Macron quiso restañar su deteriorada imagen de reformista lanzando una consulta popular sobre las necesidades y preocupaciones de los franceses. Es decir, en el fondo, un recurso de autoridad presidencial sobre las espesas cotidianidades del esclerotizado sistema político francés. El ensayo se quedó en nada o en casi nada.

Con la reforma de las pensiones ha ocurrido otro tanto, pero en peores condiciones, porque le faltaba al Presidente la mayoría parlamentaria de la que entonces si disponía. Para proteger su figura o su función, encargó el dossier a su primera ministra fusible, una tecnócrata como él, ambos cooperadores en el anterior gobierno socialista de la facción más moderada o liberal. Elisabeth Borne ha interpretado fielmente la voluntad del Eliseo de no ceder, de no hacerse pequeña, de no incurrir en el complejo del déficit democrático. El discurso es conocido porque pertenece a la biblia tecno-burocrática que el neoliberalismo ha usado durante los últimos cuarenta años: hay que hacer lo necesario pese a las presiones demagógicas. El Estado no puede sostener unos beneficios como los contemplados en el sistema actual durante mucho más tiempo. En ningún país se repite el actual modelo francés. En nombre de la eficacia y la sostenibilidad, se aborda la operación quirúrgica con la que debe sanarse el sistema.

La calle no ha comprado el discurso, en parte porque cuesta renunciar a una conquista social, naturalmente, pero sobre todo porque Macron y sus gobiernos arrastran una trayectoria de beneficios a los ricos, incluidas las grandes fortunas, y de erosión de los intereses populares. Macron ha hecho poco para desprenderse de esa imagen de elitista insensible ante las necesidades de las mayorías sociales, mientras propaga grandes proyectos nacionales e internacionales desde su torre de marfil (3).

La paradoja de la democracia francesa es peculiar, pero no muy distinta de la norteamericana o de cualquier otra occidental. Se trata de un sistema político basados en normas funcionales más que en respuestas a necesidades ordinarias de la gente. La democracia se ha convertido en una mal menor, una codificación convencional de la convivencia pública a la que ya no se le exige resultados prácticos. Por eso se desiste de ella, por lo general de forma pasiva, por abstencionismo o por rutina. De cuando en cuando, el ciudadano díscolo se ampara en la lista de derechos formales para protestar ruidosamente contra la dura realidad del día a día.

Con la crisis de las pensiones, se ha puesto fin al macronismo original, decía recientemente un cronista político de LE MONDE (4). El diagnóstico quizás sea demasiado benigno. Y tardío: los franceses habían dejado de creer en él al privarle de una mayoría sin la cual ha tenido que refugiarse en el uso abusivo de la autoridad para gobernar.

Israel: Las paradojas institucionales

El caso israelí es más dramático. Durante décadas, la democracia presumía de su espléndida soledad en un entorno de dictaduras y autocracias. La ilusión de la democracia israelí se basaba en un sistema electoral representativo puro, sin correcciones ni trucos para cocinar mayorías en nombre de una supuesta gobernabilidad. Para muchos, una ingenuidad desprendida de los orígenes del Estado, como esa utopía igualitaria de los kibutz. Con los años, el fragmentado panorama político israelí se ha convertido en una trampa. Las minorías sociales pero sobre todo religiosas (sionistas o anti sionistas) han utilizado su poder de bisagra para debilitar o condicionar a las dos familias tradicionales del sistema político: conservadores y laboristas. Hoy en día, los primeros son marginales y han dejado de ser opción de gobierno. Los segundos se han ido radicalizando. O peor, se han envilecido, al entregarse a la fortuna electoral de un político demagogo como Benjamin Netanyahu, carente de escrúpulos para proteger sus intereses particulares (5). Las disensiones en la derecha han tenido corto vuelo, entre otras cosas porque han surgido casi siempre de rupturas o rivalidades personales con el gran líder.

Pero, en realidad, la causa más profunda de la ulceración de la democracia israelí es la que más cuesta admitir: la ocupación de los territorios palestinos. Salvo algunos grupos críticos muy minoritarios, la sociedad israelí no ha querido ver ni escuchar. La bomba demográfica ha creado una angustia sobre el futuro y una hipoteca del presente. La democracia se ha ido vaciando de contenido al vulnerar enconadamente los derechos palestinos. Ahora se ha llegado al extremo. El actual gobierno está condicionado por unos partidos dominados por colonos extremistas y religiosos decididos a negar incluso la existencia de ese pueblo sometido (6).

Netanyahu coquetea con esta deriva teocrática del Estado con la imprudencia del equilibrista (7). Cree poder controlar a los extremistas, con tal de que le presten sus votos para imponer una reforma judicial que permitirá anular sentencias incómodas o indeseadas, basándose en que la autoridad de los diputados emana del pueblo. A nadie se le oculta que se trata de un atajo temerario para neutralizar tres procesos que pesan sobre él por corrupción y abuso de poder.

La amplitud de la respuesta crítica ha sido inesperada. El primer ministro creía que la izquierda o incluso los liberales no tendrían capacidad para tanto. Pero no contaba con el activismo del Ejército, que es la institución más prestigiosa del Estado, por encima de los jueces. La milicia es una institución popular, porque nadie es ajeno a ella: pobres o ricos, conservadores, liberales o progresistas, hombres o mujeres (8). Netanyahu tenía motivos para no recelar del Ejército. Desde la primera Intifada palestina, a finales de los ochenta, los militares han sido la punta de lanza de la represión. Las normas de procedimiento de sus actuaciones han sido cada vez más laxas; los abusos, más frecuentes.

Pero una cosa es el desigual combate contra los palestinos y otra la claudicación de sus funciones no escritas como garantes de un tipo de Estado, formalmente democrático. Cuando el ministro de Defensa sacudió la cohesión gubernamental al demandar la retirada de la reforma judicial, Netanyahu se apresuró a cesarle, para demostrar que nadie puede ganarle un pulso de poder. Las reacciones se produjeron en cascada. Desde los uniformados arreció el malestar. Y el padrino norteamericano se sumó a la contienda.

Aunque el primer ministro se ha puesto tieso con Biden, apelando a la soberanía nacional, es evidente que su decisión de paralizar la reforma y entablar negociaciones con la oposición se deben al mensaje inhabitualmente seco de la Casa Blanca, donde llevan meses alarmados por lo que ocurría en Israel, en un momento especialmente inoportuno (9). Frente a los desafíos directos e indirectos de la entente ruso-china se quiere hacer gala de exhibición democrática, con ceremonias como la Cumbre internacional de estos días en Washington.

Resulta sin embargo paradójico que Biden regañe a Netanyahu por su pretensión de doblegar a los jueces. El presidente norteamericano nombra a los magistrados más influyentes (los del Supremo y los federales), en teoría conforme a su competencia, pero en realidad por afinidad ideológica, aunque debe contar el aval del Senado. La división de poderes en Estados Unidos es formal, porque enmascara la hegemonía del ejecutivo, a su vez reflejo de la verdadera fuente de poder político que es la capacidad económica para hacer funcionar la maquinaria política.

Notas

(1) Il faut arrêter le bricolage. Le momento est venu de changer de Constitution. DOMINIQUE ROUSSEAU. LE MONDE, 13 de marzo.

(2) Réforme des retraites: la posture securitaire de Emmanuel Macron fase au mouvement social. IVANNE TRIPPENBACH. LE MONDE, 23 de marzo; The trouble with Emmanuel Macron’s pension victory. THE ECONOMIST, 23 de marzo;

(3) Macron faces an angry France alone, ROGER COHEN. THE NEW YORK TIMES, 18 de marzo.

(4) La crisis des retraites signe la fin du ‘macronisme original’. MATTHIEU GOAR. LE MONDE, 28 de marzo.

(5) Netanyahu’s party consists primarily of extremist ideologues. JULIA AMALIA HEYER. DER SPIEGEL, 14 de febrero.

(6) Belazel Smotrich, le colon radical qui impose sa marque au gouvernment israélienne. LOUIS IMBERT. LE MONDE, 7 de marzo.

(7) The end of Israeli Democracy. ELIAH LIEBLICH y ADAM SHINAR. FOREIGN AFFAIRS, 8 de febrero.

(8) Netanyahu’s legal crusade is sparking a military backlash in Israel. AMOS HAREL (analista militar del diario de izquierdas HAARETZ). FOREIGN POLICY, 23 de marzo. How an elite israeli comando built a protest movement to save his country. YARDEN SCHWARTZ. THE ECONOMIST, 27 de marzo.

(9) Israel’s majoritarian nightmare should be a US concern. NATAN SACHS. BROOKINGS, 23 de febrero.

 

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