Rafael del Naranco: Y García Lorca, no estaba 

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He retornado a Granada y Federico no estaba. Caminé a la Huerta de San Vicente –“si muero, dejad el balcón abierto”–, al barranco de Viznar cercano a Alfacar. En tal lugar, en alguna parte del cielo azulado y un aire con sabor a pena honda, al amparo de olivos y búhos asustados, el poeta dormita al cobijo de este invierno colmado de hojas mustias, tierra húmeda y geranios ajados.

La ciudad apestaba a misterio y a cierto desdén melancólico al traspasar los umbrales del moruno barrio de la Almacería. Si el alma se detenía en una arista bajo dinteles repujados loados por el mismo Alá, se podían escuchar las lágrimas de Boabdil, el último rey nazarí, al perder la joya más agraciada de su corona: Granada, la ciudad siempre gitana y sola.
Durante más de 70 años se creyó que los restos de Federico García Lorca estaban enterrados en Alfacar, en la alquería de sus recónditas alucinaciones.
Aquella noche de terror, el miedo que se podía cortar con una navaja. Le  acompañaron Francisco Galadí Melga y Joaquín Arcollas Cabezas, dos banderilleros; igualmente el maestro del municipio de  Pulianas, Dióscoro Galindo González.

En esa balaustrada de muerte, al compás malévolo de las  cigarras, se hizo brisa la mejor lírica popular. Rafael Alberti lo expresó durante  una amanecida en Cádiz: “En esta noche en que el puñal del viento / acuchilla el cadáver del verano, / yo he visto dibujarse en mi aposento / tu rostro oscuro de perfil gitano”.

Una voz sigue en el aire emborronada de sangre: “¿A que no me encuentras?”. Cierto, ni el torito en celo, ni el alba, nadie,  ha hallado aún su tumba.

Y ante esa imperiosa necesidad volví a Granada. Escarbé en los arroyos, en pozos de agua. Con aprensión, rasgué las ramas de los almendros, y Federico no estaba.

rnaranco@hotmail.com

 

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