No hay peor enemigo de la palabra que la falta de libertades. El miedo a decir empobrece la expresión y amordaza las sociedades.
Cádiz late a ritmo de palabras y fonemas por estos días. Entre sus calles apretadas y sus palmeras, unas banderolas amarillas y rojas anuncian que se está en territorio lingüístico, en zona de sílabas y oraciones. El IX Congreso Internacional de la Lengua Española ha tenido lugar esta semana en una de las ciudades europeas más conectadas con América Latina. La cita académica, trasladada a la Península tras la crisis política de su sede original en Perú, apenas ha logrado responder algunas de las preguntas que genera un idioma vibrante que reúne a casi 500 millones de hablantes nativos.
Unos días antes de aterrizar en el aeropuerto de Jerez de la Frontera, a escasos minutos de la ciudad gaditana, estaba entrevistando a unas madres mexicanas que habían perdido a sus hijas. Algunas de aquellas mujeres habían sido víctimas de la violencia de género, otras, de los cárteles que azotan al país azteca y, al menos un par de ellas, habían caído acribilladas por las balas de un enfrentamiento político. Cuando aquellas dolidas matriarcas supieron que me dirigía al más importante evento de la lengua española me pidieron que indagara por una palabra: “¿Cómo se le llama al padre que ha perdido un hijo? ¿Si existe la palabra ‘huérfano’ por qué no hay otra para definir a quienes hemos tenido que sobrevivir a nuestros niños?”
No supe qué responder a esa interrogante, tan dramática como reveladora. Aunque hace más de dos décadas me gradué como filóloga en la Universidad de La Habana, mi ejercicio de la profesión lingüística ha sido muy limitado porque el periodismo terminó por alejarme de la semántica y la fonología. De manera que aquella pregunta fue como una sacudida que despertó una parte dormida de mi vida. Con tales dudas y remembranzas llegué a un evento que reunió a 300 congresistas procedentes de todo el mundo hispánico. Un encuentro para debatir sobre la realidad de nuestro idioma, su pasado, su presente y su futuro bajo el lema “Lengua española, mestizaje e interculturalidad. Historia y futuro”.
El impacto de las nuevas tecnologías en nuestra expresión oral y escrita, la sombra de la inteligencia artificial que planea sobre cada contenido que emitimos o difundimos, junto al imperativo de acelerar el paso y ajustar el idioma a la realidad que habitamos, pero sin hacerle perder su belleza y su identidad en el camino, fueron el centro de paneles, debates y también de conversaciones, en la alta noche y con un plato por delante, cuando ya las sesiones oficiales llegaban a su fin y comenzaba la parte más informal del Congreso.
Entre todos los retos que acechan a nuestra lengua, se enumeraron la necesidad de atraer a más lectores a las páginas de los libros; la enseñanza, de forma más atractiva, de la gramática y la urgencia de robustecer el orgullo hispano que conecta a gente en puntos tan distantes del planeta. Sin embargo, a mi juicio, uno de los más graves peligros que acecha al español es que, en buena parte de las naciones donde se habla, todavía campean a sus anchas los autoritarismos o se han erigido raquíticas democracias. No hay peor enemigo de la palabra que la falta de libertades. El miedo a decir empobrece la expresión y amordaza las sociedades.
Carecemos de tantos vocablos. Algunos ni siquiera los hemos tenido nunca, pero otros nos los han arrebatado. Cádiz fue por estos días, también, un recordatorio de cuánto nos hace falta completar esas ausencias verbales que la costumbre o el terror nos han provocado.