Donald Trump y la actriz porno Stormy Daniels
El apoyo del Partido Republicano al expresidente marca un nuevo hito en la degradación de la democracia norteamericana
Donald Trump ya tiene lo que quería, una historia para recuperar la atención de la opinión pública y un escenario para interpretarla. El ex presidente vuelve a la carga y nada parece que vaya a impedir que lidere por tercera vez la campaña del partido republicano en unas elecciones presidenciales.
La historia de la actriz porno es estúpida, pero no importa. Es más, ayuda a su objetivo de recuperar la Casa Blanca porque es falaz y salaz. Es falsa y lujuriosa, una narrativa perfecta para reconstruir su personaje. Esto no va de justicia y democracia. Esto va de provocación y de personalidad, de poder a toda costa. Así se ganan hoy en día las elecciones a la presidencia de Estados Unidos.
Es una historia provocativa con dos protagonistas muy potentes, un hombre y una mujer sin escrúpulos, ambiciosos y rebosantes de narcisismo. Los hemos vistos cientos de veces en las series de política ficción, de justicia ficción y de capitalismo ficción que tanto éxito de público tienen.
La historia es muy sencilla. Donald Trump, promotor inmobiliario de Nueva York con un reality show en televisión llamado El Aprendiz conoce a Stephanie Clifford, una actriz porno que se hace llamar Stormy Daniels. Él tiene 60 años y ella, 27. Él la invita a cenar en una suite del hotel y casino Harrah’s Lake Tahoe, en Nevada. Ella acepta porque él le ha prometido ponerla en el programa.
Es la noche del 13 de julio del 2006. A Daniels le va bien su carrera. Se ha operado los pechos y se ha puesto las prótesis más grandes que ha podido. Los llama Rayo y Trueno. Tienen mucho éxito entre sus clientes que, en su mayoría, son hombres blancos y republicanos, entre los 45 y los 65 años. Trump es uno de ellos al igual que los estadounidenses que diez años más tarde formarán su base electoral.
La cena fue bien. Trump insistió en su promesa de hacerla debutar en El Aprendiz. Ella ha escrito en sus memorias que le regaló un striptease que él consumó con un deplorable acto sexual de menos de tres minutos. Él propuso volver a verla y ella aceptó, pero no hubo un segundo encuentro. Trump nunca la invitó a participar en El Aprendiz.
Nueve años después, Trump anunció su candidatura a la Casa Blanca y Daniels intentó vender la historia de su encuentro en el lago Tahoe. No tuvo éxito, pero pocas semanas antes de las elecciones del 2016, The Washington Post publicó la transcripción de un audio en el que el candidato republicano alardeaba de poder agarrar a cualquier mujer por los genitales.
Donald Trump había recortado gran parte de la ventaja que le llevaba Hillary Clinton en los sondeos. Su estilo confrontacional y su populismo exacerbado funcionan mucho mejor de lo esperado. Ni siquiera la noticia del Post le había hecho daño. Daniels no debería ser una preocupación. A lo largo de la campaña había quedado demostrado que sus electores lo adoran. Aplaudían su inmoralidad. Que se hubiera acostado con una actriz porno causaba entre ellos mucha más envidia que repulsa.
Pero, aún así, Trump compró el silencio de Daniels. Obligó a su jefe de gabinete a que le pagara 130.000 dólares con la promesa de devolvérselo más adelante. ¿Por qué? Porque no quería que su esposa Melania se enterara por la prensa que, cuatro meses después de dar a luz a Brannon, su hijo menor, él estuvo con Daniels. Temía que ella le pidiera el divorcio y esto sí que hubiera sido un golpe para su carrera. Un golpe económico por los millones que hubiera tenido que pagar a Melania por la separación y tal vez también político porque, para sus seguidores, el adulterio está bien, siempre y cuando no te cueste el divorcio.
El fiscal del distrito de Manhattan acusa ahora a Trump de haber hecho pasar el pago de aquellos 130.000 dólares como gastos de asuntos legales. Es un delito muy menor comparado con otros por los que está siendo investigado, como el asalto al edificio del Congreso en la tarde del 6 de enero del 2021 o la presión al responsable de las elecciones en Georgia para que “encontrara” los votos necesarios para darle ganador.
Pero, de nuevo, no importa. Sólo importa el relato y Trump tiene ahora los elementos necesarios para recuperar su imagen de hombre fuerte.
Esto lo han entendido muy bien sus colegas del Partido Republicano. Casi todos han cerrado filas. Incluso Ron DeSantis, su máximo rival, se ha sumado al coro que denuncia una caza de brujas.
Este apoyo significa que Trump recibirá más donaciones que ningún otro candidato republicano a la presidencia. Es caballo ganador y el dinero lo es casi todo en una campaña, sobre todo en Estados Unidos, donde los magnates tienen vía libre para invertir tanto como quieran en un candidato. En las elecciones presidenciales y legislativas del año 2000, por ejemplo, se invirtieron más de 14.000 millones de dólares, un récord que se bate en cada ciclo electoral.
Las políticas proteccionistas de Trump y su apoyo a los hidrocarburos, por ejemplo, atraerá a muchos de los grandes inversores electorales. Ya lo está haciendo. En las 24 horas posteriores a la imputación, su campaña recaudó cuatro millones de dólares.
Sus abogados van a alargar el proceso electoral tanto como puedan con todo tipo de tecnicismos legales. Cuánto más largo sea, más le fortalecerá y más dinero recaudará.
Empieza, por lo tanto, el circo, el teatro del absurdo, la extravagancia, la hipérbole, pónganle el adjetivo que quieran, un psicodrama lucrativo para unos pocos magnates y, de nuevo humillante, para la democracia estadounidense.
El cotilleo y el detalle pornográfico han vuelto a tocar la columna vertebral de la república, el sistema judicial y el electoral. No es la primera vez que pasa.
Esta historia me recuerda a otra de hace 25 años, protagonizada entonces por el presidente Bill Clinton y la becaria Monica Lewinsky. El argumento tenía más o menos los mismos ingredientes.
Lewinsky le había hecho, al menos, una felación a Clinton en la Casa Blanca. Ella había conservado un vestido azul con el esperma de él. Clinton lo negó y, cuando la verdad salió a la luz, no se arrepintió. Dijo que el sexo oral no era sexo.
Los republicanos ordenaron una investigación y el fiscal independiente Kenneth Starr publicó un informe con todos los detalles de la relación y los intentos de la Casa Blanca para ocultarla.
Recuerdo aquel verano de 1998, húmedo y caluroso como todos en Washington, con el informe Starr en todas las librerías. No se hablaba de otra cosa que del pene del presidente y de que solo tenía un testículo. Se recordó que había huido a Oxoford para no servir en Vietnam y que había fumado porros. Todo valía para denigrarlo. Phillip Roth lo recordó después en la novela La mancha humana: “La vida, con toda su impureza desvergonzante, volvió a confundir a América”.
A los estadounidenses, sin embargo, aquel escándalo no les hizo perder la confianza en Clinton, que terminó su mandato con una popularidad superior al 60%. No les importaba su vida privada porque durante sus dos mandatos, en aquella feliz década de los años noventa, los ingresos familiares habían subido un 35%, muy por encima de la inflación. Estados Unidos había prevalecido frente a la Unión Soviética y Bill Clinton había presidido un periodo de paz y prosperidad.
La situación es hoy muy diferente. Hace años que las clases medias pierden poder adquisitivo. La desigualdad se ha disparado. Nadie quiere pagar más impuestos para que se beneficie no se sabe quién. Las incertidumbres sobre el futuro generan mucha inquietud y abonan el terreno a los populismos. Estados Unidos se parece cada vez más a la república de Weimar con un Trump que amenaza a la democracia.
La amenaza desde el autoritarismo, pero, sobre todo, desde la empatía que despierta en millones de estadounidenses que creen en él aunque no se crean lo que dice, y esta distinción es muy importante.
Los electores de Trump no son tontos. Pueden envidiar su estilo de vida y su relación con las mujeres, pero no lo votan por eso, lo votan porque demuestra que tiene las agallas necesarias para plantarle cara a cualquiera y no se casa con nadie.
Por mucho que se llene la boca con la idea de recuperar la grandeza de Estados Unidos, no tiene valores ni principios. Simplemente es un hombre pragmático que entiende de transacciones.
Se enfrenta a China porque es un competidor desleal y abandona a Ucrania porque nunca ha hecho ni hará nada por Estados Unidos. Este pragmatismo es lo que su electorado compra.
Él les pide su apoyo a cambio de que luego ellos puedan hacer lo que consideren con sus armas, sus religiones, sus empleados, sus todoterrenos y sus fiestas patrióticas.
Trump puede gastarse el dinero que quiera en lacas y fijadores de pelo para alargar su imponente flequillo, puede ponerse cremas bronceadoras, acostarse con quien quiera y decir lo que le dé la gana. Los congresistas del Partido Republicano lo arropan porque creen que a su vera vivirán mejor y este es el síntoma más claro de la decadencia y humillación de la democracia estadounidense.
En esta historia, como en todas las historias tontas, el malo es muy malo y el bueno es muy bueno. No hay matices y no creo que deba haberlos.
El presidente Joe Biden es el bueno y Donald Trump es el malo. Claro que Biden también manipula el lenguaje y lo utiliza para cuadrar políticas y decisiones difíciles de entender, como el vacío que ha dejado en Oriente Medio o el pulso comercial con Europa, su principal y ahora casi único aliado.
Pero Biden, como otros líderes en otras democracias, conserva, detrás de la retórica y las medias verdades, las ideas y los valores que sustentan al Estado y a la propia democracia. La gran diferencia entre Biden y Trump es que el actual presidente sabe que hay líneas rojas que no se pueden traspasar. Trump no entiende de estos límites.
Si Joe Biden gana la reelección del año próximo, la historia de Trump y Daniels pasará como pasó la de Clinton y Lewinsky. Si es así, la democracia estadounidense tendrá otra oportunidad para regenerarse. Sin embargo, si no lo consigue, si cae derrotado frente a Trump en noviembre del 2024, el futuro de Estados Unidos será más sombrío y autoritario.
La Vanguardia de España