El pasado 5 de marzo se cumplieron 70 años de la muerte de Josef Stalin. Las circunstancias de su fallecimiento siguen siendo un misterio; algunos, como su hija Svetlana Aliluyeva, se inclinaron por la teoría del envenenamiento por parte del ministro del interior, Laurenti Beria; otros defienden el derrame cerebral como causa de su muerte.
La hija de Stalin recuerda en sus memorias aquellos momentos. Entre enero y febrero de 1953, su padre hizo encarcelar a una buena parte de sus colaboradores más cercanos, entre ellos su médico personal, Vinográdov. Por ello, cuando el 1 de marzo el personal de la villa Kúntsevo, la dacha de Stalin, lo encontró inconsciente, nadie se atrevió a llamar a un médico. Tal como lo muestra la cáustica película La muerte de Stalin, el Gobierno se desplazó a la villa. Fue su ama de llaves, Butuzova, quien dio con el diagnóstico: un derrame. Pero Beria aseguró que Stalin sólo estaba durmiendo. “Cuando el 5 de marzo murió mi padre”, recuerda su hija, “y se lo llevaron para exponerlo de cuerpo presente, los que nos hallábamos en la villa recibimos una orden amenazadora de Beria: ¡silencio! El anuncio oficial del Gobierno presentó una mentira a la nación: ‘Stalin murió en sus habitaciones del Kremlin”.
Desde su muerte, la población rusa está dividida entre aquellos que creen que Stalin fue un político competente que convirtió a Rusia en una potencia mundial y los que lo aborrecen como dictador bajo cuya represión murieron entre 20 y 30 millones de personas. El presidente Vladímir Putin, a lo largo de sus 23 años en el poder (cerca ya de los 26 que estuvo Stalin), se ha esforzado en limpiar la imagen de su predecesor. Puesto que para los rusos la percepción de la importancia de su país en el escenario internacional resulta primordial, la idea de que Stalin fue un político hábil ha ido ganando terreno.
Una de las ambiciones del régimen de Putin es convertir a Stalin en símbolo de la victoria sobre la Alemania nazi. El actual presidente ruso usa la retórica de la lucha contra los “nazis” (en referencia a ucranios y occidentales) para establecer un paralelismo con la supremacía bélica soviética durante la II Guerra Mundial y conseguir así la conformidad del pueblo ruso respecto a la agresión a Ucrania. En las últimas semanas, se han erigido bustos y estatuas de Stalin en distintas ciudades. Como en Volgogrado, (llamada Stalingrado hasta 1961, cuando Jruschov, detractor del culto a Stalin, ordenó que se le devolviera su nombre original), donde se libró la batalla decisiva contra el ejército alemán. De esta manera, el discurso de Putin asocia la victoria sobre el nazismo a su propia imagen, la de quien continúa la gran obra nacional que Stalin inició.
Mientras Ucrania, Occidente y gran parte del mundo ven la actual guerra rusa contra Ucrania como la pervivencia de los métodos imperialistas estalinistas tras la II Guerra Mundial, y a Rusia como heredera de los métodos sangrientos soviéticos, esa no es la opinión de la mayoría de los rusos.
Este año, en una semana han coincidido la conmemoración de los 70 años de la muerte de Stalin, de su entierro y de las ocho décadas desde el final de la batalla de Stalingrado. En Moscú, más de 1.000 admiradores de Stalin se reunieron en la plaza Roja para llenar de flores la tumba del líder totalitario que se halla al pie del muro del Kremlin. Las voces disidentes, como en tantos otros asuntos, son minoría y están reprimidas. A lo largo de su prolongado mandato, Putin, con la aprobación de muchos de sus conciudadanos, ha represaliado a los historiadores que investigaban el gulag y la opresión estalinista, como hacía Memorial Internacional, la institución rusa que luchaba por conservar la memoria de las víctimas del terror de Stalin.
Según el Levada Center, el centro sociológico y de estadística ruso que hasta ahora ha logrado mantenerse independiente —y que se fundó durante la perestroika de Gorbachov, al igual que Memorial—, en 2018 el 51% de la población consideraba a Stalin como un político eficiente. Desde entonces, el porcentaje de aprobación se elevó al 70% de los habitantes, cuya mayoría describe al líder totalitario como un “político extraordinario” y justifica sus crímenes como “necesarios”. La guerra contra Ucrania aupó también la popularidad de Putin, que en febrero de este año alcanzó un 80%. De los resultados del centro Levada se puede concluir que cuantas más libertades ha recortado el presidente ruso y cuanta más represión ha puesto en marcha, mayor beneplácito en porcentaje ha conseguido él y su régimen.
Dicho todo esto, parece que el presente y el futuro inmediato de Rusia quedan nítidamente dibujados: mantener un estado policial cuyo objetivo principal es la grandeza de Rusia, cueste el sufrimiento que cueste, dentro y fuera. Y la mayoría de rusos asienten. (El País)
Escritora su última novela es Nos veíamos mejor en la oscuridad (Galaxia Gutenberg).