Fra Angelico, Mujeres ante la tumba vacía, 1439-1443. Museo de San Marco, Florencia
En su insuperable estudio La rama dorada, James Frazier notaba que la mayoría de las culturas antiguas tenían mitos de resurrección, leyendas en que un dios o un héroe muere y vuelve a la vida: los egipcios tenían a Osiris, los fenicios a Baal, los babilonios a Tammuz, los griegos a Dioniso. Estos mitos de muerte y resurrección están asociados a cultos de fertilidad y a la celebración del renacimiento y renovación de la naturaleza en la primavera. En cuanto a Dioniso, dios del vino y del teatro, Apolodoro en su Biblioteca mitológica y Eurípides en Las Bacantes cuentan que era hijo de Zeus y la mortal Semele. Ésta, llevada por la curiosidad, le pide a su amante que se muestre en todo su esplendor. Zeus no quiere, pero ante la insistencia de su amante, accede a complacerla. Semele cae fulminada ante la sola visión del dios, entonces Zeus se apresura a extraer el niño de su vientre y se lo cose en el muslo hasta que sea el tiempo de nacer. Por eso Dioniso es “el dios nacido dos veces”.
También entre los griegos, Orfeo pierde a su amada Eurídice y consigue que los dioses le permitan bajar al infierno a buscarla, eso sí, con la condición de no voltear a verla hasta que ambos hayan salido a la luz del sol. A medio camino Orfeo no soporta la curiosidad y voltea, y entonces la pierde para siempre. Entre los nuestros, la mitología wayúu cuenta una historia parecida: Ulépala es un joven que se enamora de una hermosa princesa wayúu, a la que rapta para hacerla su esposa. Un día marcha de cacería y en su ausencia la princesa muere. Al regresar, Ulépala se entera y se sume en una profunda tristeza. Esa noche, mientras llora y bebe chirrinche, aparece el fantasma de su princesa que ha vuelto de Jepira, la tierra de los guajiros muertos. Ambos se abrazan apasionadamente y Ulépala intenta poseerla, pero la princesa le advierte que entonces la perderá para siempre. Ulépala no hace caso y el fantasma en efecto se desvanece. Su semen derramado se convierte en unas mariposas blancas que se pierden en el cielo. Deseo, curiosidad y muerte. Los mitos parecen decirnos que hay cosas de las que es mejor no saber.
Durante años, críticos de la religión y la Biblia se dejaron llevar por esta explicación antropológica de la Resurrección de Jesús, asociándola a estos mitos de renovación y fecundidad de la naturaleza. Tales críticas han tratado de desmitificar el hecho, ofreciendo explicaciones naturalistas. Siguiendo la tesis de Frazier, en 1944 su amigo y colega de la Universidad de Oxford, C. S. Lewis (sí, sí, el mismo de Las crónicas de Narnia) escribió un ensayo titulado “Myth became fact”, algo así como “El mito se convirtió en realidad”. El argumento del ensayo es sencillo y complementa la tesis de Frazier: con el cristianismo, el viejo mito del dios que muere y resucita se convierte en realidad.
Fra Angelico, Mujeres ante la tumba vacía, 1439-1443. Museo de San Marco, Florencia
Es lo que se desprende de las mismas Escrituras, que son bastante claras. Marcos cuenta que “el primer día de la semana” María Magdalena, María la madre de Santiago y Salomé fueron a la tumba de Jesús para perfumar su cuerpo, pero encontraron el sepulcro abierto y la tumba vacía, entonces un ángel les dijo que había resucitado (Mc. 16, 1-8). Jesús se apareció primero a María Magdalena, quien corrió a contarles a los apóstoles, pero éstos no le creyeron (Mc. 16, 9). Algo parecido cuentan Juan y Lucas. Mateo, por su parte, dice que esa mañana se acercó a un grupo de mujeres (las “miróforas” de la tradición ortodoxa), “quienes tomaron sus pies y le adoraron” (Mt. 28, 9). Pablo recordará pocos años después que Jesús “fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras, que se apareció a Cefas (Pedro) y después a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se le apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles, y en último término se me apareció también a mí…” (1Co. 15, 3-8).
Lucas cuenta cómo Jesús acompañó a unos discípulos cuando se dirigían a Emaús (Lc. 24, 13-15) y que también se le apareció a Simón Pedro (Lc. 24 33-34), y Juan dice que se manifestó a un grupo de discípulos junto al mar de Tiberíades, entre ellos Simón Pedro y Tomás (Jn. 21, 2-1). Pero las apariciones de Jesús no se limitan a dejarse ver en un lugar y en un momento específicos, sino que suceden también en sitios públicos: en el huerto donde está el sepulcro, en el camino de Emaús, en el Cenáculo, a orillas del lago de Genezaret, sobre un cerro de Galilea. Asimismo Jesús interactúa con sus discípulos de las maneras más extraordinarias. Marcos recuerda que se les apareció a los once “y les echó en cara su incredulidad, al no haber creído a quienes le habían visto” (Mc. 16, 14), y Lucas dice que comió pescado asado con sus discípulos (Lc. 24, 41-42). A Tomás, que había dudado, le pide que toque con sus propias manos sus heridas, para que no sea “incrédulo sino creyente” (Jn. 20, 24-29). Según los Hechos de los apóstoles, Jesús siguió apareciéndose a sus discípulos durante cuarenta días (Hc. 1, 3) y Lucas describe su ascenso al cielo desde un lugar de Betania (Lc. 24, 50-51).
Según las Escrituras, Jesús no fue el único en resucitar ni el primero. También Elías clamó a Dios para que resucitara al hijo de la viuda de Sarepta (1Re. 17), el mismo Jesús resucitó a Lázaro (Jn. 11, 38-44) y después Pablo resucitó al niño Eutico, que había muerto al caer de un tercer piso (Hc. 20, 9-12). Sin embargo, todos ellos revivieron para volver a morir. Tampoco la Resurrección es el único milagro que obra Jesús, pero entre todos es el milagro, que había sido anunciado en el Antiguo Testamento (Dn. 12, 1; Is. 26, 19; Ez. 37, 1-14; 2Mac. 7, 9), que Él mismo anunció en repetidas ocasiones (Lc. 18, 34; Jn. 2, 19-22) y cuya historicidad es cuidadosamente reivindicada desde los primeros momentos del cristianismo. De este interés dan cuenta los Hechos de los Apóstoles, donde se cuenta cómo Pedro y Juan fueron encarcelados por anunciar la noticia. Los sacerdotes los amenazaron para que no la siguieran divulgando, pero ellos replicaron que “no podían dejar de decir lo que habían visto y oído” (Hc. 4, 1-22).
Que los apóstoles fueron conscientes desde el primer momento de la importancia fundamental de este hecho lo dice también Lucas, quien afirma que “los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (Hc. 4, 33), y Pablo, quizás el principal constructor de la doctrina, escribió apenas dos décadas después: “si se predica que Cristo ha resucitado entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos de ustedes que no existe la resurrección de los muertos? Si no existe la resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación y también vacía es nuestra fe” (1Co. 15, 12-14).
El misterio de la muerte y resurrección de Cristo continuó siendo el tema central de las reflexiones de los primeros Padres de la Iglesia. Ya desde el siglo I, Ignacio de Antioquía, en su Carta a los tralianos, se esforzaba por defender la historicidad de la resurrección de Jesús, al tiempo que Policarpo de Esmirna viajaba a Roma para hallar, junto con el papa Aniceto, la fecha adecuada para celebrar la Pascua de Resurrección. Un siglo después, Justino Mártir defenderá, desde la filosofía, la idea de la resurrección de los muertos. Será en el 325, en el Primer Concilio de Nicea, cuando la doctrina de la resurrección se convierta en dogma, al ser incluido en el llamado Credo niceno, que define los dogmas de la fe cristiana: “… que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó, se encarnó y se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, y subió al cielo…”. Este credo fue adoptado y ampliado por el Concilio de Constantinopla en el año 381.
Mariano Nava Contreras – Prodavinci