Antonio Pita: Karl Marx se tiraría de los pelos en Israel

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Es sabbat en Jerusalén. En la parte judía de la ciudad, casi todos los comercios están cerrados. Si uno necesita leche, harina o tomate con urgencia, no tiene otra opción que acudir a las tiendas de barrio, en las que cabe mucho más de lo que parece a primera vista y opera con toda crudeza la ley de oferta y demanda. El limón que quiero vale el triple de lo normal. Si me quejo, el tendero respondería algo así: ¿No te interesa? Busca un sitio cercano más barato. Ah, no, que están cerrados…

El motivo de esta carta, sin embargo, no es (aún) el limón, sino el pan, el queso o los huevos, cuyo precio sigue marcando el Estado. Israel es una de las poquísimas economías desarrolladas que determina cuánto paga el consumidor por una cesta básica de productos. Se trata de una herencia de los primeros años del Estado, creado en 1948 por judíos europeos que en bastantes casos conjugaban sionismo y socialismo. El laborismo gobernó ininterrumpidamente las primeras tres décadas y el segundo partido más votado en las primeras elecciones, Mapam, tenía como modelo a la URSS.

Hoy, Karl Marx se tiraría de los pelos en Israel. El país se ha convertido en una potencia económica —muy por encima de su tamaño y peso poblacional— orientada al exterior y con niveles de desigualdad similares a los de Estados Unidos: el 10% más rico cobra 19 veces más que el 50% más pobre. Y sus principales exportaciones no vienen precisamente de las cooperativas agrícolas, sino de la industria militar y la alta tecnología. Todo muy siglo XXI. El Estado, sin embargo, no ha dejado de fijar los precios de una veintena de productos básicos: sal, pan, huevos y lácteos. La lista se ha ido reduciendo con el paso de los años y hay bastante consenso entre los economistas en que la herramienta se usa para ganar votos y genera más problemas (opacidad, pérdida de competencia, presiones políticas…) de los que resuelve.

Pero ojo con lo que pasó en 2011. Tres años antes, el Ministerio de Economía dejó de regular el precio del cottage, un queso granulado muy popular, cuando rozaba los cinco séquels (1,3 euros al cambio actual). Fue tal la magia de la libre competencia que en 2011 ya costaba ocho. El 70% del mercado de los lácteos estaba en manos de Tnuva, una cooperativa nacida de las granjas colectivas que acababa de comprar un fondo de capital riesgo británico. Otras dos empresas, Tara y Strauss, se repartían el resto del pastel. Con una liberalización —iniciada en los ochenta— que enriqueció a unas pocas familias y unos aranceles a la importación de hasta el 100%, el oligopolio estaba servido.

La subida del precio motivó un exitoso boicoteo a Tnuva (las ventas del cottage cayeron hasta un 25%) y abrió la puerta a una acampada en Tel Aviv en protesta por el coste de la vida. Inspirada en parte por el 15-M español, se convirtió en la última gran movilización social del país, hasta las de este año por el controvertido proyecto de reforma judicial, que ha llegado a debilitar al séquel respecto al dólar a niveles inéditos desde 2019. Hoy, cinco grandes grupos controlan casi la mitad del mercado agroalimentario y un puñado marca de facto las reglas en las importaciones. A esto se suma el coste añadido de la certificación kosher, es decir, que el alimento cumple las normas judías. Israel es un país muy caro y, cuando se habla de la cesta de la compra, productores, distribuidores, intermediarios, vendedores y Gobierno se pasan la pelota.

Y aquí volvemos a nuestra tienda de barrio en sabbat. En los estantes, casualmente, suele haber solo leche enriquecida con vitaminas, huevos orgánicos o queso untable con aceitunas. Es decir, productos con extras que los dejan fuera de la cesta básica, lo que permite al vendedor estirar el margen de beneficio. El limón, por cierto, costaba el equivalente a dos euros.

 

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