Alirio Pérez Lo Presti: El café de “El Viento”

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Muchas veces en lo que llevo de vida he tenido la percepción de que las cosas buenas que me ocurren no me van a volver a pasar, como si lo bueno solo pudiese ocurrir una vez y la imposibilidad de que se repita estuviese siempre presente. Suele decir mi padre que existen trabajos de mi autoría que llevan como esencia “un ramalazo metafórico”, lo cual hace que el texto trascienda e invada emocional e intelectualmente a quien se sienta familiarizado con él.

Esta es la historia de cómo probé el mejor café de mi vida. Eran tiempos en los que a lomo de mula trabajaba como “médico rural” en distintos lugares de la geografía nacional. En esa ocasión me tocaba ir a pasar consulta en una aldea distante de la ciudad de Mérida llamada “El Viento” (Guaimaral). En vista de que el arzobispo iba a celebrar distintos actos religiosos como bautizos y bodas, la comunidad solicitó mi presencia para que simultáneamente, mientras un grupo de personas se ponía al día con el cumplimiento de los sacramentos, otro aprovechase y fuera a “chequearse” con el médico que llegaba sobre “una bestia”.

Algunas garrapatas se incrustaron en mi espalda y la enfermera, con amabilidad, me las sacó con pinza. Luego de una larga jornada de trabajo, en la cual tratamos desde niños con parasitosis hasta casos severos de patologías pulmonares, pasando por rigurosos asesoramientos en materia de prevención de embarazos no deseados, con indicación de anticonceptivos orales y colocación de dispositivos intrauterinos (DIU), el dueño de la casa en donde nos alojábamos me ofreció “un cafecito tinto”, me dijo que era de su propia cosecha, que él mismo lo había tostado y molido, y que apreciaría con generosidad si le decía con total sinceridad cómo me parecía la calidad del café.

En un pocillo de peltre bellamente adornado, tomé sorbo a sorbo un café como ninguno había probado antes. De buen cuerpo y profundo aroma, mis papilas y mi prominente y útil nariz me daban la oportunidad de disfrutar uno de los sabores más exquisitos que haya experimentado. Era el mejor café del mundo. El café de “El Viento”.

Como la vida da vueltas, seguí trabajando en numerosos lugares y viviendo situaciones inéditas a lo largo y ancho de Venezuela en carácter de médico. Seguí tomando café en forma casi legendaria, pero, muy a mi pesar, ninguno como el que una vez –y solo una– había probado en aquellas hermosas tierras de los Andes.

Pues bien, se dieron las circunstancias de que el grupo de personas que me había invitado a la localidad de “El Viento” (Guaimaral) lo hiciera por segunda vez al año siguiente. Pero esa vez las condiciones eran diferentes.

Un día gris y frío hacía contraste con el soleado y cálido del año anterior. Una tormenta eléctrica hizo su aparición luego de varios meses de sequía y el arzobispo no nos acompañaba en esa ocasión, así que la afluencia de pacientes era poca. Por las veredas corrían ríos de aguas que terminaban creando pozos de barro en los que la mula patinaba a veces.

Cuando llegué a “El Viento” volví a la casa de quienes me habían invitado y dado posada. Había un chiquero con siete cerdos que impregnaba el aire del ambiente. Imagino que la lluvia arreciaba la pestilencia. Igual hice mi trabajo y valoré niños con cuadros diarreicos y mujeres embarazadas que no habían recibido control prenatal. Incluso, y junto con la enfermera de la zona, pudimos practicar alguna cirugía menor.

Terminamos la faena y a pesar de que el número de personas no fue tan nutrido, nos ufanamos del trabajo realizado. Era ya cerca de la hora de cenar cuando el mismo hombre que me había ofrecido el mejor café que había tomado en mi vida un año antes comenzó a darme multiplicidad de razones por las cuales se había malogrado la cosecha de café… que el verano había sido muy recio, que apenas hasta ese día era que había llovido, que se vio forzado a comprar parte de la cosecha a un campesino de un sembradío cercano y que ese año la cosecha de café no había sido la misma. Igual me ofreció el café que tanto había elogiado el año anterior, pero con la hediondez que despedían los cerdos y la misma taza de peltre, pero mallugada por los golpes y los adornos casi borrados por el uso. Con un aire denso de humedad y malos olores, probé por segunda vez el cafecito.

La insólita presencia de infinitud de aromas (olores que impregnaba hasta el último rincón de mi nariz), que combinados estallaban en una espléndida y contrastante armonía, el placer de volver a tomar por segunda vez el mejor café del mundo me hizo olvidar que las circunstancias eran distintas, o tal vez porque las circunstancias eran diferentes, me pareció que esa vez el café era mejor que el primero, entonces caí en cuenta de que estaba bebiendo el mejor café que había probado en mi vida. De nuevo pensé en lo afortunado que era por experimentar esa vivencia.

Esa vez de manera mucho más relevante, pues era un placer repetido y, por consiguiente, “mucho más placentero”.

@perezlopresti

 

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