Así colapsan las democracias en América Latina

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Así es como las democracias colapsan. Veamos a América Latina

Este año ha sido tan inquietante como esclarecedor para las democracias latinoamericanas.

Los acontecimientos políticos en Perú y Brasil y las preocupantes tendencias en México y El Salvador son una advertencia de lo que ocurre cuando los sistemas de partidos colapsan y líderes contestatarios asumen el poder prometiendo acabar con la corrupción de la clase política.

Consideremos los acontecimientos recientes: Perú ha presenciado un descontento social generalizado y grandes protestas que exigen la dimisión de la presidenta. Brasil está tratando de domesticar a un movimiento de extrema derecha, cuya lealtad a la democracia es altamente cuestionable. Ese rechazo se puso de manifiesto el 8 de enero, cuando un grupo de simpatizantes de Jair Bolsonaro irrumpió en el Congreso, el Supremo Tribunal Federal y el palacio presidencial tras perder la reelección. En México, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha defendido una serie de medidas que el Congreso —dominado por su movimiento político— aprobó en febrero, destinadas a limitar al instituto electoral. Y, desde su llegada al poder en El Salvador, el presidente Nayib Bukele ha eliminado casi todos los pesos y contrapesos y ha declarado desde el año pasado un estado de emergencia que suspende varios derechos fundamentales.

Aunque cada uno de estos casos es muy distinto, todos ofrecen ejemplos de la amarga cosecha que la región está recogiendo como resultado de la propagación de una virulenta cepa de populismo en las últimas tres décadas. Esa cepa, arraigada en gran medida en la justificada exasperación de la ciudadanía frente a la corrupción, ha causado estragos en los sistemas de partidos y ha debilitado a las instituciones necesarias para luchar contra la corrupción y canalizar las demandas sociales en forma pacífica.

Al día de hoy, los resultados de todo ello son dolorosamente evidentes en Latinoamérica: la receta que ofrece el populismo anticorrupción se ha convertido en algo peor que la enfermedad que pretendía combatir.

La demolición de los partidos políticos y la elección de líderes mesiánicos para vengar la corrupción imperante no han funcionado. Solo han engendrado una mayor desconfianza en todas las instituciones, en particular aquellas destinadas a controlar el ejercicio del poder y procesar los conflictos sociales de manera sosegada. Como consecuencia de ello, la región está recogiendo una cosecha de reversión democrática, inestabilidad política y, sí, más corrupción.

Perú, en muchos sentidos, fue pionero en todo esto. El proceso comenzó en 1990 con el ascenso de Alberto Fujimori, quien tras llevar a cabo una campaña electoral contra las élites políticas y privilegiadas del país, se mantuvo en el poder durante una década. Años más tarde, el fenómeno cobró fuerza con la llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela. Desde entonces, diferentes versiones del populismo anticorrupción han aparecido en un país tras otro de la región.

La elección de Bolsonaro en 2018 no puede entenderse más que en la frenética atmósfera anticorrupción creada por el escándalo del caso Lava Jato, el enorme entramado para desviar fondos de la compañía petrolera estatal Petrobras hacia políticos y empresas de construcción con conexiones políticas. El caso condujo al encarcelamiento (y posterior liberación) de Luiz Inácio Lula da Silva, quien fuera presidente de 2003 a 2010, ahora nuevamente electo tras derrotar a Bolsonaro en las urnas.

Tampoco puede entenderse de otra manera el camino al poder de otras figuras que no eran parte de la clase gobernante y se postularon con la promesa de erradicar la corrupción de la clase dirigente, como López Obrador en México, Bukele en El Salvador o Rodrigo Chaves en Costa Rica.

El ascenso de los líderes populistas ajenos a la clase política no es solo un signo infalible de un sistema de partidos aquejado por graves problemas de credibilidad, sino también un poderoso acelerador del proceso. A estas alturas, en muchas democracias de la región, los sistemas de partidos prácticamente se han erosionado.

Durante las últimas dos décadas, Perú no ha tenido partidos estables, sino una rotación acelerada de líderes emergentes que disputan cuotas de poder cada vez más menguadas. Los dos candidatos que pasaron a la segunda ronda de la contienda presidencial en 2021 —Pedro Castillo y Keiko Fujimori— sumaron solo cerca de una tercera parte del total de los votos en la primera vuelta. Castillo ganó, pero fue sometido a un juicio político en diciembre pasado y remplazado por la vicepresidenta, Dina Boluarte, quien no pertenece a ningún partido político.

En Brasil, Lula se enfrenta a un Congreso compuesto por 21 partidos. Debería considerarse afortunado, pues durante el gobierno anterior su predecesor tuvo que lidiar con 30 partidos representados.

La grave debilidad de los sistemas de partidos convierte la construcción de mayorías legislativas y el ejercicio de gobierno en tareas extremadamente difíciles. El resultado casi inevitable es la proliferación de demandas sociales insatisfechas y niveles crecientes de desafección política. No es casual que, en muchos lugares de América Latina, la calle haya sustituido a las instituciones representativas como el escenario natural para transmitir demandas largamente reprimidas en busca de la mejora de los servicios públicos y la solución de las profundas desigualdades existentes.

Perú ejemplifica esta historia de manera clara: el país ha tenido seis presidentes desde 2016, y ha sufrido una implosión del orden público que ha provocado la muerte de al menos 48 civiles desde el inicio de las protestas en diciembre pasado.

La percepción de que la clase gobernante no es más que una camarilla interesada en su propio bienestar y que debe, por ello, ser eliminada de raíz, es uno de los principales combustibles del populismo en América Latina. El Barómetro de las Américas, una extensa encuesta que abarca a todo el continente americano, muestra que, en 2021, el 65 por ciento de los latinoamericanos creía que más de la mitad de todos los políticos eran corruptos, incluido el 88 por ciento de los encuestados en Perú y el 79 por ciento en Brasil. Del mismo modo, los partidos cuentan con la confianza de solo el 13 por ciento de los latinoamericanos y los congresos, del 20 por ciento, siendo Perú el país con los números más bajos de la región, según los datos de 2020 del Latinobarómetro, otra encuesta regional.

El colapso de los sistemas de partidos conduce a la aparición de actores mesiánicos que aceleran la erosión de la democracia bajo el pretexto de salvarla de su decadencia. Al igual que los populistas en todas partes, los que hoy pululan en América Latina sienten desprecio por las instituciones a las que consideran cómplices de una corrupción que solo ellos pueden enfrentar, como alguna vez lo dijo célebremente Donald Trump. Para los populistas, los pesos y contrapesos que definen a una democracia son lujos prescindibles o, peor aún, distorsiones que impiden que se escuche la voz del pueblo.

Esta es una receta peligrosa para la democracia y realmente terrible para quienes en forma genuina se preocupan por luchar contra la corrupción, que prolifera justamente donde el poder carece de contrapesos. América Latina necesita frenos y contrapesos y más Estado de derecho, no menos.

Sin embargo, en la última década, la calidad del Estado de derecho y la independencia judicial se estancó o deterioró en la gran mayoría de los países de la región, según datos del Banco Mundial, el Proyecto de Justicia Mundial, así como el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, la organización internacional de apoyo a la democracia que dirijo. Lo mismo se aplica para la libertad de prensa. Desde 2013, esta última disminuyó en 15 de los 18 países latinoamericanos, según los datos de Reporteros sin Fronteras.

No sorprende, pues, que a América Latina le vaya peor hoy que hace una década en lo que respecta a la lucha contra la corrupción. En 2013, Latinoamérica ocupaba el percentil 57,2 del mundo en control de la corrupción, según los indicadores de gobernabilidad del Banco Mundial. Para 2021, había caído al percentil 49,8. Esto coincide con los resultados de Brasil, El Salvador y México, donde el indicador descendió desde que los autoproclamados defensores de la lucha contra la corrupción llegaron al poder.

De manera involuntaria, López Obrador lo expresó mejor que nadie, en palabras que se aplican a gran parte de América Latina: “Continúa habiendo corrupción, pero ya no es lo mismo”. Tiene razón. No es lo mismo porque la rendición de cuentas, el escrutinio de la prensa y el Estado de derecho son más débiles que hace unos años.

Si los líderes políticos y las sociedades latinoamericanas realmente se toman en serio los graves problemas de corrupción que aquejan a la región, es urgente que salgan de este círculo vicioso. Lo que más se necesita es construir instituciones como partidos políticos sólidos, poderes judiciales independientes, autoridades electorales imparciales y fuertes protecciones legales para la libertad de prensa y el activismo cívico. En otras palabras, todo aquello contra lo que los populistas arremeten sin cesar.

Kevin Casas-Zamora, quien fue vicepresidente de Costa Rica, es secretario general del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA Internacional), con sede en Estocolmo.

 

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