Digo mal, porque cuando hablamos de especies en extinción, nos referimos sobre todo al reino animal y no a cosas o a instituciones como quiero hacer yo ahora. En mi artículo anterior, hablé de una de estas extinciones, el telégrafo y puedo seguir con otro obsoleto medio de comunicación, el correo, el más antiguo, que tuvo que existir en sus primitivas formas desde que el homo sapiens se puso en pie.
Quizás el primer correo fue simplemente un mensajero humano que corría de una comunidad a otra, llevando un recado de importancia. En tiempos de guerra tuvo que ser un oficio tan necesario como peligroso. Alguna vez fue sustituido, con sus limitaciones, por señales de humo, entre poblaciones cercanas o palomas mensajeras. Avanzado el tiempo ya hubo un correo de postas organizado, donde el mensajero a caballo, tenía estaciones establecidas para cambiar la montura cansada por una fresca o descansar él mismo. De ahí debe venir la palabra postal. Luego el transporte de correo se hizo en carruajes con pasajeros, tales las diligencias y sus aventuras tan conocidas en las películas de vaqueros. Siempre el correo para cartas, documentos o paquetes, necesitó un medio de transporte distinto de sí mismo, era -o es en el poco que queda hoy- un organismo o institución para recopilar y repartir la correspondencia entre ciudades y países. Trabaja con material completamente ajeno a sí mismo. Es un correveidile entre los usuarios emisores y receptores.
Según el país, el servicio de correos puede ser malo, regular o bueno. Por experiencia, conozco los dos extremos y en superlativo: el pésimo de Venezuela y el excelente de Francia. En nuestro país en mi época de adulta -no lo recuerdo durante mi infancia gomecista- el servicio de correo sólo tenía una parte buena: la heroicidad de los viejos carteros que a pie o en bicicleta, que debían desmontar en las numerosas cuestas de la ciudad capital, llevaban a nuestras casas religiosamente el correo, bajo el sol o bajo la lluvia, fieles cumplidores de su deber. Cuando los reemplazaron jóvenes, éstos botaban las cartas en las quebradas.
En la época del avión y el jet, una carta de Estados Unidos podía tardar un mes en llegar a nuestras manos. Fallaba la distribución en el organismo central; en cambio, poniendo allí una correspondencia para el extranjero, en pocos días llegaba a su destino. Registraban los empleados el material buscando algo de valor o simplemente bonito. Así perdí yo una estupenda foto de un guardia del palacio de Buckingham, en Londres, ¡con lo difícil que es tomársela! Entonces ni el revelado de las diapositivas ni las copias se hacían en Venezuela. Tal vez una empleada romántica, abrió el sobre destinado a mí y se quedó con la foto del joven y guapo guardia.
El correo urbano era prácticamente inexistente en Caracas. Uno mandaba una comunicación dentro del espacio capitalino y, si llegaba a su destino, era como si hubiera ido a lomo de morrocoy. ¡En cambio en París! Existía en los años 60 del siglo pasado, cuando viví largos meses allá, un correo urbano que llamaban *pneumatique. *Uno podía poner por la mañana una invitación para el mismo día en la tarde. La red era un sistema de tubos que empujaban el material a presión. Y si se trataba del correo normal, con buzones de recepción por todas partes, si ponía un sobre en uno, con equivocado porte de estampillas, al día siguiente lo tenía de vuelta a mi hotel. Semanalmente estaba perfectamente comunicada con mi familia en Caracas…, si ésta despachaba sus cartas desde la sede central del correo en la esquina de Carmelitas.
El correo como tal, con esta revolución galopante de la tecnología de los medios de comunicación, es un fósil para enterrar. Se siguen enviando cosas de un país a otro, pero por medio de compañías particulares.
Quisiera hablar de otra especie en extinción o ya momia: el carbón. En mi infancia había luz eléctrica y teléfono, pero no aparatos eléctricos en la casa: ni cocina, ni horno, ni calentador, ni plancha, ni refrigerador. El carbón era el rey y, por supuesto, las cerillas; había que encenderlo para fogones en la cocina y anafes en el lavandero, en éste se calentaban las planchas de hierro que luego dejaban la ropa impecablemente lisa. Las he visto después como adorno nostálgico en las elegantes salas de las casas de familia. El carbón ahora es de lujo para hacer parrillas. El humo de éste y de la leña daban un sabor especial a las viandas. De manera especial recuerdo los pan-de-hornos cocidos en leña.
Es bueno recordar que el carbón en el lavandero de las casas no era sólo para el calentamiento de las planchas de hierro, había también un fogón donde, en latas de manteca, ponían a hervir ropa. Se exigía mucha blancura a la ropa blanca y para eso había, en el patio del lavandero, el embostadero, que era como una tarima baja de cemento donde ponían al sol la ropa blanca -sábanas, manteles, camisas- con jabón y azulillo. Los puños y cuello de las camisas de hombre se almidonaban, lo mismo las servilletas de la mesa. Mucho trabajo tenían las lavanderas.
En cuanto a la refrigeración, a nuestro domicilio en El Paraíso, la Qta. Berenice, llegaba a diario un repartidor de hielo y dejaba una gran panela que se metía en una bonita caja de madera, forrada interiormente con zinc, que estaba en el comedor. Papá no era muy amigo de novedades y no fue sino después de la última casa que alquilamos en San José de Costa Rica, con nevera, que se enamoró de ésta y lo primero que hizo cuando llegamos a Barquisimeto, después del exilio, en 1941, fue comprar una. En la Venezuela de la época gomecista por supuesto que las había, recuerdo que hacían ruido y las llamaban frigidaire por la marca a la cual pertenecían.
Pido disculpas a mis lectores, si los hay, por este mirar hacia el pasado, que poco les puede interesar. Deben perdonar a una anciana cuya vida terrenal no está precisamente en el futuro. En la eternidad no habrá especies en extinción. Quien se está extinguiendo soy yo.