En ese emporio inmemorial acrecentado en una llanura inmensa, se dogmatizó el bramido del viento de la estepa, y todo crepúsculo matutino comenzó a hurgar en cada una de sus hipocondrías, y contemplar la supremacía teutónica sobre su cutícula aria.
Tras inconmensurables etapas del tiempo peregrino nació Berlín, en donde ya, a partir de este tiempo, resuenan las anotas del Ángel Azul y el diseño del arquitecto Walter Gropius, fundador de la escuela de la Bauhaus, tras la cenizas de Hitler bajo la luz alargada del Sacro Imperio Romano Germánico.
Así – más o menos – nos iba tarareando el guía que nos llevaba aquellos días casi en volandas sobre la ciudad, mientras marcaba sobre nuestros pasos los ensortijados recuerdos de una posguerra que había partido por la mitad la ciudad.
El 9 de noviembre de 1989, hacia las 11 y 15 minutos de la noche, centenares de personas acuden a los pasos fronterizos divisorios, y en tropel, cual si fueran una migración de aves en busca del calor del sur, avanzan desde la parte oriental y rompen a tramos el murallón que tanta sangre había sembrado.
Bien lo recordamos. Esa anochecida, Europa respiró aires frescos envueltos en una dulcificada esperanza
El Berlín que había nacido en los cafés de la ciudad y borrados a sangre por el nazismo, envolvía, al unísono, la palabra más sublime que parecía imposible exclamar: Libertad.
En la ciudad nos hospedamos en un hotel emblemático. El Bristol Hotel Kempinski, alzado en el paseo Kusfürstendamm. Existe desde 1897, y es un clásico.
Se le denomina hotel de la “guerra fría”. En él, políticos, periodistas, espías, artistas y mujeres refulgentes, crearon un ambiente de espionaje negro que aún perdura aunque la urbe, destruida por el bombardeo ruso, se reconstruyó en 1952, volviendo a recuperar su mejor esplendor.
En esa metrópoli antiquísima, levantada sobre una llanura inmensa – se siente el rugido del viento de la estepa – cada visitante puede escarbar sobre sus estructuras y describir sus nostalgias.
El antiguo Berlín imperial de Bismarck , el de los huesos carbonizados del Führer , es también la ciudad donde ondeó la bandera roja de Stalin, o el Berlín de las notas del “Ángel Azul”, esa “femme fatale”, representada como Lola por Marlene Dietrich, dirigida Von Sternberg.
La existencia de los berlineses en el pasado siglo XX, está estampada sobre la historia viva, y es la raíz de que los edificios vanguardistas y modernos, el cine, los teatros y la puerta de Brandeburgo, punto álgido donde comienzan el Oriente y el Occidente, sean el encanto de una metrópoli irresistible cuya razón hoy perpetúa el valor de Europa en su más amplia acepción.
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