Rodolfo Izaguirre: Pasó sin mirarme

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Molesto, abandoné aquel consultorio prometiéndome no volver nunca más. Estuve perturbado por un problema renal que me obligó a buscar auxilio en alguien competente y entré en el consultorio de una especialista que resultó ser una mujer altiva, terca y empecinadamente petulante y segura de sí misma. Una doctora orgullosa de sus dominantes conocimientos médicos que mantenía ocultos bajo su blanca bata médica.

Visitó y visionó con sus instrumentos de oficio los frijoles, es decir, mis dos asustados riñones y acusó a la Creatinina y a la falta de agua de ser culpables de mis quejas y dolores. Lo del agua lo entendí y acepté porque llevo algo más de 90 años bebiendo apenas sorbos de agua, pero mucha con sabor a whisky. Inesperadamente, la Creatinina como si fuera una malhumorada adolescente pasó a mi lado indiferente, sin verme y le pregunté a la doctora quién era esa chica que acababa de pasar sin mirarme. La doctora se sobresaltó y volteándose hacia mí, multiplicada en asombrado disgusto, preguntó con visible irritación: «¿Usted no sabe qué es o quién es la Creatinina?», y su mirada me aplastó y me disminuyó hasta que alcancé el tamaño de un gusano de cementerio.

Desapreció detrás del biombo o parabán que protege su privacidad de especialista y la de sus pacientes y reapareció disfrazada de Google. Entonces, señalándome con un dedo acusador, explicó muy académicamente que la Creatinina es un producto de desecho generado por los músculos como parte de la actividad diaria. Que normalmente los riñones la filtran de la sangre y la expulsan del cuerpo por la orina, pero cuando hay un problema con los riñones, ella se puede acumular en la sangre, se vuelve agresiva y peligrosa y sale menos por la orina. Mide el funcionamiento de los riñones y si es alta ocasiona pérdida de apetito, de peso e inflamaciones de pies y manos.

La especialista insistía en que yo y el mundo entero teníamos la obligación de saber qué es la Creatinina. Con relativa paciencia escuché la perorata de Google, pero en un determinado momento exploté porque sentí que aquella odiosa mujer me estaba humillando y la interrumpí con despiadado tono de voz: Doctora, «¿Usted sabe por qué James Joyce utiliza el monólogo interior en el Ulises?».

Vi con particular deleite que la universidad que la doctora mantenía con orgullo bajo la bata médica se convertía, no en un aula o paraninfo de sal como la bíblica mujer de Lot, sino en la roca viva de cualquier arrecife o escollo del mar. ¡Luego, toda aquella fortaleza de piedra se hizo pedazos! Sin salir de Dublín o de Trieste, Joyce desmoronó a la mujer que me estaba humillando en su consultorio.

No siendo médico o sujeto obsesionado por un órgano o célula del cuerpo, nada me obliga a conocer y a emocionarme con Creatinina, la chica descortés que pasó a mi lado sin saludarme. Ella aparece cuando debe aparecer y uno cumple o no con conocerla y con determinar el grado o nivel de amistad o de amenaza que arrastra consigo.

Puedo decir que creo conocer el monólogo interior de Joyce y escucho perfectamente la inaudible música que se esconde detrás de las palabras, pero sé perfectamente y me cuido de no interrumpir al astrónomo en su trabajo porque  es el único que sabe cuándo respiran los astros; el experto en bosques es quien descubre y nombra los miles de seres microscópicos que viven dentro de un metro cúbico de tierra y hojarasca sintiendo al mismo tiempo, con jubilosa exaltación, la poderosa respiración de los árboles y entiendo también, perfectamente, que la engreída especialista de los riñones viva familiarizada con la espantable descortesía de la Creatinina que ronda por el consultorio.

Yo soy mi propio aprendizaje y trato de enriquecerlo cada vez más, pero confieso que nunca he sentido deseo o interés por conocer y sostener amistad alguna con Creatinina y mucho menos incorporarme a la vida secreta de los alacranes o sumergirme en el silencio del mar.

Por eso le dije a la doctora que lo que ha ejercido poderosa influencia en mí no han sido los deshechos de mis músculos sino el misterio de la palabra porque mi única y prolongada batalla es proteger el espléndido cuerpo del lenguaje y los esfuerzos que hago son, justamente, para evitar que lo contamine algún taimado y perverso deshecho de esos que usted como médico conoce, enfrenta y combate.

 

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