Rodolfo Izaguirre. Son muchos

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Me encuentro agobiado y en desventura porque siento que estoy al borde del abismo y alguien detrás quiere empujarme para que me precipite al vacío. Sé que son muchos los alcaldes que dan órdenes a lo largo y ancho del país y no sé si hay algún otro que desee ofender a niños autistas que tratan de manifestar los resplandores de sus almas en atractivos murales que dan prueba de su espléndida imaginación. Si fuese al alcalde vociferante y primitivo el que le tocase hacer el mural lo haría con sus patas. Lo que me obliga a pisar suelo frágil y quebradizo es la magnitud de las sanciones impuestas al alcalde que ofendió a los niños: fue detenido en el acto, destituido, humillado y escarnecido públicamente. Me dio la impresión de que es un castigo similar al que el propio régimen cívico militar aplica a quienes tratamos de ejercer nuestro derecho a disentir. Es como si se representara la vieja comedia del tirano que se castiga a sí mismo frente al espejo y uno se pregunta: PSUV, ¿hay algo más?

No todos somos alcaldes, pero sí hay muchos compatriotas que desearían ofender física o verbalmente a quienes no son como ellos. Son altivos, vanidosos, prepotentes e impresentables y les basta saborear un trozo mínimo de poder para tratarnos como seres autistas independientemente de los méritos que tengamos como profesores de filosofía, industriales de éxito o intelectuales de prestigio.

No tengo que ir muy lejos porque tengo uno en mi propia familia. Un primo hermano tan tosco y neanderthaliensis que bastaba verlo cruzar la calle para saber que se trataba de un ser oscuro, áspero e ignorante que vive en la caverna. Una vez, a la salida del cine me vio y me invitó a tomar una cerveza. Mientras conversábamos fui anotando su edad. En materia cinematográfica era mucho mayor que los hermanos Lumière, tropezaba con los logogramas cuneiformes de los sumerios y respecto a la vida en sociedad no parecía conocer la rueda o el fuego y huía ante la presencia de los dinosaurios. Habría mandado a decapitar a los niños del mural, pero por fortuna nunca llegó a ser alcalde de ninguna parte y su cuerpo permanece enredado en las raíces de los que yacen en los cementerios.

Pero me acompañó ese día la desdicha porque lo encontré saliendo de la iglesia de San Francisco y al no más verme dijo: ¿Qué fue lo que le pasó, primo, que se casó con una bailarina? En efecto, una semana antes me había casado con Belén Lobo, bailarina clásica y luego de danza contemporánea y no con una cabaretera de anchas caderas y vida de calle como creía mi primo. No era el único. Cada vez que Belén tenía que ir a un consultorio el médico la trataba de usted, pero al saber que era bailarina comenzaba a tutearla. Mientras estuvo soltera, las fiestas se celebraban en casa de Belén, pero al casarse conmigo todo cambió y los amigos decían: ¡vamos casa de Rodolfo!

Conozco a una mujer del barrio, de precarios recursos y madre soltera que harta de los constantes maltratos físicos y verbales del macho con quien creía «vivir» se apersonó en la Fiscalía, buscó apoyo en las oficinas de Ayuda a la Mujer. Reunió numerosas firmas que confirmaban que el sujeto había abandonado la casita comprada a medias en el propio barrio, para irse detrás de una mujer de mal proceder. Obtuvo un documento legal que prohibía al prepotente marido ejercer violencia física o de palabra y mucho menos merodear la casa. Logró echarlo a la calle y puso nueva cerradura en la puerta. Hoy, el violento macho, hundido en su desgracia, es visto con feroz indiferencia por una comunidad que se alegra cuando ven pasar a su exmujer convertida en modelo de lo que debe ser una mujer dentro y fuera de cualquier barriada: una mujer de temple, inteligente y de firme personalidad. Resultaba evidente que no se trataba de una mujer de barrio sino de una mujer de urbanización. Hoy me asaltó el lastimoso recuerdo del primo de las cavernas arrastrando su propia ignominia cuando salía de la iglesia de San Francisco mientras era detenido y separado de su alcaldía otro prepotente y áspero macho acusado de ofender desde la arrogancia del poder a unos niños de alta sensibilidad. Pero me sigue asaltando el temor de que pueda surgir otro macho desalmado y autoritario capaz de hundir aún más mi propio desaliento.

 

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