Hay cuestiones que todo el mundo sabe –o intuye, al menos–, pero es prudente recalcarlas de vez en cuando para que no se diluyan entre humos de manipulaciones y mentiras. Una de esas realidades es que la ultraderecha (y cierta parte de la derecha supuestamente moderada) tiene el alma paraca, ha tenido actuaciones paracas, está vinculada a los más egregios líderes paracos y, lo más grave, tiene planes profundamente paracos, que esperan poner en práctica cuando tengan el poder en Venezuela.
No es un gran descubrimiento, pero, repito, vale la pena reflexionar y debatir sobre esto, en especial cuando la sinceridad de un sociópata como Salvatore Mancuso sale a relucir y se pone en evidencia lo que realmente ha pasado en Colombia durante los años en los que esa nación se nos ha vendido como una democracia ejemplar, a la que nosotros, depravados cavernícolas, debíamos tratar de imitar.
Partamos de esta idea, no vaya a ser que alguien –que nunca falta– diga que los secretos revelados por Mancuso ante la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) son un rollo de los colombianos, y que allá ellos con su manera aviesa y violenta de estar en este mundo.
No. Es muy pertinente meter el dedo en esa llaga (¡caramba, cuán precisa es la imagen en este caso!) porque esos individuos que hicieron esas barbaridades son amiguísimos, panísimas, convives, carnales, uña y sucio, pues, de algunos de los “líderes políticos” que pretenden ser gobierno en Venezuela.
Y han sido los cabecillas de esas orgías genocidas en el país vecino quienes han llevado la voz cantante contra la Venezuela bolivariana, empleando, de la forma más cínica, el argumento de la democracia y el respeto a los derechos humanos.
Son tan amigos los integrantes de esas dos pandillas que los colombianos se llevaron a vivir allá a varios de los venezolanos, montaron centros de operaciones, embajadas, campos de entrenamiento de mercenarios y hasta medios de comunicación supuestamente libres.
Política de Estado
Los relatos de Mancuso no dejan espacio para la duda: bajo la conducción de Álvaro Uribe y sus sucesores, se impuso en Colombia una política de Estado basada en el asesinato sistemático tanto de adversarios alzados en armas como de rivales políticos pacíficos y, más que nada, de inocentes pobres, todo ello utilizando organizaciones criminales indescriptiblemente sanguinarias.
Su catarsis ante la JEP fue muy parecida a las confesiones de Jhon Jairo Velásquez, «Popeye», sicario de Pablo Escobar, quien se sinceró cuando estaba moribundo. Y ese parecido no es casualidad, sino una muestra de que el paramilitarismo y el narcotráfico tienen la misma esencia, están ligados de manera indisoluble, el primero es uno de los brazos armados del segundo.
Pero, que nadie vaya a creer que esta política criminal fue solo una cuestión de Uribe y sus matones a sueldo, consecuencia de que el expresidente es un asesino serial que debería estar recluido en un hospital psiquiátrico. Quien quiera analizar este asunto con seriedad debe entender que esa ha sido desde antes la política de la oligarquía colombiana, la que hace reverencias, la que habla bonito en español y en inglés, la que viste ropajes elegantes, la que va a misa, y la que da la misa también, porque allí estuvieron (y están) los obispos impartiendo bendiciones. Lo que hizo Uribe fue llevarla al extremo del paroxismo asesino.
Mancuso, un jefe paramilitar, que fue extraditado a Estados Unidos, dejó con el trasero al aire a varios figurones de esa rancia oligarquía bogotana, incluyendo al exvicepresidente Francisco Santos, el conocido «Pacho», que no es precisamente el de la butifarra, el que había que buscar en Barranquilla cuando uno iba, con su costilla, a bailar en Carnaval (una vieja canción, perdonen los millennials), sino el de la familia dueña de El Tiempo, el diario que posa de tótem del buen periodismo y, como tal, siempre sus directivos nos quieren dar clases de libertad de prensa y de expresión a nosotros, los bárbaros comunicadores venezolanos.
Este Santos, primo del otro, el Premio Nobel de la Paz, le encomendó a Mancuso organizar uno de los frentes más siniestros del paramilitarismo (el llamado Bloque Capital), que al entrar en operación causó muerte y terror nada menos que en la capital colombiana y sus alrededores. Ese Santos es un sujeto tan patético, que el mismo Mancuso lo ha señalado –desde hace años, no ahora– como autor intelectual del asesinato del humorista Jaime Garzón. Y que conste que para mandar a matar a alguien como Garzón, un alma buena y un prodigio de fresca inteligencia, había que ser bien “juepú”, para decirlo en jerga de los vecinos.
Luego este mismo sujeto fue uno de los más activos agentes internacionales a favor de un golpe de Estado en Venezuela y de toda la patraña del gobierno encargado, eso sí, vestido de impoluto diplomático y blandiendo su condición de periodista.
[Sólo a título anecdótico, «el Pacho» llevó a Mancuso a El Tiempo a dictarles un taller a los editores y coordinadores. Cabe suponer que fue sobre cómo cortar con motosierra noticias demasiado largas o comprometedoras].
¿De quién son aliados?
Pero, subrayemos lo que nos toca más directamente: todos esos criminales (Uribe, los varios Santos, Iván Duque, Mancuso y los demás) son amigos del alma de los dirigentes de la oposición radical venezolana, en especial de los que protagonizaron el nefasto episodio del interinato.
Leopoldo López, Julio Borges, Juan Guaidó, Tomás Guanipa, Carlos Vecchio, David Smolansky y Freddy Guevara (para nombrar solo algunos) son admiradores y aspirantes a émulos de los políticos paracos de la nación hermana. Y si hablamos de María Corina Machado, ya hasta tiene el apoyo del famoso Matarife, así que no hacen falta más pruebas.
Esa cáfila de líderes cree que la solución para Venezuela es asumir la ruta colombiana de exterminio del enemigo mediante organizaciones paraestatales que puedan actuar al margen de la ley, de los derechos humanos y de todo lo demás que los políticos bien vestidos y perfumados proclaman en sus discursos.
No se trata solo de que lo crean. Han intentado poner en marcha ese tipo de acciones desde principios de siglo, cuando incluso importaron paramilitares para desarrollar una operación en la mismísima Caracas y contra el comandante Hugo Chávez. El ya mencionado “cantante” Mancuso dijo que, incluso, los muy demócratas opositores venezolanos, quisieron convencerlos de participar en el magnicidio de Chávez.
Luego, coleccionaron una ristra de tentativas también muy del estilo paraco, con las guarimbas de 2004, 2014 y 2017; el magnicidio fallido de 2018; los intentos de invasión desde Colombia de 2019 y 2020 y las siempre orquestadas acciones de las megabandas y los “trenes” en Caracas y zonas estratégicas.
Esto se los digo, principalmente, a los pocos lectores rabiosamente escuálidos, pero de buena fe, que pueda tener este texto (uno nunca sabe): la “democracia” que dicen defender estos dirigentes opositores venezolanos es un sistema muy parecido al que implantó Uribe en Colombia durante dos décadas, fundamentado en el asesinato masivo, las fosas comunes, los desplazamientos forzosos de campesinos, los falsos positivos y el funcionamiento de brazos armados ilegales que hagan el trabajo más sucio.
Y, tal como ocurrió por aquellos lares, esa política de “mano dura” (uno de los eufemismos favoritos de la prensa cómplice) pareciera ser, al principio, una justa aplicación de la Ley del Talión contra “los violentos”, que en ese relato siempre son los otros. Sin embargo, semejante aberración deriva sin dificultades en el reinado del terror y quienes pagan las consecuencias son más que nada los inocentes, los excluidos, los pobres, los que no tienen quien los defienda.
Aunque sea demasiado machacón, hay que repetirlo: esos señores que mataban gente casi por diversión, que arrojaban los cadáveres al río, los incineraban en hornos de una fábrica de ladrillos o los enterraban en fosas comunes de aquel o de este lado de la frontera; esos que mataban a muchachos pobres de los campos o de los barrios y luego los vestían con uniforme de la guerrilla para inflar sus estadísticas de “seguridad”, quedar bien con los gringos y cobrarles a los empresarios y ganaderos; esos que llevaban a las víctimas casas de pique, para trocear los cadáveres… ¡Esos! son los amigos, los aliados, los ídolos de esta ultraderecha venezolana y de buena parte de la derecha no necesariamente ultra.
Colofón sobre una historia que se repite
Ya que hablamos de asuntos colombo-venezolanos, vamos a lucubrar sobre de qué color es la «revolución» que Estados Unidos y las élites neogranadinas intentarán contra Gustavo Petro. Sólo eso (el color) falta porque, por lo demás, todo indica que, más pronto que tarde, vendrán con todo por su cabeza.
Las señales son inequívocas, en particular por el parecido con ciertos acontecimientos ya ocurridos en otros países, incluyendo el nuestro. Esas repentinas manifestaciones de policías y militares retirados se asemejan demasiado a los shows tipo plaza Altamira o a la rebelión contra Rafael Correa. Esas bravatas del fiscal general hacen pensar en Luisa Ortega Díaz (acogida por allá, dicho sea de paso, aunque sin los resultados que ella esperaba). Esas movilizaciones de la “sociedad civil”, son casi idénticas a las marchas de doñitas (y doñitos) de El Cafetal que salieron a defender a sus hijos del inminente adoctrinamiento comunista. Y esas campañas mediáticas contra el presidente “se parecen igualitas” a las que acá hemos tenido durante ya casi un cuarto de siglo.
Entonces, aunque todavía no se sabe cómo se desarrollará la movida, se puede anticipar que será interesantísimo apreciar el tenor de la respuesta de Petro y de su equipo (en particular, la de Francia Márquez) cuando les hayan aplicado el ácido.
Será esa la oportunidad para saber de qué está hecho Petro porque, como dijo Aristóbulo Istúriz, cuando fue alcalde de Caracas: «No es lo mismo exigir agua que dar agua». Parafraseándolo, digamos que no es lo mismo disertar, desde la teoría, sobre cómo debe comportarse ante sus adversarios un gobierno democrático de izquierda, que hacerlo en la práctica, sobre todo cuando esos adversarios te tiran a matar (frase que en Colombia tiene, casi siempre, un sentido literal).
Personalmente, tengo el pálpito de que Petro tendrá una conducta digna, ejemplar e inteligente. Me parece que ha dado muestras de ello en estos meses de gobierno, cuando apenas le ha correspondido enfrentar las escaramuzas de calentamiento de unas temibles fuerzas reaccionarias.
Ojalá que acierte en su respuesta, por el bien de Colombia y de toda Nuestra América.