¿Por qué es Chile el laboratorio político y el barómetro del mundo latinoamericano? Todo lo que allí ocurre acaba pasando en los países vecinos del continente. En Europa también le prestamos una atención incesante, mientras que las naciones vecinas nos parecen exóticas y nos dejan indiferentes. Pero no Chile. Es cierto que la política chilena suele deleitarse con los extremos: la izquierda está más a la izquierda que en otros lugares, y la derecha más a la derecha.
Nadie recuerda los nombres de los dictadores de Brasil o Paraguay, y difícilmente de Argentina, pero Pinochet es inolvidable. El cóctel de represión política y liberalismo económico fue administrado por todos los dictadores sudamericanos en la década de 1970. Sin embargo, el de Pinochet es el único que ha marcado una época. También, tradicionalmente, desde hace más de un siglo, el Partido Comunista de Chile ha sido el más poderoso del continente, el más cercano a la Unión Soviética y el más próximo a tomar el poder con el Gobierno de Salvador Allende.
¿Por qué este extremismo? Puede que sea por la composición social del país. En la década de 1930, los recursos minerales facilitaron la aparición tanto de una oligarquía como de un movimiento obrero estructurado. Quizás el reinado de la pequeña propiedad agrícola y acuífera fue el origen de una clase media de tendencia conservadora. Al evaporarse el comunismo, tomó el relevo una extrema izquierda que recogió todas las reivindicaciones, especialmente las de los indígenas marginados, el pueblo mapuche. Todo lo anterior no es más que una hipótesis y un esbozo de respuesta a la pregunta de «por qué Chile».
Este interrogante se plantea una vez más a raíz del rotundo fracaso del presidente Gabriel Boric y la izquierda en el poder. Para los que no han seguido el culebrón, recordemos que, en 2019, Sebastián Piñera, presidente auténticamente liberal, se enfrentó a una rebelión de las clases medias de la capital, contrarias al aumento de los precios de los servicios públicos. Para calmar el creciente malestar urbano, Piñera, de acuerdo con los partidos de la oposición, propuso dotar al país de una nueva Constitución. Esto habría borrado los últimos vestigios de la era de Pinochet, que todavía otorgaba un lugar privilegiado al Ejército.
El pueblo nombró una Asamblea Constituyente de 150 miembros, que no tenían la menor idea de lo que es una Constitución. Los grupos de defensa de todas las causas de izquierda, como resultado de su movilización, suponían la mayoría y dieron a luz a un texto de 388 artículos en el que se reconocían todos los derechos exigidos por todas las minorías. Este proyecto barroco, que prometía felicidad a todos, incluidos los animales, a condición de que fueran ‘diferentes’, habría hecho de Chile un estado «plurinacional, intercultural y ecológico».
Los mapuches recuperarían una tercera parte del país en nombre de sus derechos ancestrales. Cuando periodistas y politólogos chilenos me consultaron en aquel momento, señalé que las mejores constituciones son las más cortas y que su única función -esencial- es definir las reglas del juego de la democracia, no el resultado del encuentro. En 2022, el 52 por ciento de los chilenos rechazó sabiamente esta Constitución, que no era una Constitución.
Lo mejor hubiera sido detenerse ahí, ya que la Constitución anterior, aunque fechada en la época de Pinochet, no había impedido la alternancia en el poder de socialistas, demócratas cristianos y liberales. Pero el presidente Boric, incapaz de admitir su primer fracaso, acaba de regalarse un segundo. Tras convocar una nueva Asamblea Constituyente de 50 miembros, número más razonable, los votantes asignaron solo 17 escaños a la izquierda, frente a 22 al Partido Republicano y 11 a Chile Seguro, el partido de la derecha conservadora.
El Partido Republicano, que es el primer partido en Chile, fue inmediatamente tildado de extrema derecha por los medios de comunicación de todo el mundo, lo que no significa nada.Es mejor pensar que los chilenos, que han rechazado la extrema izquierda de Boric, creen que al país no le va tan mal. Es cierto que sigue habiendo inmensas zonas de pobreza, que los indígenas mapuches están marginados, y que las escuelas y los hospitales públicos están abandonados. Todo esto exige reformas que los gobiernos socialistas en el poder (en particular Bachelet) podrían haber realizado, pero lo único que han hecho es lucirse en el escenario internacional.
Esta misma izquierda también debería decir, aunque nunca lo hará, que los abusos de Pinochet fueron inexcusables, pero que Allende no fue un santo y que el tiempo ha pasado.Desde la restauración de la democracia, Chile ha sido reconocido -fuera de Chile- como un éxito económico y político notable, evidentemente imperfecto. Aunque el sistema de pensiones en Chile, diseñado durante la era de Pinochet, es -en parte- capitalista, su éxito se estudia en todo el mundo. En definitiva, sería deseable que a más chilenos les gustara Chile. Sobre todo, sería deseable que esta vez la nueva Asamblea Constituyente produjera no 388 reivindicaciones, sino una decena de artículos que permitieran a los futuros parlamentos tomar en consideración los derechos de la naturaleza, pero también los de la humanidad.