La primera acción firme de Washington contra el gobierno bolivariano se concretó en 2006. Prohibió que se le vendieran armas y equipos militares. Los lazos con La Habana y sus relaciones oficiosas con la guerrilla colombiana, le hizo percibir a la Casa Blanca que Venezuela tenía poca voluntad de cooperar en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico.
En 2017 nadie –ni fuera ni dentro de Venezuela, mucho menos el gobierno– tenía información confiable sobre la situación económica del país. Con los pocos datos disponibles se estimaba que desde 2014 hasta 2016 el PIB real había disminuido en un 24,3% y que la tasa anual de la inflación entre enero y agosto fue entre 758% y 1.350%. Tampoco nadie sabía cómo esas cifras se reflejaban en la vida diaria de los venezolanos, salvo las víctimas, que escarbaban entre la basura buscando algo que comer.
En sus más de diez años en el poder, Nicolás Maduro ha ajustado los salarios 32 veces, pero en todas las ocasiones el trabajador ha quedado con una menor capacidad de compra, ninguna de endeudamiento y con dificultades para llegar a fin de mes. Los desequilibrios son espantosos. Para cubrir la cesta básica alimentaria se necesitan hasta 20 salarios mínimos.
El sueldo mínimo, en junio de 2022, solo alcanzaba para adquirir 5% de los alimentos, imposible de cubrir sin un milagro. El valor de la canasta básica alimentaria se ubica en 477,52 dólares, pero el salario que fijó Maduro equivale a 23,76 dólares. La comunidad internacional se sorprendió, pero no salió de Babia. Ni preguntó cuánto han perdido los niños venezolanos de peso y talla. Esa cotidianidad no escandaliza a los influencers progresistas que visitan Caracas y se hartan en MacDonald’s.
Chávez se negó a jurar sobre la Constitución
Lo mismo ocurrió con el autoritarismo que se instaló en Venezuela desde el mismo instante en que el teniente coronel Hugo Chávez se negó a jurar sobre “una Constitución moribunda”. Ninguno allí presentes –parlamentarios, representantes de los poderes públicos, constitucionalistas– ni ningún soldado patriota alzó la voz contra la ilegalidad del acto. Nadie se escandalizó. Ni fuera ni dentro, lo tomaron como otra excentricidad.
Desde enero de 1999 hasta esta mañana que amanecimos sin electricidad como todo el centro costero del país, la situación venezolana no ha dejado de resquebrajarse, de empeorar. Han tenido más éxito las extravagancias y divertimentos de los amigotes de Ali Babá que gobiernan que el sufrimiento y el grave deterioro fisiológico de la población. Desnutrición. Hambre. Falta de medicinas. Represión. Tortura. Ausencia de justicia. Muerte.
Venezuela con sus 7 millones de migrantes a la deriva ha sido un tema de conversación tan recurrido como el “Aunque usted no lo crea” de Ripley o un inventario temerario de los récords Guinness. Hasta ahí, nada de acciones concretas. Y mire usted que había señales para preocuparse. La impasibilidad de la comunidad internacional ante desafueros inadmisibles y descalabros imperdonables la pagaron con su vida los más indefensos, particularmente los niños.
Sordos a las palabras y ciegos a los hechos
Un embajador de Washington en Caracas ante los alarmantes desatinos que anunciaba Chávez llegó a declararle a los periodista que se fijaran en los hechos y no en las palabras. Y los hechos fueron varias veces peores que la verborragia. En las horas más difíciles del deslave de Vargas en 1999, rechazó la ayuda estadounidense que venía en camino con hospitales de campaña, maquinaria especial, alimentos, médicos y experiencia en ese tipo de tragedia natural. Nadie sacó la cuenta de cuántos se habrían salvado si los muchachos del Tío Sam echan una mano.
Los cálculos sí los hicieron en agosto 2017 cuando la Casa Blanca dejó de saltar de rama en rama y por primera vez impuso sanciones financieras contra el gobierno de Nicolás Maduro. Prohibió las negociaciones sobre nuevas emisiones de deuda y de bonos tanto del gobierno como de Pdvsa, además del pago de dividendos al gobierno de Venezuela. Era evidente el chanchullo presente en las cuentas fiscales desde los tiempos en que era normal que la enfermera de Chávez dejara de ponerle inyecciones de vitamina B y se encargara del Tesoro de la República, pero sus trapisondas no afectaban a los tenedores de bonos sobrevaluados de Pdvsa o de la República.
La razones de las sanciones quedaron expuestas en tres líneas de un escueto comunicado de prensa: «La dictadura de Maduro sigue privando al pueblo de Venezuela de alimentos y medicinas, encarcelando a los miembros de la oposición que fueron elegidos democráticamente y reprimiendo en forma violenta la libertad de expresión».
No habían transcurrido dos años de las medidas cuando dos expertos economistas del Center for Economic and Policy Research, Mark Weisbrot y Jeffrey Sachs, publicaron su paper “contra el castigo colectivo” que significaban las medidas estadounidenses: “Las sanciones redujeron la ingesta calórica de la gente, aumentaron las enfermedades y la mortalidad (tanto de adultos como de bebés) y desplazaron a millones de venezolanos que huyeron del país como resultado del empeoramiento de la depresión económica y la hiperinflación […] Las sanciones han infligido daños muy graves a la vida y la salud de las personas, incluidas más de 40.000 muertes entre 2017 y 2018”.
El régimen de Maduro encendió los altoparlantes del progresismo alrededor del planeta, bots e influencers incluidos, para que se hicieran eco del paper que “demostraba el carácter inhumano de las sanciones”. Todos repetían el mismo estribillo. El levantamiento de las medidas que infligían tanto dolor al pueblo. En Europa, más sensible del oído izquierdo, no pocos llamaron al comedimiento, a no exagerar con las sanciones.
Los “teóricos” e invitados recurrentes a los programas televisivos citaban hasta a Barack Obama para reforzar su planteamiento de que las sanciones no funcionan y ponían como ejemplo los casos de Cuba, Irán, Corea del Norte, Rusia, que tras décadas de “bloqueos” mantienen su régimen de gobierno intacto, mientras el pueblo sufre todas las calamidades.
Equipo de Investigación de El Nacional