Sean Connery fue mi Bond favorito
Puestos a imaginar, imaginen que estás en casa dándole a la tecla, y llega la visita. Buenos días, caballero —ahora todos somos caballeros—, venimos a ver si le interesa escribir el guion de la nueva película de Bond, James Bond. Y le vamos a pagar una pasta. Así que, interesado en lo de la pasta, los haces pasar, les sirves un café y te sientas a discutir los términos del asunto. La verdad es que me apetece, dices, pues siempre me gustó mucho, tanto en las novelas como en las películas, ese toque de chulería masculina, marca de la casa y del personaje, que tan bien encarnaron Sean Connery —mi favorito— y Pierce Brosnan, incluso Daniel Craig en Casino Royale, pero que parece perderse en las más recientes películas. Porque en la última, con el oso de peluche y las lágrimas y tal, al amigo Bond se le ve un poquito moñas.
Es lo que dices, más o menos. Y en ese punto te mosquea que tus visitantes hayan cambiado una mirada de inquietud. Bueno —dice uno—, en realidad de lo que se trata es precisamente de eso. De adaptar a 007 a los tiempos que corren. Hacerlo más de ahora, más natural. Más trendy. Al escucharlo, desconcertado, alzas un dedo objetor. Disculpen, dices, pero lo natural es que Bond sea un asesino, un mujeriego y un hijo de puta con ático, piscina y balcones a la calle, como lo concibió su autor. Un tipo peligroso y duro, y eso es lo que en él buscan sus seguidores, entre los que me cuento desde hace sesenta años. ¿Me explico?
Temo haberme explicado demasiado bien, pues mis interlocutores se sobresaltan al unísono. Creo, apunta uno —son dos, paritarios, hombre y mujer—, que no capta el fondo de la cuestión. Se trata de desmontar a James Bond y hacerlo más asequible. ¿A quién?, pregunto. Y la señora, o como se diga ahora, responde que al público actual. A las nuevas exigencias. ¿Por ejemplo?, inquiero de nuevo. A la destrucción de los clichés heteropatriarcales, es la respuesta. Pero resulta que James Bond es así, respondo. Ian Fleming, su autor, lo concibió como un cliché heteropatriarcal con pistola y ciruelo siempre en activo. Es Cero Cero Siete, rediós. Si no, sería otro: 003, 010 o 091. ¿Por qué en vez de manipularlo no se inventan otro agente secreto y dejan a ése en paz, tal como a sus lectores y espectadores nos gusta que sea?
Imposible, responde el varón del binomio. El famoso 007 es lo que la gente pide. A eso respondo que James Bond es famoso justo por ser lo que es. Pero la sociedad actual —replica la otra— reclama nuevos enfoques: odres nuevos para vinos viejos. Pero eso ni es vino ni es nada, opongo; es un producto aguado e insípido, un fraude y una traición al personaje. Pero la pava hace como que no me oye. Incluso, prosigue impertérrita, queremos que el nuevo James Bond, en la próxima película, deje de vestir smoking y otras prendas clasistas, abandone su afición al juego y los casinos —su perniciosa ludopatía, precisa el acompañante—, se desplace en vehículo eléctrico no contaminante, tenga inquietudes ecológicas y deje de matar y practicar el sexo.
Levanto una mano adversativa. A ver, digo. Explíquenme eso. ¿Cómo que deje de matar y practicar el sexo? Estamos hablando de Bond, James Bond. Matar a la gente es su actividad profesional pública y picar el billete a señoras estupendas es su actividad personal privada. Es que lo de matar —señala mi interlocutor varón— es un acto reprobable que degrada al personaje. Y lo de las señoras estupendas, añade, término que consideramos machista y misógino, tampoco es aconsejable. Queremos que el sexo desaparezca del personaje, por las connotaciones de agresión que su práctica implica. Y que el concepto general sea de género fluido, ni carne ni pescado, ni vela ni vapor. Algo transversal, confirma la otra: transpuesto, transitivo, translatorio, transatlántico. Algo, lo que sea, que lleve el prefijo trans. Eso es lo deseable, aunque no excluimos la ilusionante posibilidad de una James Bond mujer: una Cera Cera Sieta. O un hombre elegetebeí, se apresura a apostillar el otro al ver la cara que pongo. Y a ser posible, apunta su prójima, afroamericano de color. O afroamericana.
Me los quedo mirando diez segundos mientras digiero aquello. ¿O sea —respondo cuando recobro el habla—, un James Bond de personalidad fluida, negro, pacifista, ecologista, gay, vestido por Ágatha Ruiz de la Prada y que se desplaza en patinete? Mis interlocutores se miran. Es una forma de resumirlo muy desagradable, dice uno. Incluso fascista, añade la otra mientras se levantan. Nos decepciona usted, señor Reverte. Igual resulta que no es la persona adecuada.