Estos días finales de mayo en la Valencia mediterránea en que moramos ahora, hemos efectuado una revisión de nuestros escritores de cabecera más cercamos, y también más afines a los sentimientos que nos envuelven, llevando al diván de nuestras duermevelas al egipcio Naguib Mahfuz.
El asociado de nuestras lecturas orientales, el Charles Dickens de los cafés de El Cairo, nos invitó entre alucinaciones a dar un paseo apenas levantadas las brumas del río Nilo.
Franquear de una calle a otra entre una suave brisa en desbandada, es cruzar la historia de Egipto. Mahfuz lo señaló en sus relatos al describir los viejos barrios de El Ghuriya, El Gamaliyya, o el del mercado de Khan el Khalili.
El Cairo que yo amo – señalaba en sus libros “Palacio del Deseo” o “Entre dos Palacios”, “son zonas que siguen existiendo hoy con distinto nombre”.
Travesías colmadas de supervivencia, mientras sus nativos similares a los que envuelven en sus páginas, representan con dignidad a esos barrios tan amadas por él.
En “Al Qahira” (El Cairo árabe), se acaricia en primavera, al cruzar por sus callecitas, los perfumes de los naranjos, sicomoros, palmeras, limoneros, guayabos o flores de jazmín, los mismos olores cuyas esencias se pueden comprar en los bazares y mercados, con nombres sugestivos como “Noches del Desierto” o “Sueños de Cleopatra”.
En la ciudad de las inmortales pirámides, mientras se saborea un “karkadé” – bebida extraída de una planta servida en invierno caliente y en verano fría – el andariego se percata que sus habitantes llegan a las cafés con el deseo de fumar en la particular pipa de agua llamada shisha.
En otro paseo, mucho antes de llegar al Valle de Giza, comienzan a surgir los espejismos enigmáticos: las pirámides. Bajo la irradiación tornasolada de la tarde, un guía recuerda el conocido proverbio: “Todo el mundo teme al tiempo, pero éste únicamente a las pirámides”.
Mirando aquella grandeza, uno comprende en su magnitud, como un pueblo llegó a vencer a la muerte por encima de las tumbas.
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