Hubo un tiempo lejano en que hemos caminado muy despacio hacia el Sur. Lo hacíamos ilusionados al encuentro de Jorge Luís Borges, pretendiendo saber en qué idioma escribía el ciego de Rivadavia los pesares recónditos de su pueblo.
Un impresor rioplatense de la calle Lavalle, viéndome perdido y algo estremecido, me apuntaló para calmar el repelente de mi ansia:
“En el Sur no hay letras ni palabras, pibe, solamente viento furioso y anhelos inconmensurables”.
No habló de sangre, eso lo intuí.
La misma tarde de nuestra llegada la encontré convertida en dolencia solidificada en la Plaza de Mayo, frente a “La Casa Rosada”, donde todos los mandamases adularon, mintieron y puncionaron con saña a su pueblo.
Allí, a la sombra del malva y el añil, el pardo amargo y el gris abatido, un puñado de mujeres rezaba un interminable rosario arrodilladas sobre el césped frente a la llama perpetua en honor del General San Martín.
Viendo esa escena, comprendí la razón de que Buenos Aires fuera, aún en los momentos más aciagos, inmortal como la lluvia y el aire.
En un zaguán, una viejecita de ojos hundidos, entretejidos de sueños, me entregó una hoja de papel humedecido donde se narraban historias aterradoras de niños desaparecidos, mujeres lanzadas al Río de la Plata desde helicópteros y hombres torturados con perros amaestrados que los iban despedazando con saña.
– Tome, llévese esta hojarasca consigo para no hacer la amargura olvido.
Recordé los versos del poeta Andrés Eloy Blanco en el que cuenta cómo a las madres todos los años se les muere un hijo, y creí ver en ella la lobreguez de la loca Luz Caraballo en los páramos de los Andes merideños, contando con sus deditos ateridos de frío, cada uno de los seres de sus entrañas disipadosen brumas lechosas.
Lo rememoro aún hoy: la ciudad de Buenos Aires tenía esa atardecida la melancolía de una pasión cuando pierde el último tren de la ternura, una frustración sin contornos y un dolor insondable truncado y convertido en carcoma.
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