Rebeca Figueredo: Manuela Sáenz después de Bolívar

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Luego de la angustiante y triste muerte de Simón Bolívar, en medio de su dolor Manuela intentará sin éxito suicidarse, haciéndose picar por una serpiente, sin embargo una vez más la célebre quiteña se levantará y seguirá luchando con osadía y valor por mantener los ideales de Bolívar desde su recuerdo, en Bogotá conspirará en contra del gobierno y una serie de sucesos la llevará a la cárcel por un tiempo, se enfrentará al desprecio, a la denigración, a las calumnias, a las denuncias y la convertirá en una mujer sin patria a través del destierro.

En 1834 se le ordena el abandono del territorio de la nación con un plazo de 13 días, el día pautado finge una enfermedad, en su casa se presenta el alcalde ordinario con una comitiva, le ordenan que se vista y se ponga en camino junto a sus criadas que también arman un alboroto, Manuela enfurecida agarra su pistola y amenaza con matar al que se le acerque, el alcalde se va pero vuelve más tarde con refuerzos, la desarma, la viste, la amarran a una silla de manos y la encierran en la cárcel.

Ocho presidiarios y diez soldados, más el alcalde y el alguacil, fueron necesarios para apresar a la quiteña y sus dos negras.

Fuertemente custodiada al día siguiente emprende un viaje en silla de manos con rumbo al barco que partiría desde Cartagena y es así como expulsada de Colombia y con sus bienes confiscados llega a Jamaica y durante un año gestionará y obtendrá un salvoconducto para entrar a su tierra natal pero una vez más estando próxima a llegar a Quito es expulsada, con ayuda logra el exilio en Paita: un pequeño puerto en la costa peruana, llega a finales de 1835 junto a sus inseparables Nathán y Jonatás que desde niñas siempre la acompañaron y con un cofre lleno de documentos y cartas que hacían parte del archivo personal de Bolívar.

En el Exilio

Manuelita fue muy querida por aquel árido pueblo pesquero, le pedían ser madrina de niños y ella con gusto aceptaba solo si los bautizaban con los nombres “Simón” o “Simona”, como buena amante de los animales no podía faltarle la compañía de perros a los cuales llamó: Páez, Santana, Córdoba, La Mar, Santa Cruz, Cedeño y Santander.

A los dos años de haber llegado a Paita, oficialmente el congreso de su patria autorizó su retorno el cual rechazó. Se escribía constantemente con líderes políticos, uno que otro amigo y familiar pero de quien más recibía correspondencia era del que aún era su esposo: James Thorne, le enviaba cartas pidiéndole que aceptara dinero de su parte, quizás fue más grande el amor y la devoción por su esposa que al ser asesinado se sabe que en su testamento le deja su fortuna a Manuela, la cual también rechazó.

¿Entonces, de qué vivía Manuela?

Durante 21 años vivirá en una modesta casa de adobe que amenazaba con caerse, se dedicará a la venta de tabaco, dulces, bordados, realizará traducciones en inglés y francés para los oficiales y marineros que llegaban al pueblo.

Con 80 años la visitará Simón Rodríguez, ambos los unían aquel inmenso acervo de recuerdos que Bolívar indudablemente les dejó, el biógrafo Von Hagen relata: “Juntos pasaban sus años invernales estos dos enamorados de Simón Bolívar; juntos leían las cartas que les hablaban del pasado. Y así estaban un día de 1851, cuando un caballero distinguido preguntó por la Libertadora, se llamaba Giuseppe Garibaldi”.

El gran Garibaldi ya luego escribirá: “Ambos nos despedimos con los ojos humedecidos, presintiendo sin duda que este era nuestro postrer adiós sobre la tierra. Doña Manuelita Sáenz era la más graciosa y gentil matrona que yo hubiera visto”.  Se hospedó en su humilde casa y fue atendido por Manuela ya que había llegado enfermo. Otros personajes como el autor de Moby Dick, Herman Malville, también la visitaría con apenas 22 años.

Desde que llegó a Paita fue visitada por todo viajero que desembarcaba con ansias y curiosidad por conocer a la Libertadora del Libertador, al principio lo aceptaba pero con el tiempo y las imprudencias de las visitas resolvió únicamente aceptar aquellas personas que venían por referencias de amigos que habitaban el vecindario.

En 1856 llegaba en la corbeta de guerra Loa, el peruano Ricardo Palma; poeta marino que describe su encuentro así: “En el sillón de ruedas, y con la majestad de una reina sobre su trono, estaba una anciana que me pareció representar sesenta años a lo sumo. Vestía pobremente, pero con aseo; y bien se adivinaba que ese cuerpo había usado, en mejores tiempos, gro, raso y terciopelo. Era una señora abundante de carnes, ojos negros y animadísimos en los que parecía reconcentrado el resto de fuego vital que aún la quedara, cara redonda y mano aristocrática”.

Ya para estos últimos años, Manuela era hábil zafándose de preguntas incómodas sobre Bolívar y otros políticos, se apreciaba como aún estaba “acostumbrada al mando y a hacer imperar su voluntad” manteniendo ese toque irónico, correcto y directo que tanto la caracterizó. Continuó siendo una maravillosa anfitriona que agasajaba con dulces “hechos por ella misma en un braserito de hierro que hacía colocar cerca del sillón” tenía años sin poder caminar como consecuencia de una caída, la ayudaban sus fieles criadas.

Se cumplían 21 años de haber sido desterrada cuando bajan de un barco a un marino con “la enfermedad de la garganta” ¡era difteria! La única sugerencia; aislarse. Sin embargo en un pueblo tan pequeño no tardó mucho la enfermedad en arrasar con casi todo a su paso: incluyendo a Manuela que contrae la enfermedad y tristemente muere a las 6 de la tarde de un 23 de noviembre de 1856.

Su cadáver fue arrojado en una fosa común; el desgraciado destino de todo “muerto de nadie”, eran las normas sanitarias de la época que también establecían que toda víctima de la epidemia debían incinerar todas sus pertenencias y es así como una buena parte de sus escritos, documentos y cartas de Bolívar van directamente al fuego, con excepción de algunos papeles y objetos que el General Antonio de la Guerra (por estar confinado en Paita) tuvo la oportunidad de salvar.

Manuela Sáenz
Manuela Sáenz

Manuelita se le apagó su vida con un final similar al de Bolívar, escribirá Rumazo: Allá y aquí la proscripción, las ingratitudes, el olvido, la pobreza. Pero también la gloria, y con ella una radiosa inmortalidad el fuego por mucho tiempo calcinó el recuerdo de esta mujer extraordinaria que el tiempo luego la reivindicó.

 

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