Hay gente que no entiende lo que está pasando a su alrededor. Pero se ven casos peores: gente que no sabe por qué está donde está.
Un ejemplo claro en el gran escenario latinoamericano es Gabriel Boric, un joven político que recibió no una, sino varias oportunidades para hacer historia, pero, al menos hasta ahora, las ha ido desperdiciando con gran eficiencia.
En su descargo tal vez pueda argumentarse su corta edad (que no es lo mismo que cortedad, valga el viejo y mal chiste), aunque hay gente con menos años (él tiene 37) que demuestra más perspicacia y sentido del momento histórico.
En todo caso, este muchacho aglutinó la fuerza para llegar a ser presidente de Chile en nombre de la izquierda, lo que tiene un gran significado y enorme mérito, tomando en cuenta la sanguinaria historia de esa nación, oculta detrás de la mascarada de democracia ejemplar. Pero, al analizar su desempeño en lo interno y lo externo, hay que concluir que es un niñato sin una idea clara de por qué está en ese cargo.
[A menos, claro, que sea todo lo contrario: un sujeto extremadamente ladino que se infiltró en el movimiento popular de Chile para desactivarlo y, de paso, para malograr la reintegración soberana de los países latinoamericanos. Conste que también hay que considerar esa hipótesis, pero será en otra ocasión].
En el plano interno, es difícil imaginar un descalabro mayor: un chico de izquierda que llega al poder en hombros de los estudiantes reprimidos por un gobierno de la derecha empresarial y pinochetista; un líder nuevo cuyo objetivo fundamental era modificar la Constitución hecha en dictadura, pero que hace todo tan, pero tan mal que el proceso constituyente termina en manos de una camarilla de ultraderecha de la que surgirá –apuéstenlo- una carta magna aún más neoliberal y autoritaria.
Chile es una sociedad con el ya añejo trauma de una dictadura cruenta. Pese a ello, se atrevió a salir a las calles a protestar, aun a sabiendas de que los mismos cuerpos represivos de la época del gran gorila estaban en ellas, con métodos apenas unos grados menos infames. La presión de esas protestas fue tan real que de no haber sido por la pandemia de COVID-19, el burgués y corrupto Sebastián Piñera habría tenido que escapar a toda prisa de La Moneda, echado a patadas por el pueblo.
Boric surgió como uno de los líderes de ese momento y, como tal, ganó las elecciones internas de la izquierda y, luego, las presidenciales. Pero no ha querido asumir el desafío que el pueblo le puso al elegirlo. Ha preferido gobernar como un Piñera rejuvenecido y sin gluten. En lugar de expresar el sentir de la mayoría que lo elevó a la presidencia, se ha dedicado a hacer un gobierno de izquierda woke, que ya acumula dos sonoros reveses en las urnas, cuando apenas ha cumplido un año en funciones.
Haciendo una aproximación freudiana al desempeño de Boric, uno podría concluir que ha recurrido al mecanismo de defensa llamado proyección, mostrando preocupaciones constantes por la situación de los derechos humanos en Venezuela, Nicaragua y Cuba, mientras no ha cambiado, en esencia, la actitud que tuvo Piñera ante los mapuches; ha avalado a los impresentables carabineros en las controversias sobre las protestas populares; y no ha hecho empeño real alguno en que se sancionen los graves abusos y lesiones ocurridas durante las protestas de 2019 y 2020.
En la reunión de Brasilia, el mocoso de la partida ha desempeñado un rol lamentable para cualquiera que se llame de izquierda en este continente y más para él, que es sucesor nada menos que del mártir Salvador Allende. Boric ha terminado por ser el reemplazo de Iván Duque en el papel de sigüí del imperialismo, hijo consentido de Washington y alumno favorito de las tenebrosas derechas del vecindario.
Si presumimos su buena fe (si descartamos la hipótesis del astuto infiltrado) hay que concluir que, definitivamente, no sabe por qué está donde está. Es de los que creen que a la fiera imperial y a las oligarquías depredadoras se les puede amansar con carantoñas, una tonta ilusión en la que han caído (dicho de nuevo en descargo del jovencito) hasta algunos avezados políticos latinoamericanos.
[Si no presumimos buena fe, podemos suponer que recibió la clásica llamada desde la orilla del Potomac y cumplió el papel que le asignaron. O que no resistió el ataque de envidia por la enorme proyección y viralidad de Maduro en la Cumbre, y quiso robar algo de figuración con tácticas de influencer. Pero mejor sigamos en nuestro enfoque].
Boric tal vez no se ha detenido a pensar dónde estarían él y tantos otros hombres y mujeres identificados como “de izquierda” de no haber sido por la histórica resistencia de Cuba; por las cualidades de Ave Fénix de los sandinistas en Nicaragua; y –especialmente, en estos últimos años- por el terco aguante de la Revolución Bolivariana en Venezuela.
Por supuesto que esto cae en el terreno de lo especulativo, pero no es demasiado forzado decir que si hubiesen cristalizado el plan de derrocamiento de Nicolás Maduro y la instauración de un gobierno “interino” designado en Washington (maniobra en la que participó Piñera como actor de reparto), difícilmente habría vuelto Lula a Brasil ni hubiesen ascendido al poder Petro en Colombia y Boric en Chile. El efecto de ese “cambio de régimen” a escala latinoamericana habría sido devastador, una operación de tierra arrasada, un retroceso a finales del siglo pasado en términos ideológicos y fácticos.
Desubicado, el presidentico (el diminutivo es por lo joven, aclaro) no cae en cuenta de que tiene que comer mucha caraota (poroto, pues) para que, cuando sea grande, pueda darles clases de manejo del poder desde la izquierda a Lula o a Maduro.
Un hablador de “weas”
El tipo de hipocresía de personajes como Boric es de los más tristes. Si él estuviera en realidad preocupado por los gobernantes que han violado los derechos humanos de manifestantes pacíficos, tendría que haber intentado -tan pronto llegó al poder- el enjuiciamiento de su antecesor. Cuando dedica sus esfuerzos mediáticos a acusar a Maduro sin asumir una actitud firme contra Piñera está cohonestando la ola represiva que sacudió a su propio país, es decir, traicionando a uno de los actores clave de su victoria electoral: las víctimas de esa escalada de violencia gubernamental.
Si estuviera de verdad preocupado por los migrantes venezolanos que supuestamente huyen de la dictadura feroz, no estaría desarrollando (o, al menos, tolerando, desde el Poder Ejecutivo) una política de tintes xenofóbicos contra ellos, en complicidad vergonzosa con la abyecta ultraderecha chilena.
Y si estuviera, de corazón, en contra del bloqueo a Venezuela, como suele proclamarlo, no mantendría prohibidos los vuelos humanitarios de Conviasa a Chile (cuya misión es rescatar migrantes abandonados a su mala suerte), pues esa prohibición es expresión directa del bloqueo imperial que tacha de “terrorista” a nuestra aerolínea bandera.
Si Boric, el nuevo Duque, tuviera la capacidad para verse en el contexto de esta llamada Segunda Ola Progresista le tendría un poco más de respeto a Nicolás Maduro, un gobernante electo y reelecto que en cierto momento estuvo batallando a solas contra los grandes poderes mundiales y contra el resto de una Suramérica cundida de fachos.
Se imaginaría a sí mismo tratando de presidir un Chile bloqueado, sometido a medidas coercitivas unilaterales, guerra económica, ataques a la moneda nacional. Se miraría hipotéticamente, con un “presidente paralelo” designado por Estados Unidos y avalado por países europeos y por sus muy hostiles vecinos; se pondría en el escenario de intentos de magnicidio e invasión y con toda la prensa nacional y global en contra. Y luego de revisar ese panorama, se abstendría de opinar con tanta ligereza o, dicho como en las calles de Chile: “No hablaría tantas weas”.
Si fuese un personaje más denso, entendería que la Revolución venezolana fue el único puente entre aquella venturosa primera ola, la de los titanes (Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Evo Morales, Rafael Correa, Pepe Mujica y Lula, el que ha retornado de la ignominia), y la actual, mucho menos fulgurante, pero igualmente esperanzadora. Y comprendería que sin esa bisagra es muy posible que no hubiese habido segunda ola y él no estaría donde está.
Tal vez algún día lo entienda, cuando ya haya dejado atrás su corta edad, aunque bien se sabe que esto no necesariamente significa superar la cortedad (insisto con el mal chiste). O, como lo dijo, Millor Fernandes (por cierto, un brasileño genial): “Es indiscutible que a los veinte años todos somos tremendos idiotas. Como también es indiscutible que, con el paso del tiempo, nos transformaremos en idiotas mucho más viejos”.