Ya hace tiempo se viene alegando que, gracias a las máquinas inteligentes, nos vamos dando cuenta de la no existencia del “espíritu”, al no ser el mismo un proceso ni biológico ni electrónico.
Sombrío, por decir lo menos.
Francis Click – ya fallecido – y uno de los padres del ADN, sostenía que la base de conciencia era un simple producto, “una reacción bioquímica”.
Mucho antes, un biólogo, Edward Osborne Wilson, igualmente difunto, pronunciando una conferencia en un simposio sobre Sociedad y Cerebro, expresó ante el asombro de los presentes:
“El cerebro – y lo demostrará la ciencia – es puramente materia, descartando por completo la posibilidad de la existencia de algo llamado alma”.
Esto alcanza a un punto preciso: Si la creencia religiosa es una hipótesis imposible de poner a prueba, la pregunta obligada: ¿Con qué parámetro se mide la fe?
Al decir del “Diccionario de Pensamiento Contemporáneo”, obra de la Editorial San Pablo, la historia del problema del alma es, en realidad, la base de la misma filosofía, y ésta comienza cuando el ser humano se interroga sobre sí mismo y llega a preguntarse: ¿quién soy yo?, ¿de qué estoy hecho?, ¿cuáles son mis ingredientes básicos?
El mencionado Click – en su haber un premio Nobel – respondió a esos interrogantes al decirnos que el “yo” es una simple internación de células nerviosas proyectadas desde la parte posterior del córtex en el cerebro.
Indudablemente, esta cuartilla no es una crónica filosófica, son unas simples y llanas líneas en búsqueda de una explicación convincente cuando la idea del alma es fundamental para darle sentido a nuestra existencia.
Si fuera incuestionable la teoría de que una simple reacción química encierra el pensamiento, esta conclusión nos llevaría al yermo más espeluznante, y ese día no estaremos solos sobre el Universo, sino solísimos.
El ser humano no es solamente un artilugio de sangre, huesos y cartílagos, con cierta ventaja sobre las máquinas inteligentes, incapaces – tal vez hasta ahora – de distinguir entre Bach, Mozart, Wagner, analizar la gran literatura, lo inmensos cuadros en los museos y, los juegos deportivos, añadiendo el ajedrez.
Quizás esto que expresamos ahora – por los momentos – no sirva de quitapesares.
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