Juan Antonio Sacaluga: Berlusconi, Trump y Johnson, tres destinos populistas

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Silvio Berlusconi, Donald Trump y Boris Johnson han sido noticia estos últimos días. El primero, por su fallecimiento, tras una larga y controvertida vida personal y política; el segundo, por un nuevo procesamiento judicial, quizás el más peligroso de todos para él; y el tercero, porque un comité de su propio partido le ha cerrado la puerta del regreso al primer plano de la política al menos a corto plazo.

Los tres serán recordados como estandartes del populismo político, una corriente conservadora (fundamental pero no exclusivamente), que sirvió (¿sirve?) para ofrecer una alternativa ganadora a la debilitada oferta de la derecha conservadora tradicional e incluso, aunque en menor medida, al liberalismo centrista y a una socialdemocracia en crisis de identidad.

Por supuesto, hay diferencias entre ellos, pero los tres han sido “seductores de masas”: capaces de arrastrar a millones de votantes sin necesidad de que estos confiaran del todo en su palabras o en sus actos, y sin importar la credibilidad de sus propuestas políticas. Berlusconi y Trump han tenido vidas privadas marcadas por el escándalo y un machismo mujeriego exacerbado y hasta exhibicionista. Johnson ha sido un poco más discreto, pero difícilmente puede ser considerado un adalid de esa decencia exigible en su base conservadora. Sus excesos incluso en los tiempos de pandemia lo han terminado condenando al ostracismo en que ahora se encuentra.

Johnson ha sido el más articulado, el más formado y el de mejor cuna social (nacido en la élite) y política (ascendió como un barón tory más). Trump y Berlusconi, por el contrario, no surgieron de una organización política preexistente, sino de la nada política. Más tarde, el norteamericano colonizó al Partido Republicano, hasta transformarlo, desfigurarlo y, dicen algunos, colocarlo en la rampa de destrucción. El italiano, en cambio, ignoró al gran partido de la posguerra, la Democracia Cristiana, a la que consideraba corrupta, ineficaz y acabada. Construyó algo nuevo, con los rasgos más populistas que se podían imaginar: ¡Forza Italia! era el grito de ánimo de los tifossi futboleros. Mantuvo la marca durante 30 años, aunque su declive parece haber tocado fondo: de ser la fuerza dominante en la coalición de las derechas ha pasado a ser la más débil, por detrás de los Fratelli y la Lega, con apenas un  20% de los diputados de las tres formaciones.

Cada cual ha sido producto de su tiempo, como cualquier líder político. Pero los tres han sido también game-changers, es decir, agentes de cambio del momento que les ha tocado vivir. Trump ha puesto patas arriba el sistema político de su país, ha modificado los equilibrios del bipartidismo, ha alterado los resortes del electorado conservador y, junto a todo ello, ha dejado  evidencia las grandes farsas de la democracia americana.

Berlusconi liquidó el sistema de la I República, que se basaba en un juego mayor binario entre la DC (clave del Gobierno) y el PCI (permanente oposición) y otro menor consistente en la selección flexible de acompañantes (socialistas, socialdemócratas, liberales y republicanos) del partido hegemónico. Il Cavaliere destruyó la alquimia de ese pentapartito del Centro-derecha con una nueva cultura política … o más bien sin cultura política alguna: como un subproducto del show-business aplicado a la gestión pública. Berlusconi quiso construir su partido a semejanza de una empresa, pero no de cualquiera, sino de las suyas, bajo la aceitosa premisa del éxito.

Trump no llegó a tanto. Carece del talento, la paciencia y el equipo de gestión que tenía el milanés. Los negocios de los dos son opacos, sospechosos y con seguridad fraudulentos, pero en distinta proporción y medida. Y ambos se han movido en entornos jurídico-políticos muy diferentes; capitalistas, por supuesto, pero con normas y experiencia diferentes. Comparten la habilidad, lubricada por no pocos medios pseudoinformativos (de su propiedad, en el caso del italiano; abducidos, en el caso del neoyorquino ), para bloquear las investigaciones judiciales,  condicionarlas, demorarlas, neutralizarlas o dejarlas sin efecto a medio y largo plazo. Ambos son o han sido pimpinelas scarlatas del circo político que han orquestado a su alrededor.

Johnson también sacudió el panorama político. Pero, contrariamente a sus semejantes, se apoyó en una base preexistente, no tanto para transformar sus normas, sino para utilizarlas en su beneficio particular. Ni siquiera la que para muchos es su obra capital, el Brexit, fue proyecto original suyo: simplemente, se apropió de él, le confirió un sesgo personal y, sobre todo, lo convirtió en un factor del cambio estratégico más decisivo del Reino Unido en 50 años.

Berlusconi es ya historia (o está camino de serlo). Ha sido obsequiado con un improcedente funeral de Estado. Los obituarios, como suele ser habitual, se antojan demasiado halagadores o justificadores de su fraudulenta carrera política. Nunca fué un hombre de Estado, sino un pillo que supo aprovecharse del cansancio, la fatiga, el descreimiento y el cinismo de un electorado de vuelta de todo. Pocos creen que Forza Italia sobreviva a la muerte de su creador.

Johnson pasa de nuevo al purgatorio (y no es la primera vez), castigado ahora por los suyos e ignorado por el propio Primer Ministro, a quien él otorgó en su día la influyente cartera del Exchequer, es decir, el control de las cuentas del Reino. Nada nuevo en el rugoso mundo tory. Alguien de mucha mayor estatura como Margaret Thatcher también sucumbió ante un aquelarre similar de aparentes traiciones, deslealtades y abandonos en la estacada.

Trump tiene más cerca su regreso a la primera línea, aunque está bajo el intenso fuego de las causas judiciales por fraude, evasión fiscal, manejo indebido de documentos públicos sensibles, obstrucción a la justicia, conspiración política y un largo etcétera. El recorrido de cada una de estas causas judiciales en curso es susceptible de convertirse en un show con réditos electorales evidentes, siempre que él sepa controlarlos, lo cual es mucho decir. La pléyade de rivales que se han amontonado en las últimas semanas para disputarle la nominación republicana no parecen de entidad suficiente. El peor enemigo de Trump es el mismo. Pero su mejor baza también es él, su capacidad para conectar con un segmento amplísimo de población insensible al discurso impostado de una élite política sobre la democracia y los valores.

Estos tres grandes tenores del populismo han servido de inspiración a figuras menores locales, de procedencias diferentes y estilos políticos similares. Conviene aclarar que no todos aquellos que merecen la calificación de populistas en los medios de comunicación son semejantes o asimilables. La confusión es frecuente.

Las principales divisas de este firmamento que se ubica a la derecha del mainstream político n Europa son las siguientes:

– La primacía nacional.

– Un patriotismo más bien rancio.

– Rechazo casi absoluto a la inmigración.

– Concepción muy tradicional de la familia.

– Intervenciones demagógicas en la economía liberal.

Sin embargo, les divide una disputa fundamental: las relaciones con Rusia. Dos grupos claros se perfilan:

1) Los identitarios, que han tenido una relación fluida y poco conflictiva con Putin. En este grupo del Parlamento europeo figuran la francesa Marine Le Pen, la Lega del italiano Salvini, los alemanes del AfD, los flamencos belgas del Vlaams Belang y los xenófobos finleses y daneses, entre otros. Trump se podría ubicar aquí, aunque sus formulaciones ideológicas no son sólidas.

2) Los nacionalistas conservadores, rotundamente antirrusos. Es el caso, sobre todo, de los ultranacionalistas de los antiguos países comunistas, con el PiS (Ley y Justicia) polaco a la cabeza (excepción hecha del húngaro Orbán, en buenas migas con Putin). Se agrupan aquí la NVA (otra facción flamenca), los ultras españoles de VOX, los ultraderechistas griegos, los xenófobos suecos y, más recientemente, los neofascistas pálidos de Giorgia Meloni. La convivencia de Johnson con ellos tampoco fue una elección suya: los tories se integraron en el grupo de Parlamento europeo que los reúne (llamado Europeos Conservadores y Reformistas) antes de que él llegara al liderazgo del partido.

Berlusconi, tan dúctil en la escena internacional como en los negocios, eludió la adscripción de Forza Italia a cualquiera de estas dos corrientes nacionalistas  y consiguió integrarse en el Grupo Popular Europeo, que nunca le hizo ascos. Como no se los hizo al FIDESZ de Víctor Orbán, hasta que no tuvo más remedio que incoarle un expediente de expulsión, que él dejó sin efecto al tomar la decisión de irse del grupo “voluntariamente”. Si Il Cavaliere no hubiera sido admitido en el GPE, se habría unido a los identitarios, más amables con Rusia.

Para dar una idea de la pujanza nacionalista en Europa, la rama ultraconservadora dispone de 66 eurodiputados y la identitaria de 62; en total, 125, frente a los 177 populares y 143 socialistas. Pero si sumamos los votos que ambas facciones han obtenido en las últimas elecciones nacionales celebradas en cada país miembro de la UE, nos encontramos con que las dos facciones nacionalistas suman el mayor número de sufragios (más de 48.700.000), casi 700.000 más que los partidos conservadores liberales o democristianos del PP europeo. Más lejos quedan los socialdemócratas, por encima de los 42,2 millones de votos (*).

 

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