Se cumplen tres siglos del nacimiento del autor de La riqueza de las naciones. Repasamos su trayectoria y la importancia presente de su obra.
Sabemos muy poco sobre la vida de Adam Smith. Ni siquiera conocemos su fecha de nacimiento. Lo que sí consta en los registros es el día de su bautismo: tuvo lugar el 5 de junio de 1723, según el calendario juliano, lo que significa que, de acuerdo con nuestro calendario gregoriano, su bautismo se celebró el 16 de junio. Smith nunca conoció a su padre, un funcionario de aduanas que murió a los 44 años, apenas unos meses antes de su nacimiento.
La persona más importante en su vida fue su madre, que no solo crió al joven Smith, sino que también vivió con él hasta su muerte en 1784. Smith nunca se casó. Sabemos que se enamoró dos veces, pero sus sentimientos no fueron correspondidos, lo que puede deberse a que se le consideraba un hombre poco atractivo.
A la edad de 17 años, comenzó un periplo de seis años de estudio en Oxford. La prestigiosa universidad no le impresionó. De hecho, posteriormente habló despectivamente de sus profesores, a quienes consideraba demasiado vagos. Antes de cumplir los treinta, fue nombrado profesor de filosofía moral en la Universidad de Glasgow y publicó su primera obra importante, La teoría de los sentimientos morales. De hecho, solamente firmó dos obras importantes en toda su vida. La segunda, publicada en 1776 y conocida como La riqueza de las naciones, se convirtió en su trabajo más reconocido. Se sabe que Smith escribió más libros, pero pidió que se quemasen los manuscritos antes de su muerte, de manera que solamente se conservan estos dos libros, amén de algunos ensayos y las transcripciones de sus conferencias.
Entre aquellos que nunca han leído la obra de Smith, es habitual escuchar cómo se identifica al escocés con el egoísmo extremo. Parecería que hablamos del padre espiritual del capitalismo más radical, al estilo de Gordon Gekko, el personaje que interpreta Michael Douglas en Wall Street y que proclama que “¡la codicia es buena!”. Sin embargo, esta es una imagen distorsionada.
La confusión, interesada en cualquier caso, se deriva del hecho de que Smith enfatizó fuertemente el interés propio como un factor económico relevante. Sin embargo, la empatía era el concepto fundamental de su forma de entender la economía, como queda patente al leer La riqueza de las naciones o La teoría de los sentimientos morales.
El primer capítulo de La teoría… comienza, de hecho con una sección titulada “De la simpatía”, en la que define dicho concepto el “compañerismo con cualquier pasión”. Hoy probablemente usaríamos la palabra “empatía” para aludir a la circunstancia comentada por Smith:
“Por muy egoísta que se pueda suponer a un hombre, hay evidentemente algunos principios dentro de su naturaleza que le llevan a interesarse por la suerte que corren los demás y que hacen que la felicidad de todos ellos le resulte necesaria, aunque no obtenga nada directo de ello, salvo quizá el placer de ser testigo de esa alegría. A esto apelan la piedad o la compasión, a la emoción que sentimos cuando somos testigos de la miseria de los demás, circunstancia que, cuando la vemos, se nos hace presente de una manera muy viva.”
La simpatía de Smith iba especialmente para los pobres. A lo largo de su vida profesional, obtuvo ingresos económicos de varias fuentes y se embolsaba alrededor de 900 libras al año, lo que suponía percibir entre tres y cuatro veces el salario medio de un profesor universitario. Sin embargo, cuando se leyó su testamento, su sobrino David Douglas se sintió claramente decepcionado. Al recibir mucho menos de lo que esperaba, el documento que recogió su legado confirmó lo que los amigos de Smith habían sospechado durante mucho tiempo: había donado casi toda su fortuna a los pobres – y, en gran medida, lo había hecho en secreto. Su generosidad incluso le llevó a meterse en problemas de dinero en un momento dado de su vida.
Si uno lee sus dos obras principales, La riqueza de las naciones y La teoría de los sentimientos morales, resulta difícil encontrar un solo pasaje en el que hable positivamente de los ricos y poderosos. Los comerciantes y los terratenientes tampoco son retratados de manera favorable. Más bien, aparecen pintados casi exclusivamente bajo una luz negativa, como personas que quieren hacer prevalecer sus intereses egoístas y se esfuerzan por crear monopolios:
“Nuestros comerciantes y maestros fabricantes se quejan de los malos efectos que tienen los altos salarios, tales como los aumentos de precio que, por tanto, conducen a una disminución de la venta de sus productos, tanto en el país como en el extranjero. En cambio, no dicen nada acerca de los malos efectos de las tener unas ganancias elevadas. Guardan silencio con respecto a los efectos perniciosos de sus propios beneficios. Solamente se quejan de esas otras personas”.
En otro pasaje, insiste en esta mirada:
“La gente del mismo oficio rara vez se reúne, ni siquiera para divertirse, pero cuando lo hace, la conversación termina a menudo una conspiración contra el público, o en alguna estratagema para subir los precios”.
Casi podría decirse que hay más frases positivas sobre los capitalistas en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels que en cualquier otra obra de Adam Smith. “La burguesía crea constantemente fuerzas de producción más poderosas que resultan más poderosas que todas las concebidas por las generaciones pasadas juntas”, escriben con admiración Marx y Engels. En cambio, no hay rastro de tal admiración en la obra de Smith y, de hecho, los ricos son el blanco de sus críticas cáusticas.
Los defensores de Smith argumentan que esto no refleja ningún tipo de resentimiento general hacia los empresarios o los ricos, sino más bien una defensa de la libre competencia y un ejemplo de su oposición a los monopolios. Esto es ciertamente correcto, pero aun así, al leer sus dos obras principales, uno tiene la impresión de que, en última instancia, a Smith le disgustan los ricos casi tanto como los políticos. Y es que ni siquiera el comúnmente referido como padre intelectual de la libertad económica no se queda al margen del resentimiento que tradicionalmente albergan los intelectuales contra los ricos.
En cambio, hay muchos pasajes de sus obras que muestran simpatía por la condición de los “pobres”. En ellos, no se limita a conmoverse por las personas más pobres en el sentido más estricto de la palabra, sino que también extiende esa compasión a los “no ricos”, es decir, “a los condición de la gran mayoría de la población que debe intercambiar trabajo por salario para ganarse la vida”.
En su libro Adam Smith’s America, Glory M. Liu repasa la figura de Adam Smith y su obra y considera que, entre los conocedores de su trabajo y los investigadores de su legado, “hay un acuerdo casi unánime en que, para él, la característica más importante de la sociedad comercial era que mejoraba la condición de los pobres”. Un célebre pasaje de La Riqueza de las Naciones lo plantea así:
“Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable. Además, es justo que aquellos que proporcionan alimento, vestimenta y alojamiento al conjunto de la sociedad reciban asimismo una fracción del producto de su propio trabajo que resulte suficiente para que ellos mismos estén adecuada y debidamente alimentados, vestidos y alojados”.
Hoy en día, estas palabras a veces se malinterpretan para afirmar que Smith abogó por la redistribución de la riqueza y por el intervencionismo del gobierno. Esta no era su intención y ciertamente no pretendía defender en modo alguno la revolución social. La pobreza, según Smith, no estaba predeterminada y podía resolverse a través del desarrollo económico. Eso sí: el escocés no confiaba en los gobiernos y, por tanto, no entregaba a ellos el papel de resolver tales circunstancias. En el capítulo 8 de La riqueza de las naciones señala abiertamente que la única forma de elevar el nivel de vida de las personas es a través del crecimiento económico.
El crecimiento, factor clave
Smith creía que el crecimiento económico intenso y continuado es la única forma de aumentar los salarios. De igual manera, advertía de que una economía estancada conduce a la caída de los sueldos. En otro pasaje de La riqueza…, Smith escribe que “el hambre nunca ha surgido de otra causa que no sea la violencia de aquel gobierno que intenta, por medios inadecuados, remediar los inconvenientes de la escasez”. Sin duda, tres siglos después, sabemos que tenía razón.
El escocés ensalzó la “recompensa liberal del trabajo” y destacó su efecto en términos de “una riqueza creciente”. Consideraba que “la sociedad está avanzando hacia un mayor poder adquisitivo” y que “la condición de los más pobres parece ser más feliz y asumible” bajo un escenario de crecimiento. Oponía estos avances al “estancamiento y la miseria de una economía en declive”.
Karl Marx, por su parte, creía haber descubierto varias “leyes económicas” que conducirían necesariamente a la caída del capitalismo, como la “tendencia decreciente de los beneficios” o el “empobrecimiento del proletariado”. Su obra El capital pide socializar los bienes de producción como fórmula para evitar estos desenlaces.
Cuando publicó La riqueza de las naciones en 1776, el capitalismo estaba aún “en pañales” y la abrumadora mayoría de la gente seguía viviendo en una situación de pobreza extrema. Además, la pobreza significaba entonces algo muy diferente de lo que entendemos hoy. Así lo reflejaba el cuerpo humano, mucho más delgado y carente de fuerza. El Premio Nobel de Economía, Angus Deaton, escribe al respecto en The Great Escape que los trabajadores del siglo XVIII “vivían atrapados en una trampa nutricional. No ganaban mucho, porque eran muy débiles físicamente; no podían comer lo suficiente porque, por su menor capacidad de trabajo, no lograban dinero suficiente para comprar alimentos”.
Algunas personas aluden a las armoniosas condiciones que supuestamente caracterizaba la época precapitalista. Sí, la vida entonces era mucho más lenta, pero tal lentitud era principalmente el resultado de la debilidad física que se derivaba de la desnutrición permanente. Se estima que, hace doscientos años, alrededor del 20 por ciento de los habitantes de Inglaterra y Francia no tenían fuerzas para trabajar. Como explica Johan Norberg en Progreso, “a lo sumo tenían suficiente energía para unas pocas horas de paseo lento cada día, de modo que vivían condenados a una vida de mendicidad”.
Antes de que surgiera el capitalismo, la mayoría de las personas en el mundo vivían en una situación de pobreza extrema. En 1820, alrededor del 90 por ciento de la población mundial estaba en tal situación. Hoy, esta cifra es inferior al 9 por ciento y lo más notable de todo es que, en las últimas décadas, desde el desplome del comunismo en China y otros países, la disminución de la miseria se ha acelerado a un ritmo sin par en ningún otro periodo anterior de la historia humana. Así, mientras que en 1981, la tasa de pobreza absoluta era del 42,7 por ciento; para el año 2000 había caído al 27,8 por ciento y hoy está por debajo del 9 por ciento.
Smith tenía razón
Ha quedado claro, pues, que Smith tenía razón. En sus escritos predijo que la expansión de los mercados podía conducir a una mayor prosperidad – y esto es precisamente lo que ha sucedido desde el derrumbe de las economías planificadas socialistas. Solamente en el caso de China, la introducción de la propiedad privada y las reformas del mercado han reducido el número de personas que viven en la pobreza extrema del 88 por ciento en 1981 a menos del uno por ciento en la actualidad. Cuando le pregunté al economista liberal Weiying Zhang, de la Universidad de Pekín, por el 300 aniversario del nacimiento de Smith, me respondió que “el rápido desarrollo económico de China en los cuarenta años encierra una victoria para el concepto de mercado que tenía Adam Smith”.
Otro ejemplo reciente de la superioridad de la economía de mercado es Vietnam. Un país que, antes del lanzamiento de las reformas de libre mercado de Doi Moi a fines de la década de 1980, no podía producir suficiente arroz para alimentar a su propia población, se ha convertido ahora en uno de los mayores exportadores de arroz del mundo y, además,en un importante productor de productos electrónicos. Con un PIB per cápita de 98 dólares, Vietnam era el país más pobre del mundo en 1990, por detrás de Somalia ($130) y Sierra Leona ($163). Antes de que comenzaran las reformas económicas, una mala cosecha era suficiente para generar problemas generalizados de hambre. Todavía en 1993, el 79,7 por ciento de su población vivía en la pobreza. En cambio, en 2006 dicha tasa había caído al 50,6 por ciento y hoy en día apenas llega al 5 por ciento. Vietnam es ahora uno de los países más dinámicos del mundo, con una economía vibrante que crea grandes oportunidades para personas trabajadoras y emprendedoras.
El hecho de que el crecimiento económico señala el camino para salir de la pobreza se ha confirmado una y otra vez en las últimas décadas. En 1989, Polonia era uno de los países más pobres de Europa. El polaco medio ganaba menos de 50 dólares al mes, lo que ni siquiera equivalía a la décima parte de los salarios de la República Federal Alemana. Incluso teniendo en cuenta las diferencias en el poder adquisitivo, en 1989 un polaco ganaba menos de un tercio de lo que percibía un trabajador de la Alemania Occidental. De hecho, los polacos eran más pobres que un ciudadano medio de Gabón, Ucrania o Surinam. Es más, su nivel de renta estaba por detrás de sus pares comunistas y, por ejemplo, sus niveles de PIB per cápita ascendían a apenas la mitad del nivel de renta observado en Checoslovaquia.
En 2017, el economista Marcin Piatkowski publicó un libro, Campeón del crecimiento de Europa, en el que hace un balance de los 25 años de reformas económicas por parte de los sucesivos gobiernos polacos. Concluye que, “desde el comienzo de la transición poscomunista en 1989, la economía de Polonia ha crecido más que la de cualquier otro país de Europa. Su PIB per cápita se multiplicó por 2,5, superando a todos los demás países del antiguo bloque soviético, así como a toda la Eurozona”. Según datos del Banco Mundial, el PIB per cápita polaco en 1989 era apenas el 30,1 por ciento del de Estados Unidos, pero en la actualidad ya ronda el 50 por ciento, con tendencia al alza. Tales ganancias llegan a la vida de las personas comunes. Los ingresos de los polacos aumentaron de 10.300 a 27.000 dólares entre 1990 y 2017, descontando la inflación y ajustando los datos para tomar en cuenta el poder adquisitivo. Comparando su nivel de renta con el de la UE-15, este indicador ha subido de menos de un tercio en 1989 a casi dos tercios en 2015.
Desconfianza del Estado
Mientras que Karl Marx creía que la condición de los pobres solo podía mejorar aboliendo la propiedad privada, Smith confiaba en el poder del mercado. No era defensor de una utopía libertaria sin Estado, de hecho creía que los gobiernos tenían funciones importantes que cumplir. Sin embargo, en 1755, dos décadas antes de que apareciera La riqueza de las naciones, ya advirtió lo siguiente una conferencia:
“Los estadistas y proyectistas consideran que el hombre es un material de una especie de mecánica política. Por eso, sus acciones perturban la naturaleza del curso de las operaciones y los asuntos de las personas, en vez de dejar a la gente en paz y permitir que busquen sus propios fines y establezcan sus propios designios (…). Todos los gobiernos que frustran el curso natural de las cosas y obligan a que el comportamiento de las personas siga otro cauce, y todos los gobiernos que se esfuerzan por detener el progreso de la sociedad para situarlo en un punto particular, actúan de forma antinatural y, para mantenerse a sí mismos, están obligados a ser opresivos y tiránicos“.
Las suyas fueron ciertamente palabras proféticas. El mayor error que han cometido los planificadores ha sido aferrarse a la ilusión de que se puede diseñar un orden económico sobre el papel. Creen que un intelectual o un técnico sentado en un escritorio puede diseñar un orden económico ideal y que lo único que hace falta para consolidar ese modelo es convencer a suficientes políticos de que es preciso implementar este nuevo orden económico en la práctica.
Hayek llamó a este enfoque “constructivismo” y dijo al respecto “la idea de juntar a personas racionales para considerar cómo rehacer el mundo es quizá el resultado más característico de este tipo de teorías de diseño”. En cambio, la visión anti-racionalista de los acontecimientos históricos que Smith compartió con otros pensadores de la Ilustración escocesa, como David Hume o Adam Ferguson, fue reconocida como Hayek como “un paso vital para comprender cómo las instituciones, la moral, el lenguaje y la ley han evolucionado a través de un proceso de crecimiento acumulativo. Sólo con y dentro de este marco, la razón humana ha crecido y puede operar con éxito”. Así, a la manera de un historiador económico, Smith describió y ensalzó el desarrollo, en lugar de esbozar un sistema ideal.
La economía planificada está disfrutando de un cierto renacimiento. Los defensores de la agenda climática y los anticapitalistas exigen que el capitalismo sea abolido y reemplazado por una economía planificada. De lo contrario, creen que la humanidad no tiene ninguna posibilidad de supervivencia. En Alemania, un libro llamado Das Ende des Kapitalismus (El fin del capitalismo) se ha convertido en un éxito de ventas. Su autora, Ulrike Hermann, en una invitada habitual en todos los programas de debate y actualidad. Hermann promueve abiertamente una economía planificada, aunque esto ya ha fallado de forma dramática en Alemania, así como en todos los demás lugares donde se ha intentado poner en práctica. A diferencia del socialismo clásico, en una economía planificada las empresas no se nacionalizan… pero es el Estado el que especifica precisamente qué y cuánto deben producir.
Según proponen los autores que comparten estas tesis, en un futuro ya no habría más vuelos en avión ni más vehículos de combustión en las carreteras. El Estado determinaría casi todas las facetas de la vida diaria, por ejemplo limitando la posesión de segundas residencias. La tierra y los bienes serían “redistribuidos” con arreglo a la “justicia social”. Incluso el consumo de carne sería limitado, desde la convicción de que la producción de carne es “dañina” para el Planeta. A este respecto, Herrmann propone una ingesta diaria de 500 gramos de frutas y verduras, 232 gramos de cereales integrales o arroz, 13 gramos de huevos y 7 gramos de cerdo “A primera vista, este menú puede parecer un poco exiguo, pero los alemanes vivirían vidas mucho más saludables si cambiaran sus hábitos alimenticios”, asegura. Y como las personas vivirían existencias más igualitarias, supuestamente serían más felices: “el racionamiento suena desagradable, pero tal vez la vida sería incluso más agradable de lo que es hoy, porque la justicia hace feliz a la gente”.
La mano invisible
Hoy en día, Smith es a menudo criticado por resaltar la importancia del interés propio. Empleó el término “mano invisible”, por el cual se le recuerda aún, a pesar de que esta frase solo aparece tres veces en toda la obra de Smith. A Schumpeter le ha ocurrido algo parecido con su concepto de “destrucción creativa”, que apenas emplea dos veces.
Así se expresó Smith:
“Como cada individuo (…) se esfuerza tanto como puede para emplear su capital en el apoyo de la industria nacional y para dirigir su industria de modo que su producto sea del mayor valor, entonces cada individuo trabaja necesariamente para que los ingresos anuales de la sociedad sean tan grandes como sea posible. Por lo general, de hecho, cada persona no tiene la intención directa de promover el interés público, ni sabe en qué medida lo está promoviendo (…) pero en este, como en muchos otros casos, actúa conducida por una mano invisible que contribuye promover un fin que no era parte de su intención primera (…). Al perseguir su propio interés, la gente promueve con frecuencia el interés general de la sociedad y lo hace con más eficacia que cuando realmente intenta promoverlo de forma directa. En cambio, a aquellos que dicen comerciar por el bien público nunca los he visto hacer grandes cosas”.
El economista Ludwig von Mises consideraba un error contrastar acciones “egoístas” y “altruistas”. “No se me otorga el poder de elegir si mis acciones y mi conducta me servirán a mí o a mis semejantes (…). Si así fuera, la sociedad humana no sería posible”. En cambio, Friedrich Hayek señaló que la mayor contribución de Adam Smith al pensamiento científico fue “su noción de un orden espontáneo que crea estructuras complejas como una mano invisible”.
Las ideologías totalitarias buscan disminuir el “yo”. Pretenden subordinarlo al “nosotros”, como demuestran dos de las máximas del nacional-socialismo de Adolf Hitler: “Du bist nichts, dein Volk ist alles” (“tú no eres nada, el pueblo lo es todo”) y “Gemeinwohl vor Eigenwohl” (“el interés público, siempre antes que el interés propio”). En un discurso de noviembre de 1930, Hitler dijo que “en toda la esfera de la economía, así como en el conjunto de la vida misma, tendremos que acabar con la idea de que el beneficio del individuo es lo esencial y el bienestar del todo se construye sobre el del individuo (…). Es al revés: el beneficio de la totalidad es lo que determina el beneficio del individuo (…). Si no se reconoce este principio, inevitablemente se desarrollará un egoísmo que desgarrará a la comunidad”.
Las críticas a Adam Smith
Smith fue un pionero cuyo trabajo proporcionó una base para que los economistas liberales que llegaron después pudieran construir su obra. Hayek y Mises lo tenían en alta estima. Sin embargo, el trabajo de Smith también ha sido objeto de fuertes críticas dentro del círculo de economistas de libre mercado.
El libertario estadounidense Murray Rothbard no se anda con rodeos en su vilipendio de Smith, argumentando que no era, de ninguna manera, un defensor de la economía de libre mercado, como comúnmente se le ha retratado. De hecho, Rothbard afirmó que la teoría del valor-trabajo de Smith era errónea y lo convierte, de hecho, en el precursor de Karl Marx.
Según Rothbard, Smith no entendió la función económica del empresario y no alcanzó las ideas proporcionadas por economistas como Richard Cantillon. Además, apoyó los topes aplicados sobre los tipos de interés, los impuestos al consumo suntuario y distintas formas de intervención del gobierno en la economía. A nivel personal, Rothbard dice que Smith tampoco era digno de confianza, porque había hecho campaña por el libre comercio, pero pasó los últimos doce años de su vida como comisionado en las aduanas escocesas. Gran parte de su crítica está ciertamente justificada y, sin embargo, sería un error dibujar a Adam Smith como un izquierdista. Hasta el filósofo estadounidense Samuel Fleischacker, que enfatiza las tendencias izquierdistas de Smith, considera que hoy en día no se identificaría con los socialdemócratas contemporáneos ni defendería el Estado de Bienestar moderno.
La profunda desconfianza de Smith en la intervención del gobierno en la economía y su fe casi ilimitada en la “mano invisible” que dirige los mercados en la dirección correcta dan buena cuenta de su posición eminentemente liberal. “Las grandes naciones nunca se empobrecen por la prodigalidad ni la mala conducta privada, pero sí caen a veces por la mala conducta pública”, escribió en La Riqueza de las Naciones.
Además, el escocés nos dejó el siguiente párrafo optimista:
“El esfuerzo uniforme, constante e ininterrumpido de cada hombre por mejorar su condición, principio del que se deriva originariamente toda la opulencia pública y nacional así como la privada, es, con frecuencia, bastante poderoso como para mantener el progreso natural de las cosas hacia la mejora, a pesar de la extravagancia del gobierno y de los errores de su administración. Como un principio desconocido de la vida animal, devuelve la salud y el vigor al cuerpo, a pesar de las absurdas prescripciones del médico.”
Esta metáfora dice mucho: los actores económicos privados representan un desarrollo saludable y positivo, mientras que los políticos obstruyen la economía con sus regulaciones sin sentido. Adam Smith habría sido muy escéptico si hubiese visto cómo los gobiernos en Europa y Estados Unidos intervienen cada vez más en la economía y cómo los políticos insisten en pretender que son más inteligentes que el mercado.
Una de las deficiencias de Smith fue que no entendió la función económica del empresario, que luego fue tan brillantemente elaborada por pensadores como Joseph Schumpeter. Erróneamente, vio al empresario principalmente como un gerente y líder empresarial, más que como un innovador. Smith reconoció la importancia de la “empatía”, pero no la equiparó con el espíritu empresarial en ningún fragmento de su obra. Hoy vemos en el ejemplo de Steve Jobs y otros líderes corporativos que son precisamente quienes mejor entienden las necesidades y los sentimientos de sus clientes los que logran el mayor éxito. Esa es la base del capitalismo.
El hecho de que Smith no comprendiese debidamente el papel del empresario y mostrase un evidente resentimiento hacia los ricos sí supone, de hecho, un elemento compartido que vincula a Smith con la izquierda del espectro político. Sin embargo, esto no se aplica en absoluto a su forma de promover la defensa de mejores condiciones para los trabajadores. Así, según Smith, la mejora de la situación de la gente común no pasa por la redistribución ni la intervención estatal, sino que es el resultado natural del crecimiento económico que propicia el mercado cuando opera con libertad.
Trescientos años después del nacimiento de Smith, y unos 250 años después de la publicación de su obra magna, sabemos que el economista y filósofo moral tenía razón: la propiedad privada y la economía de mercado son los cimientos del crecimiento, y si el Estado no interfiere demasiado en la economía, la vida de todos mejorará, especialmente la de los pobres.
Los defensores del capitalismo no han logrado ubicar precisamente estas correlaciones en el centro de su defensa de la economía de mercado. No son los fuertes quienes más necesitan de la economía de mercado, porque las élites se las arreglarán para sobrevivir bajo cualquier sistema; en realidad, quienes más se juegan en esto son los débiles y los pobres, cuya única oportunidad de mejorar sus condiciones de vida está en una economía de libre mercado.
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Rainer Zitelmann es empresario, doctor en Historia y Sociología y autor de más de 20 libros. Sus últimos lanzamientos en español son “El capitalismo no es el problema, es la solución” (Unión Editorial, 2021), “Los ricos en la opinión pública” (2022) y “En defensa del libre mercado” (Unión Editorial, publicación prevista en 2023).