La economía actual vive una etapa que sugiere, en algunos momentos, un posible cambio de paradigma. En tal sentido, tanto en Estados Unidos –diríamos que principalmente en este país– como en Europa –en otras latitudes, en menor medida–, se van aportando reflexiones y trabajos de investigación en economía e historia económica, con traslaciones parciales al mundo de la política. Varios son los aspectos que empiezan a ser considerados como revisables; veamos seis muy concretos, que abren a su vez nuevas derivadas. Primero: los mercados no siempre asignan el capital ni los recursos de manera socialmente óptima. En economía, las manos son bien visibles. Segundo: la financiarización de la economía conduce precisamente a mayores errores en los mercados y un impacto letal sobre la economía productiva. La observación de resultados de beneficios en empresas financieras –muy elevados– y no financieras –menos halagüeños– resulta clarificadora. Tercero: la emergencia climática y los procesos de desigualdad obligan a repensar recetas, argumentos e indicadores, desde diferentes esferas sociales, económicas e incluso financieras. En este punto, son cada vez más necesarios indicadores de carácter biofísico que complementen y/o maticen los más genuinamente crematísticos, como el PIB, que no recoge ni la desigualdad en toda su complejidad, ni de forma conveniente las externalidades ambientales. Cuarto: las desregulaciones en los mercados y las excesivas concentraciones corporativas provocan distorsiones en el conjunto de la economía. Esto ha sido una espoleta, por ejemplo, en recientes quiebras y fuertes sacudidas en el sistema bancario estadounidense. Quinto: una política tributaria que descanse únicamente en los recortes de impuestos no es una vía socialmente aceptable, toda vez que provoca déficits e incrementos en las deudas públicas y alimenta la desigualdad de rentas. En este campo, las evidencias son tan clamorosas que resulta ya grotesca el refugio en la curva de Laffer. Sexto: arrinconar a los sindicatos o desarrollar políticas tendentes a desacreditarlos, eludiendo así negociaciones colectivas, contribuye a empeorar los climas social y laboral.
Sobre estos seis puntos existe ya una copiosa literatura –con robustez y granularidad de datos–, que proviene de diferentes campos de las ciencias sociales, y que enfatiza, desde ángulos más poliédricos, esta visión de una reorientación en el paradigma económico general. En tal sentido, otros aspectos son remarcables, que se desbrozan desde los seis enunciados anteriormente.
En primer lugar, la recuperación de la iniciativa del Estado en la gestión de la economía. Este aspecto era anatema hasta hace relativamente poco tiempo, y las consecuencias de la pandemia han resultado de gran relevancia para reconsiderar el papel del sector público en la economía. Ello es extensible a buena parte de la economía mundial. En efecto, la política económica requiere de una acción efectiva del Estado, en campos determinantes como la política industrial, la innovación y las nuevas tecnologías influidas por los programas de Industria4.0. Los cambios estructurales –se habla con reiteración de cambios de modelos de crecimiento o de transformaciones significativas en las pautas productivas– requieren de una acción decidida por parte del sector público, en colaboración con el privado.
En segundo término, de esas cooperaciones pueden surgir fenómenos proteccionistas de tecnologías “críticas” (inteligencia artificial, nanotecnología, biotecnología, etc.); pero esto no debe promover movimientos aislacionistas. Bien al contrario: el avance y la difusión del conocimiento no puede bloquear el trabajo conjunto con países en desarrollo, ni rebajar las relaciones comerciales con naciones emergentes como China o India. El mundo necesita un sistema económico internacional que funcione no solo para las empresas o sus estrategias mercantiles; sino de manera muy especial y básica para los asalariados y los colectivos más vulnerables. Es, en definitiva, la creación de un espacio que imbrique los cambios económicos con la consecución y reforzamiento de los procesos democráticos y los pactos sociales inherentes. Un nuevo paradigma económico debería contemplar ese importante cambio en el marco de una amplia acepción de la economía: un horizonte holístico, en el que la política económica se dirige hacia el bienestar común.
En tercer lugar, una nueva reindustrialización. Los ejemplos son ya abundantes, y responden a resultados de investigación. La evolución reciente de las economías más avanzadas presenta un signo definitorio: la desaceleración de las tasas de crecimiento económico respecto a los denominados “treinta gloriosos años”, junto a un creciente proceso de tercerización económica. La globalización de la economía, muy acentuada desde fines del siglo XX y con creciente desarrollo a partir del empuje de economías emergentes –bien conectadas en los flujos del comercio internacional–, explica este cambio estructural de las economías más desarrolladas. Este es un hecho que se relaciona, de forma directa, con cambios relevantes en los aparatos productivos, tanto de los países centrales como de los periféricos. El motivo esencial son las transformaciones relevantes en la nueva división del trabajo, alimentada por unas transacciones cada vez más globalizadas. El caso de Estados Unidos es, quizás, el ejemplo más notable de ese proceso económico. Estados Unidos tiene un grave problema de desindustrialización, que lastra su balanza de pagos y, por ende, su posición en los mercados de la economía productiva. La estructura del país norteamericano es contundente: entorno al 80% se enmarca en los servicios, con caídas en la productividad del capital industrial y retrocesos en la renovación de stocks industriales, a la par de un incremento notable de las importaciones de bienes secundarios. En ese contexto, ha habido, desde los años 1980, una política tendente a eludir la estrategia industrial a favor de los procesos de financiarización, aprovechando la fortaleza monetaria estadounidense y el dinamismo de sus multinacionales.
En cuarto término, la impronta crucial de la innovación. Aquí las estadísticas discurren en su perfil más industrialista: no resulta fácil captar las innovaciones que surgen del sector terciario de las economías, un sector que se va diversificando hacia subsectores cuaternario (investigación) y quinario (servicios sociales sin ánimo de lucro, como la sanidad). En tal aspecto, se pueden observar dualidades productivas en un mismo país: empresas potentes y con fuertes dotaciones de capital y trabajadores, con productividades más elevadas, junto a una constelación de pymes (entre 1 y 10 trabajadores) con muchas dificultades para entrar en procesos solventes de innovación, sin el soporte público. En este sentido, el caso de España es ilustrativo: urgen impulsos para tener posiciones aceptables en el conjunto de una economía del conocimiento cada vez más sofisticada, lo cual atañe tanto al capital humano como a las infraestructuras y las posibles reformas que deban ejecutarse en el mercado.
El desarrollo de una política económica que pueda desarrollar lo que aquí se apunta requiere de un gobierno con ideas estratégicas, tendentes a mejorar el bien común, y con una incardinación clara en los complejos marcos internacionales.