Dos escritores venezolanos del siglo XX, Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva, coincidieron en narrar, desde ángulos opuestos, uno de los episodios más trascendentales del proceso de conformación de nuestra sociedad: la búsqueda de El Dorado. Comienza con una expedición auspiciada por el virrey del Perú, de trescientos curtidos soldados-conquistadores españoles, cientos de indígenas y de esclavos, bajo el mando de Don Pedro de Ursúa. La misión, fundada en un mito nacido décadas antes, era encontrar y conquistar para la Corona esa fabulosa ciudad de oro; una auténtica cruzada contra el sentido común que terminó muy mal, como tenía que ser.
Ambos autores enfocaron sus novelas en esa aventura que comenzó como una gran empresa real y terminó en un desastre de enormes proporciones, considerando la escala de la época. Entre los expedicionarios estaba un aventurero, ya maduro para el oficio, que terminó siendo el personaje central de la historia: Lope de Aguirre. Un sargento psicópata que se amotinó contra la autoridad del Rey (representada en Ursúa), y se convirtió en el amo y señor del destino de la expedición, de las vidas de quienes lo acompañaban y de aquellas de los desdichados que tuvieron el infortunio de cruzarse en su camino.
La primera consecuencia de ese golpe militar de la época fue la pérdida del rumbo. Ya no se trataba de una empresa de la Corona, de expedicionarios oficiales con un comando jerarquizado y un objetivo definido sino de una pandilla de forajidos dirigida por un loco. Bajo el mando de Lope de Aguirre, como era de esperarse, la misión devino en un frenesí destructivo que se agudizaba, en la medida en que se hacía evidente su fracaso. La idea dejó de ser encontrar El Dorado para derivar en una marcha sin otro propósito que la violencia contra personas y bienes. En un plan desquiciado, pretendieron regresar a Lima desde el Caribe (lo juzgaron más fácil). Eso los llevó desde el Orinoco a la isla de Margarita donde arribaron en julio de 1561. Se despidieron de ella el 29 de agosto, después de haberla saqueado y asesinado al gobernador y decenas de pacíficos vecinos. La aventura terminó trágicamente en Barquisimeto, donde Aguirre y sus bandoleros fueron dados de baja, como aplica ahora decir en esos casos.
A modo de ejercicio literario, a veces incluso como un pasatiempo ocioso, algunos escritores han jugado con la idea de narrar lo qué habría sucedido a posteriori, si un acontecimiento conocido, de esos que marcaron un rumbo determinado en la historia, hubiera resultado al revés. Quim Monzó, el escritor español, escribió un cuento que ejemplifica la situación, El caballo de Troya. En su twist narrativo, los troyanos dejan fuera de la ciudad al engañoso equino y, atrapados en su interior, los aqueos enloquecen y se aniquilan entre sí, algo muy apartado del cuento de Homero.
¿Qué habría pasado si El Dorado no hubiera sido un mito y Ursúa y los suyos en efecto lo hubiesen encontrado? Nadie se ha atrevido a recrearlo, pero cualquier ficción literaria cabe. El problema reside en que no es mentira que la nuestra es una realidad mágica y que uno de sus rasgos característicos es su empeño en superar la ficción. Si los escritores no se dan prisa con sus narraciones, se adelanta y las escribe ella.
Y eso fue precisamente lo que ocurrió en este caso. Nuestra realidad escribió otra historia alegórica a aquella del siglo XVI. Otra pandilla tras otro mito, el del Socialismo Bolivariano del Siglo XXI, fue la que buscó El Dorado y, lo peor, lo encontró, en Venezuela, por supuesto. En una analogía con la marcha trágica de Lope de Aguirre, reprodujo la misma locura, codicia y afán destructivo. Del hallazgo nada se ha salvado. Sus restos reposan ahora en bancos suizos, árabes, chinos e incluso de Estados Unidos. Los nuevos “marañones” han engordado y han acumulado riquezas inimaginables y ya nadie los quiere. El guion de esta tragedia todavía se está escribiendo. La realidad no ha encontrado aún cómo terminar esta historia de horror.
Fuera de cualquier ficción, percibo al chavismo como una mutación de los “marañones” de Lope de Aguirre, como una élite política sin ideología ni programas, que perdió la cordura y el sentido común. La gente ha huido despavorida del país (siete millones y contando) y la codicia y ambición son el norte de su conducta. Lo he dicho antes, se encuentran en un estado de debilidad extrema e irreversible. Son veinte o treinta marañones, carecen de principios políticos y de institucionalidad que los sostenga. La falla es estructural.