Amigos lectores:
En los últimos tres años, aproximadamente, han aparecido libros que hablan del auge de la Física entre la última década del siglo XIX y la primera mitad del XX. Para los que nada conocemos de la ciencia, el relato resulta casi inconcebible. Los hallazgos, luces que enceguecen. Abstracciones, teorías, sofisticadas especulaciones, fórmulas que han cambiado la dirección de la ciencia y de lo humano. En poco más de cincuenta años, por el mundo pasaron Marie Curie, Pierre Curie, Niels Bohr, Max Born, Paul Dirac, Paul Ehrenfest, Guglielmo Marconi, Werner Karl Heisenberg, Albert Einstein, Wolfang Pauli, Max Plank, Enrico Fermi, Isodoro Isaac Rabi, Ernest Rutherford, Erwin Schrödinger, Arnold Sommerfeld y tantísimos otros. Innumerables. Efervescencia de investigadores, personas de abultado talento, que se aliaron o rivalizaron o debatieron, en ciertos puntos de Europa y, principalmente en Estados Unidos, una vez que las guerras hicieron imposible asegurar la vida en los países donde habían nacido (a quien interese, recomiendo sin titubeos el apretado y torrencial panorama de la cuestión escrito por Tobías Hürter: Tiempo de incertidumbre. Los brillantes y oscuros años de la física, 1895-1945, publicado por Tusquets).
En esta ebullición, que alimentaban universidades, centros de investigación, intercambios epistolares, constantes debates, revistas especializadas y solidaridades profesionales; en este fenómeno en el que intervinieron disrupciones como las dos guerras mundiales, Hitler, las huidas y migraciones forzosas, así como una sensación común entre centenares de científicos a los dos lados del Atlántico, de que aquellos nuevos conocimientos constituían factores determinantes para la civilización, durante esa ebullición apareció Robert Oppenheimer (1904-1967), genio, físico teórico, patio de vaivenes y contradicciones, judío y mente deslumbrante que, a pesar de tanto factores que pesaban en su contra, fue designado para dirigir el Proyecto Manhattan, la corporación científico-militar que crearía la bomba atómica. En otras palabras, se le encargó la tarea de dirigir a una comunidad de científicos, en interacción con el Ejército, para construir, antes que los nazis, un arma que les asegurara la superioridad y el triunfo militar.
Cuando Prometeo americano, la biografía de Robert Oppenheimer apareció en el 2006, a sus autores, Kai Bird y Martin J. Sherwin, les llovieron los premios: el Pulitzer, el National Book Critics Circle Award y el Duff Cooper Prize. Dieciséis años después, sus 800 páginas han sido traducidas por Raquel Marqués García, publicadas por Penguin Random House Grupo Editorial (2022). En las páginas 1, 2 y 3 sigo el singular recorrido de este hombre. En su vida y en la historia del Proyecto Manhattan se escenifican el auge científico de una época, la mentalidad de un poder en guerra, el poderío de la cultura militar estadounidense, los entresijos de las instituciones universitarias y los centros académicos, las realidades del espionaje, la pequeña y la gran política, el FBI, la vida cotidiana en esa ciudad-laboratorio-fábrica que fue Los Álamos, las controversias éticas que se desataron en el mundo científico cuando se alcanzó la comprensión de la letalidad que podría alcanzar aquella arma que entonces no tenía antecedentes, y que hasta el ensayo realizado en territorio estadounidense, la Prueba Trinity, el 16 de julio de 1945, no era más que un desarrollo teórico, justo el ámbito, el de la abstracción y los razonamientos en secuencia, donde Oppenheimer era imbatible.
La página 4 trae un ensayo de la poeta y traductora mejicana Elisa Díaz Castelo, dedicado a Jean Tatlock, periodista, psiquiatra y militante del Partido Comunista, novia de Oppenheimer durante un relativo corto tiempo, a quien se atribuye haber sido una influencia clave en las simpatías izquierdistas de Oppenheimer. Tatlock tenía 29 años cuando se suicidó. Dice Díaz Castelo en Jean Tatlock y las fuerzas débiles: “Nacida en 1914 en el seno de una familia intelectual, Jean manifestó desde la infancia un carácter vehemente. En 1924, durante una excursión a caballo en Colorado, ella y su familia encontraron una iglesia católica en ruinas. Adentro, la niña de diez años recogió algunas casullas polvorientas y parafernalia eclesiástica de variada índole e improvisó una homilía sobre su oposición a la religión, diciendo que cada día se tallaba bien la frente para limpiar el sitio donde había recibido el bautismo. La adolescencia, esa etapa de por sí tempestuosa, lo fue aún más para Tatlock”. En esa misma página, añadí un recuadro sobre la novela gráfica Trinity. Historia gráfica del Proyecto Manhattan (Editorial Big Sur, España, 2023), de Jonathan Fetter-Vorm y Michael Gallagher. No me extenderé al respecto: se trata de un sorprendente e impecable trabajo.
Las siguientes dos páginas, 5 y 6, traen una novedad: la traducción que hizo Francisco Suniaga de Matar un elefante, uno de los ensayos más celebrados de George Orwell (1903-1950). Si el lector no conoce nada de la esfera Orwell, esta es una magnífica oportunidad de regalarse un primer bocado; si ya la conoce, la promesa consiste en volver a Orwell, esta vez en la fluida versión de Suniaga. Matar un elefante tiene una cualidad que lo hace memorable: está construido como un relato. Narrador y pensador son indisociables. Por ejemplo: “Y súbitamente entendí que, después de todo, tendría que matar al elefante. Era lo que la gente esperaba de mí y tendría que hacerlo; podía sentir sus dos mil voluntades presionándome de manera irresistible para que lo hiciera. Y fue en ese preciso instante, mientras estaba ahí con el rifle en mis manos, que por primera vez tuve la visión de la vaciedad, de lo fútil del dominio del hombre blanco en el Oriente. Allí estaba yo, el hombre blanco con su arma, de pie frente a una multitud de nativos desarmados –un aparente actor principal; que en realidad era una marioneta absurda, empujada de aquí y allá por la voluntad de aquellas caras amarillas detrás suyo–. Percibí en ese momento que cuando el hombre blanco se vuelve un tirano es su propia libertad la que destruye”.
Este junio, en buena parte del mundo, se han recordado los 300 años del nacimiento de Adam Smith (1723-1790), filósofo y economista, autor del muy influyente Una investigación sobre la naturaleza y las causas de las riquezas de las naciones, a quien se atribuye ser el fundador de la economía moderna. Julio H. Cole, Doctor en Economía, académico, editor de la revista Laissez-Faire, reconocido ensayista y uno de los más importantes estudiosos del pensamiento liberal en América Latina, escribe el texto que está en la página 7, que inaugura el dossier dedicado a Smith. En las páginas siguientes, fruto de las eficaces diligencias de Andrea Rondón García (CEDICE), se suman textos de Antonio Canova García, José Valentín González, Nasly Ustáriz, de la propia Rondón García, más un fragmento de Hayek sobre Smith. Por último, en la página 11, añadí un fragmento de Emeterio Gómez (1942-2020) sobre Smith, tomado del libro de 1984, Socialismo y mercado. De Keynes a Prebisch, los infortunios de la socialdemocracia latinoamericana, que incluye el prólogo de Maxim Ross.
El dossier Adam Smith tiene una peculiaridad: el artículo de José Valentín González recuerda la visión crítica del economista Murray Rothbard (1926-1995), quien sostuvo que Smith no fue el fundador de la ciencia económica, y que entre sus reprobables prácticas intelectuales, incluía el plagio descarado. Incluí unos fragmentos de Rothbard, que contienen algo de sus feroces comentarios.