Tengo muchos motivos para admirar y venerar a Horacio Biord Castillo y uno de ellos es que en el Diccionario de Historia de Venezuela, 1979, editado por la Fundación Polar me dio a conocer a Amalivaca, el héroe cultural de los tamanacos orinoquensis. Dentro de la cosmogonía tamanaca, explica Horacio Biord, Amalivaca era visto como un hombre supuestamente blanco como eran los tamanacos al principio de los tiempos e iba vestido. Su historia es fascinante porque tenía un hermano llamado Uochi y juntos crearon el mundo, los seres, la naturaleza y se las daban de dioses diseñadores: intentaron diseñar un río, el Orinoco, que al mismo tiempo que va, viene. Es decir, que mientras fluye sus aguas regresan facilitando el trabajo de los remeros permitiéndoles mantener sus fuerzas en buen estado. Es de imaginar que los dos hermanos estuvieron discutiendo largo tiempo su novedoso proyecto fluvial hasta que comprendieron que no obstante ser ellos dioses tamanacos resultaba muy cuesta arriba diseñar un río que contradijera su inexorable normalidad de únicamente ir y no de ir y devolverse al propio tiempo. Simplemente, no existe ninguna deidad capaz de hacer posible semejante extrañeza. Ya se considera ineficaz o deplorable el torpe diseño de las jirafas, hipopótamos, camellos y ornitorrincos para no mencionarme. Tal vez me sirva de aliento pensar que en la viña de estos dioses tamanacos solo hay uvas y no como ocurre en la de nuestro Señor ¡que hay de todo!
Cuando, gracias a Horacio, supe de la existencia de Amalivaca entendí o comprendí qué es ser venezolano, cómo puede ser tan absurda la vida política de este país y cuánta es de sorprendente y entrecruzada no solo mi propia vida sino la cultura que me envuelve. Escribir un mal poema o un breve relato con el propósito de alcanzar la puertas del Banco Central o de la política, es decir, del poder como han hecho muchos compatriotas que se autocalifican de intelectuales es jugar a ser dios tamanaco porque es creer que se va cuando en realidad es la dignidad, rechazada, la que está de vuelta.
En lugar de aceptar que la guerra había terminado y que debía dedicarse a educar a los pueblos que liberó o inventó, Simón Bolívar se dejó atrapar por la política y se convirtió en el río de Amalivaca y no le quedó otra que navegar por el Magdalena, un río de verdad, sin saber cómo salir del laberinto en el que lo confinaron los propios países que aspiraban a separarse de la Gran Colombia. No ha sido el único porque el «ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario», la delirante exclamación de Carlos Andrés Pérez, no parece dicha por él sino por nuestro héroe tamanaquénsis. De la misma manera, aquel «¡estamos mal, pero vamos bien» no le pertenece a Teodoro Petkof sino al hermano de Uochi.
El tiempo del país venezolano lo sigue impulsado inexorablemente hacia adelante, pero ética, social y económicamente bolivariano avanza en retroceso igual que el río de los hermanos diseñadores. Mi verdadero padre no es el aventurero de la parroquia San Juan que me engendró hace poco mas de noventa décadas; tampoco lo es Simón Bolívar; padre, además, de la patria que me vio nacer. En mis desbordados sentimientos y pareceres ese privilegiado lugar le está reservado al atolondrado y extravagante diseñador del único río en el mundo que habría navegado hacia adelante al mismo tiempo que surcaba hacia atrás y yo habría hecho posible la afirmación de Arthur Rimbaud de que «la vrai vie est ailleurs«: la verdadera vida está en otro lugar siempre que no se encuentre en el caudal del viejo Orinoco que se devuelve mientras corre hacia adelante.
Horacio Biord dice que un día Amalivaca decidió regresar en canoa al otro lado del mar de donde había venido y adonde van las almas de los hombres después de la muerte. Vaticinó cuando dijo a los tamanacos que solamente mudarían de piel, es decir, que tendrían vida eterna porque rejuvenecerían al cambiar de piel. Pero una vieja que lo oyó puso en tela de juicio lo expresado y Amalivaca, molesto, contrariado, hizo exactamente lo que habría hecho el río que trató de crear: dio marcha atrás y les aseguró que todos morirían.
Hay Escarrás en la política venezolana que hacen creer que van cuando en realidad vienen, traicionándonos. También he conocido a muchos Amalivacas. Fidel Castro es uno, Hugo Chávez es otro. Al principio aseguran ser demócratas y juran total y absoluta libertad, y luego hacen todo lo contrario de lo que prometieron convirtiéndose en sátrapas de espanto. Ríos que antes de llegar al mar ya están devolviéndose como en el poema de Elizabeth Schön: «hacia ningún comienzo».