Francisco de Herrera “El Mozo” y el Barroco total

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Cristo camino del Calvario (después de la restauración), 1676-77

Francisco de Herrera ‘el Mozo’ (Sevilla, 1627-Madrid, 1685) es uno de los artis­tas más desconocidos de nuestro Siglo de Oro, a pesar de destacar en su tiempo como pintor, dibujante, grabador, arqui­tecto, escenógrafo e ingeniero. También sobresalió como fresquista, pero desgra­ciadamente esa faceta la desconocemos pues todas sus pinturas murales se han perdido.

Formado en Sevilla, se­guramente con su padre, el pintor Francisco de Herre­ra ‘el Viejo’, nos ha llegado la semblanza que de él hizo el tratadista Antonio Palomino en las primeras décadas del siglo XVIII, quien le describe como una persona contro­vertida, bizarra, galante, de ingenio vivaz y consciente de su valía. Añade que Herrera fue muy envidiado, algo en lo que coinciden otros contemporáneos del pintor, como el sacerdote y erudito Fernando de la Torre Farfán o el ca­nónigo de la catedral de Sevilla Francisco Barrientos.

En la formación de Herrera fue crucial su estancia en Roma, donde se familiarizó con el lenguaje barroco de Bernini y Pietro da Cortona. Su posterior llegada a Ma­drid fue un absoluto revulsivo para los artistas madrile­ños de su generación, como Francisco Rizi, Juan Carreño de Miranda o Claudio Coello. De igual modo, su activi­dad en Sevilla es decisiva para entender la evolución del arte de Murillo, al que probablemente, como dejan entre­ver las fuentes documentales, desplazó en algún encargo.

La importancia de Herrera reside en haber sabido in­terpretar la magnificencia y la propaganda características del Barroco mediante una ingeniosa integración de las artes y un personal desarrollo del concepto de “Barroco total” aprendido en Italia. Solo por esto y por su influen­cia posterior merece el lugar de honor que le ha sido ne­gado por nuestra historiografía, un reconocimiento que esta exposición quiere reivindicar mediante la presenta­ción con un nuevo enfoque de lo más destacado de su producción, en buena parte restaurada para la ocasión.

Francisco de Herrera El Mozo 1
Francisco de Herrera El Mozo 1

El triunfo del sacramento de la Eucaristía (después de la restauración), 1656

Su gran versatilidad plástica, que desplegó en diversos campos, como el dibujo, el grabado, la pintura al óleo y al fresco, la escenografía, la arquitectura y la ingeniería, nos lleva a referirnos a él como artista total. Gozó en vida de enorme fama por el carácter singular e innovador de su obra, cuya calidad indudable le llevó a alcanzar los pues­tos de pintor del rey y maestro mayor de Obras Reales, pero también a despertar tanto la admiración como la en­vidia de sus contemporáneos.

Sin embargo, su fuerte ca­rácter, la incomprensión de la crítica ilustrada y el hecho de que parte de su obra se haya conservado en mal es­tado o de que ni siquiera haya llegado a nuestros días –como su pintura mural–, han contribuido al escaso cono­cimiento de su figura en el presente.

De aprendiz con Francisco de Herrera “El Viejo”

Una de las constantes que advertimos en el arte de He­rrera ‘el Mozo’ es la influencia paterna, evidente durante su aprendizaje como grabador y manifiesta en la depen­dencia de sus modelos pictóricos. Sin embargo, Herrera acabará distanciándose notablemente de su padre en el manejo del colorido. Por los años en que ‘el Mozo’ llevaba a cabo su formación en el taller familiar, Herrera el Viejo abordaba uno de sus encargos más ambiciosos, el retablo del colegio de San Basilio en la Casa de la Misericordia de Sevilla.

Hoy sabemos que esas pinturas no le fueron pa­gadas hasta 1647, dinero que reclamó cuando se encon­traba ya asentado en Madrid y cuyo cobro encargó a su hermano Juan de Herrera, probablemente por desconfiar de su hijo. Esto permite deducir una mala relación entre ambos, confirmada por sus propios biógrafos. Ese mis­mo año, y sin la presencia de su padre, Herrera al Mozo se casó en Sevilla con Juana de Auriolis y Medina. Tras divorciarse a los pocos meses y después de devolver las alhajas y menaje aportado como dote por Juana, Herrera marchó en solitario a Roma para completar su formación en alguna de las academias de la ciudad y buscar fortuna.

La estancia en Roma

La estancia de Herrera en Italia debe situarse entre 1648 y 1653, teniendo como testimonio fidedigno de la misma un conjunto de estampas con cartuchos decorativos que se conservan en la biblioteca de la Obra Pía en la iglesia nacional española de Santiago y Montserrat de Roma, de los que se guardan otras pruebas en el Metropolitan Mu­seum de Nueva York y en el Victoria & Albert Museum de Londres.

Junto a estas evidencias gráficas, que confir­man la dependencia de los modelos de su padre y su tío, se han podido documentar pinturas suyas en las colec­ciones del canónigo Giovan Carlo Vallone, archivero de la iglesia romana de Santa Maria ad Martyres (Panteón) y académico de los Virtuosi, y de Paolo

Giordano Orsini, II duque de Bracciano, académico de San Luca y amigo de Bernini. En ambas colecciones esas obras se inventariaron como bodegones de peces, identi­ficándose al artista con el apelativo de “il Spagnolo”, lo que confirma lo dicho por Palomino y, más adelante, por Juan Agustín Ceán Bermúdez sobre el apodo con el que Herre­ra fue conocido en Italia, “Il Spagnolo de gli pexe” (el es­pañol de los peces).

En ese periodo debió de relacionarse con los hoy de­nominados pintores del dissenso, artistas heterodoxos que sobrevivían en Roma al albur de los encargos de co­merciantes de pintura, que habían optado por la vía del colorido y, sobre todo, que practicaban el dibujo como medio de aprendizaje en las academias privadas.

En esa disciplina, la exposición ofrece una de las aportaciones fundamentales. Se ha conseguido reconstruir toda la actividad gráfica roma­na de Herrera ‘el Mozo’ gracias a la identificación de un conjunto de dibujos antes atribuidos al círculo del pin­tor milanés Pier Francesco Cittadini, activo en Bolonia y Roma. Estas obras son esenciales para entender el pro­ceso creativo y formativo de Herrera, y aflorarán en al­gunos trazos o en ciertos detalles de figuras de pinturas posteriores, como el Triunfo de san Hermenegildo o el Sueño de san José del Prado.

El mejor Apeles de España

La presencia de Herrera en Madrid después de su expe­riencia italiana se documenta en 1654 con el encargo por Juan Chumacero de Sotomayor, quien había sido emba­jador ante la Santa Sede en Roma, del retablo mayor de la iglesia de los carmelitas descalzos de Madrid. Su Triunfo de san Hermenegildo no dejó indiferente a sus contem­poráneos, siendo objeto de alabanzas y envidias a partes iguales. Su éxito fue tan grande que el propio artista afir­mó, dando prueba de su vanidad, que el “cuadro se había de poner con clarines y timbales”.

Esta declaración no solo define su personalidad, sino que refleja el rumbo que guiaba su pintura: el de la mag­nificencia y el Barroco triunfal, acorde con la pintura de Pietro da Cortona y con lo que representaba el “bel com­posto” de Bernini. El prestigio alcanzado quedó subrayado por los encargos posteriores y constatado en las fuentes de la época, que llegan a compararle con Apeles, el cé­lebre pintor griego.

Igual fama alcanzó en Sevilla duran­te los años en los que vivió en la ciudad, de 1655 a 1660, donde recibió encargos referenciales como el Triunfo del sacramento de la Eucaristía y el Éxtasis de san Francis­co, destinados a la catedral. En ellos demostró una línea completamente nueva respecto a la pintura de Murillo, en la que el color y el manejo de las sombras efectistas re­dundan en la teatralidad de ambas creaciones.

Pintor en La Corte, el prestigio y la clientela

Herrera regresó a Madrid entre 1660 y 1661 gracias a la in­tervención de dos de sus grandes valedores: el retablista Sebastián de Benavente y el pintor y escultor Sebastián de Herrera Barnuevo. El Sueño de san José del Prado, pintado para el ático del retablo de la capilla de San José en la igle­sia del colegio de Santo Tomás, supuso su definitivo asen­tamiento cortesano y el comienzo de su ascenso en la cor­te.

Sin embargo, su mayor crédito y fama lo obtuvo como pintor al fresco tras finalizar el encargo de la decoración de la cúpula de la iglesia de Nuestra Señora de Atocha. En la trayectoria de Herrera en la corte fue también decisivo el apoyo de otros poderosos patronos, como la reina re­gente Mariana de Austria, don Juan José de Austria, para quien también pintó obra al fresco, o el marqués del Car­pio, quien coleccionó obras suyas.

Entre el círculo de inte­lectuales que lo ayudaron estuvo igualmente su amigo Pe­dro Calderón de la Barca, autor de un memorial en defensa de los pintores que dominaban la geometría, la arquitectu­ra y la perspectiva tras el nombramiento en 1677 de Herre­ra como maestro mayor de las Obras Reales.

De genio muy ardiente y voraz

Herrera dibujante Herrera ‘el Mozo’ consideró el dibu­jo como el germen de toda su actividad, defendiéndolo como la base de su arte. Su padre, otro excelente dibu­jante, fue quien le introdujo en el manejo de las habili­dades gráficas, también en las del grabado. Los dibujos que nos han llegado de Herrera son fundamentales para comprender su proceso creativo, pues son testimonios preciosos para conocer las distintas facetas de su trabajo: pintor de lienzos, fresquista, grabador, diseñador de reta­blos y arquitecturas efímeras, de túmulos funerarios, ta­pices, ejecutorias y objetos suntuarios.

Todos ellos, junto a composiciones perdidas conocidas por otras vías, de­muestran su inventiva e ingenio y bastan para justificar las palabras de Juan de Tejada, canónigo de la catedral de Sevilla, sobre la capacidad y diligencia de Herrera en su trabajo para “conseguir por cuatro […] lo que por ocho no se había de hacer tan bueno”. Pero, ante todo, su activi­dad gráfica es clave para entender las ideas que defende­mos en esta exposición, la de la integración de las artes y la del artista total, sin las cuales no se explica el barroco.

Francisco de Herrera El Mozo 2
Francisco de Herrera El Mozo 2

El sueño de San José (después de la restauración), 1662

Francisco de Herrera El Mozo 3
Francisco de Herrera El Mozo 3

El triunfo de san Hermenegildo, 1654

 

Fiesta pública y escenografías teatrales

Sabemos que Herrera ‘el Mozo’ realizó dibujos para ca­rros procesionales, celebraciones conmemorativas de la Inmaculada Concepción y alegorías de la ciudad de Sevi­lla, así como de autos de fe que fijaban también la memo­ria de sucesos terribles y dramáticos.

Está documentado que, en 1673, al poco de ser nombrado pintor de la reina doña Mariana de Austria, ideó y levantó el túmulo fune­rario de la hija de esta, la emperatriz Margarita Teresa de Austria, una arquitectura efímera que se había de insta­lar en la capilla del Alcázar, en la que el dibujo jugaría un papel fundamental y de la que, desgraciadamente, no nos han llegado testimonios gráficos.

Francisco de Herrera un arquitecto inventivo

Una de las ocupaciones de Herrera ‘el Mozo’ fue la arqui­tectura, actividad que pudo desempeñar por sus amplios conocimientos de matemáticas y geometría, recibidos de Francisco Ruesta, militar, ingeniero y matemático. Herrera sostenía que los grandes pintores habían sido arquitectos, y así lo defiende en la epístola que escri­bió en defensa de esta disciplina, donde afirma que los pintores “uniendo las líneas al dibujo han consegui­do la mayor perfección”.

De esta forma, contraponía al arquitecto inventivo respecto a los arquitectos prácti­cos –que ejemplificaba en José del Olmo, aparejador de las Obras Reales–, que no mostraban grandes in­quietudes intelectuales. Herrera no aceptaba la sepa­ración de las artes porque, en su opinión, arquitectu­ra, escultura y pintura se presentaban en “tres círculos unidos”.

Como arquitecto, Herrera ‘el Mozo’ fue el in­troductor del estípite en la retablística hispánica (re­tablo de la iglesia de Nuestra Señora de la Almudena en Madrid), además de consolidar el empleo de la co­lumna salomónica de orden gigante (retablo de la igle­sia del hospital de Nuestra Señora de Montserrat, tam­bién en Madrid).

De ahí la importancia de su trabajo y su condición de referente para sus compañeros de generación, que lo propusieron para dirigir la acade­mia de artistas españoles en Roma en 1680. Ese mis­mo año había dado las trazas para la planta del Pilar de Zaragoza, su gran éxito como arquitecto inventivo y su gran frustración debido a los problemas de cimen­tación que tuvo la obra. Aun así, Teodoro Ardemans, su discípulo y defensor, destacó su conocimiento de las artes matemáticas y honró la figura de su maes­tro, “cuya memoria”, sostuvo, “merece ser respetada y atendida con veneración”.

Cambio16.com

 

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