El sábado 24 de este mes el mundo se vio sacudido con la noticia de la rebelión protagonizada por el líder de los mercenarios Wagner, Yevgeny Prigozhin, en reacción de inconformidad con el plan del ministro de la Defensa, Serguéi Shoigú -con el visto bueno de Putin-, a través del cual todos los miembros de Wagner debían firmar contratos con el Ministerio de Defensa, sus adversarios explícitos y no pocas veces increpados, para garantizarles protección social y ayudas estatales. Plan que en realidad se orientaba a que el grupo mercenario quedara bajo la tutela del Kremlin. Prigozhin cruzó con 25.000 hombres, según dijo, la frontera rusa a la región de Rostov desde Ucrania, para iniciar una “marcha por la justicia” hacia Moscú, argumentando el caos causado por la cúpula militar en la guerra de Ucrania y la muerte de más de 100.000 soldados rusos por su culpa.
Sorpresivamente, ante un universo expectante, en menos de 24 horas se anunció un acuerdo negociado entre el Kremlim y Prigozhin que contó con el dictador Lukashenko como mediador, de acuerdo con el cual el líder mercenario, argumentando querer evitar un derramamiento de sangre, aceptó trasladarse a Bielorrusia a cambio de que las autoridades rusas archiven el caso penal abierto contra él. Es de suponer que esta historia continuará, pero a los fines de este artículo me detengo aquí, ya que mi pretensión no es dedicarlo a este tema que ya cuenta con innúmeros análisis de especialistas en distintas materias políticas y militares.
Traje este caso a colación como un ejemplo de una solución negociada cuando existe voluntad política y las partes en conflicto aceptan ceder a cambio de los beneficios a obtener. Ejemplo precisamente muy contrastante con el estancamiento en que nos encontramos en Venezuela desde que se inició el diálogo de México en agosto de 2021, para no retroceder hasta pasados fallidos episodios similares, en el que gobierno y oposición firmaron un memorando de entendimiento en el que afirman estar dispuestos, sobre todo, a acordar las condiciones necesarias para celebrar elecciones en el país con todas las garantías, a cambio de que sean levantadas las sanciones internacionales contra Venezuela.
En octubre de ese mismo año, el gobierno de Maduro se retiró de las conversaciones con la excusa de la detención de Alex Saab, a quien exigían incluir como parte de la delegación negociadora con carácter de diplomático. Desde ese entonces se produjo otro encuentro entre el gobierno y la oposición de Venezuela en México en noviembre de 2022, en el que las partes suscribieron un acuerdo parcial en materia social y en abril de 2023 el encuentro en Colombia con la mediación del presidente Petro; que debería ser entendido más bien como una demostración del interés internacional en este proceso.
Justamente este momento, el año previo a la realización de elecciones nacionales que deberían ser en diciembre de 2024, es propicio para hacer un balance. Ya se han producido decisiones arbitrarias de parte del oficialismo que sigue utilizando a su antojo la espada de Damocles sobre las garantías de un proceso mínimamente confiable, que no se diferencia de la conducta asumida en oportunidades anteriores.
Ilegalmente la Asamblea Nacional conminó a renunciar a los integrantes del CNE que responden al oficialismo y destituyó a los vinculados a la oposición para designar uno nuevo, que se especula razonablemente será más incondicionalmente oficialista, o sea menos confiable y más disuasivo a la participación del electorado opositor.
La suerte de los candidatos opositores no escapa de la incertidumbre, cuyo desenlace queda en manos de la voluntad de quienes detentan el poder. Ya sobre María Corina Machado, la candidata que ha conseguido el mayor apoyo popular, pesa una solicitud de inhabilitación. Tampoco hay noticias sobre una eventual habilitación de Capriles, quien también tiene un lugar en las encuestas.
Estas elecciones tienen gran importancia no sólo para los sectores democráticos venezolanos, por la imperiosa necesidad de reemplazar a los que han asfixiado y destruido el país desde hace cerca de un cuarto de siglo, sino también para gran parte de la comunidad internacional, para la que resulta imperioso que en estos comicios salga electo un gobierno que pueda ser reconocido y con el cual se puedan establecer relaciones diáfanas y estables.
Es la oportunidad para las cúpulas del poder en Venezuela de blanquear si son capaces de correr el riesgo de medirse en condiciones electorales medianamente aceptables y competitivas.