Si al amanecer del siglo XX alguien con ingenuidad desprejuiciada hubiera preguntado sobre el presente y futuro de los jesuitas en Venezuela, hubiera recibido un no rotundo, con un largo pasado de ausencia y un futuro sin rostro. Hacía 130 años (en 1767) que los jesuitas habían sido expulsados por el Rey de España  y sus colonias y ya se había cumplido medio siglo del decreto presidencial de José Tadeo Monagas (1848) que prohibía su entrada a nuestro país, y no había señales de cambio.

En 1900 contar con la labor educativa de los jesuitas en Venezuela  parecía un sueño imposible. Dieciséis años después (1916) dos de ellos pudieron entrar  calladamente para dirigir el seminario formador de sacerdotes. “Que vengan pero que no hagan ruido”, dicen que dijo Juan Vicente Gómez a las autoridades de la Iglesia que le solicitaron este permiso excepcional. El Nuncio les aconsejó a los primeros que entraran discretamente y se identificaran como sacerdotes, pero no dijeran que eran jesuitas. Modesto paso posible en el reinado de aquel imposible.

Siete años después, no sin polémica ni resistencias, en 1923 se abría el Colegio San Ignacio en la Esquina de Jesuitas, en el centro de Caracas. Las realidades avanzaban a pesar de los mitos de una Compañía de Jesús peligrosa que parecía obsesionar a las mentes anticlericales reinantes en aquella sociedad.

Los jesuitas seguían soñando y su “en todo amar y servir” no podían resignarse a la ausencia total en Venezuela. Entre el todo y la nada podían empezar con un par de cientos de muchachos en un naciente Colegio San Ignacio. Modesto comienzo que encerraba el sueño ilimitado de lo que todavía era imposible. En ese modesto embrión están los otros colegios: Mérida, Jesús Obrero, Maracaibo, Barquisimeto y Ciudad Guayana. Pero sus sueños eran del tamaño de las necesidades educativas de Venezuela y no podían encerrarse dejando fuera el mundo retador de la educación universitaria y el inmenso campo de la educación popular de quienes no la pueden pagar. El colegio San Ignacio fue la madre nutricia de la UCAB y de Fe y Alegría que en 1923 lucían imposibles.

Este año la Universidad Católica está cantando su cumpleaños feliz número 70 a la criatura que nació en 1953.  Pocos antes años, durante el llamado Trienio Adeco (1945-1948) y en la Constituyente de la incipiente democracia, oradores de verbo encendido exigían la expulsión del país de los “peligrosos” jesuitas y algunos preparaban el decreto presidencial de su expulsión, mientras los jesuitas tomaban la precaución de  alistarse para salir al exilio ligeros de equipaje.

Pero como nunca faltan soñadores y visionarios, en esos mismos años de amenazas un jesuita caraqueño, P. Carlos Guillermo Plaza, soñaba con la fundación de la Universidad Católica. Parecía una locura fuera de toda posibilidad soñar con la fundación de la universidad en medio de las amenazas de expulsión. Las razones en contra eran claras: no había y nunca en la república venezolana había habido autorización para una universidad privada y mucho menos católica.  Además, se comentaba en la Iglesia y entre los jesuitas que al radical impedimento jurídico se sumaba la falta de recursos materiales y financieros y de personal académicamente preparado.

Aun así, dejando de lado  carencias e imposibilidades,  el visionario P. Plaza siguió soñando con la creación de la universidad en el momento mismo en que otros  exigían la expulsión de los jesuitas. Cinco años después era un hecho sorprendente el nacimiento de la Universidad Católica en la Esquina de Jesuitas, en la sede generosamente cedida por el Colegio San Ignacio que se mudaba a su nueva y amplia sede en Chacao. Los obispos y las autoridades jesuitas cedieron ante la insistencia del P. Plaza; venciendo las reticencias de obispos y jesuitas tuvo la colaboración del propio ministro de Educación José Loreto Arizmendi que abrió una pequeña puerta en la Constitución para que fuera posible el nacimiento de universidades privadas en Venezuela. De nuevo se lograba hacer que lo necesario se hiciera posible y que lo posible tomara cuerpo en la realidad.

No había jesuitas preparados para ser decanos, pero había laicos católicos dispuestos a poner su prestigio y cualificación académica,  y así el sueño imposible dio paso a la realidad posible de la semilla que con el tiempo se convertiría en el árbol frondoso que es hoy la Universidad Católica Andrés Bello.

Pero los sueños imposibles de los jesuitas no se acabaron y de esa misma Esquina de Jesuitas, dos años después, partieron jóvenes estudiantes al encuentro de una niñez pobre que no conocía escuela. Era necesaria una Venezuela sembrada de escuelas, era necesaria, pero inexistente. Era un sueño imposible que con Fe y Alegría empezó a hacerse realidad gracias al tripartito encuentro de esos voluntarios ucabistas, con la necesidad de los niños sin escuela en el barrio y con personas maravillosas de la comunidad en Catia como Abraham Reyes y su esposa, que donaron la mitad de su rancho y el corazón completo. Esa primera pobre escuela era portadora de un inmenso sueño multiplicador que se expandiría a cientos de escuelas en decenas de países en cuatro continentes. El audaz quijote inspirador de esta revolución educativa fue el P. José María Vélaz, que supo transmitir a los jóvenes la convicción de que la fe cristiana no es verdadera si se queda encerrada y no se convierte en Alegría de los más necesitados. La práctica ha ido demostrando el formidable potencial multiplicador que tiene este encuentro educativo de Familia, Estado y Sociedad cuando no se oponen entre sí, sino que se exigen y apoyan en la construcción de la escuela.

De nuevo tenemos un sueño modesto y sin recursos materiales, pero  portador de una inmensa inspiración evangélica que prende fuego allá donde se requieren transformaciones humanas y verdaderos incendios educativos que no se dejan apagar por cálculos prudentes de quienes reducen el campo de las posibilidades educativas o se cierran en exclusivismos mezquinos que impiden multiplicar hasta hacer realidad amplios y contagiosos movimientos educativos.

También la escuela parroquial del Jesús Obrero en la década de los sesenta gracias al Hno. Korta, al P. Sada y a otros, dio el salto al bachillerato técnico que no existía en el país, pero que, a insistencia de ellos, el Ministerio de Educación lo autorizó de modo excepcional y ad experimentum.

Podríamos traer más ejemplos de iniciativas educativas que, con el P. Plaza al frente, se concretan en la creación de la Asociación de Educación Católica (AVEC) en 1945, asociación de las más variadas  escuelas y colegios católicos autónomos, pero aunados en líneas comunes de acción, o en 1977 el nacimiento  del Centro de Reflexión y Planificación Educativa (CERPE), que une la investigación, reflexión y orientación educativa al día a día del trabajo escolar.

Ninguna de estas iniciativas  hubiera podido nacer sin el Colegio San Ignacio y los hijos se parecen a los padres, pero no son iguales 

En todas estas iniciativas estuvo presente el colegio S. Ignacio pero con una característica fundamental: no se trataba de expandirse crear nuevas ampliaciones subordinadas de lo que hacía el colegio, sino de dar origen a realidades autónomas con su propia creatividad independiente que buscan responder a nuevas necesidades. Así, Jesús Obrero se convirtió en Instituto Técnico, Fe y Alegría en movimiento de educación popular y la UCAB en universidad creativa de acuerdo a las necesidades del país y relacionada con las más de 200 universidades jesuitas en el mundo; pero no subordinadas, ni como copia estática de alguna de ellas.

En todas se busca formar hombres y mujeres conscientes, competentes, compasivos y comprometidos; no personas egocéntricas encerradas en sí mismas, sino que mirando al otro y a los retos del país, encuentran que su crecimiento personal y  la transformación humana del país sean inseparables. No queremos formar profesionales exitosos en países fracasados, hemos dicho repetidamente.

“En todo amar y servir” es la inspiración ignaciana tomada de Jesús de Nazaret que no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida por muchos (Mateo20, 28). Es el gran secreto de la vida y el tesoro escondido.