Simón García: La caja de sentimientos

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Hubo una vez en Valencia gloriosas rockolas. Las melodías que surgían de aquellas cajas de música evocaban y convocaban al amor y al desamor, a la ternura y al dolor.

En español se llamaban Sinfonolas, término que perdió su batalla con la palabra Rockola apellido de uno de los fabricantes del aparato, junto con Farny Wurtllitzer. A partir de 1954 la magia tecnológica impuso esa marca con 60 discos de 45 r.p.m. fabricado por David Cullen Rockola, el primer componente de nuestro típico bar con rockola, muchas veces acompañado del dominó y el patio de bolas.

Por la selección que la persona hacía se podía adivinar la fase de su relación sentimental. El romance pasaba por varios estados emocionales: las inseguridades del levante; la cumbre de la pasión correspondida; los despechos; las reconciliaciones y la tragedia final de un inevitable olvido.

La historia de la evolución de Valencia es también la historia de sus bares con rockolas donde se reforzaba el sentido de pertenencia a una parroquia y se amasaba el surgimiento de la Valencianidad como identidad colectiva.

La rockola alimenta el gusto musical, crea costumbres y relaciones, abre vivencias culturales. Genera, como decía Tite Curet, un ambiente de “baño María” en el que se circulan cálidas emociones, brillantes alucinaciones, reglas para marcar un disco, adoración de ídolos o un contagio ritual del canto grupal tan animado como perfectamente desafinado.

Según la división Bar-territorial de Valencia las rockolas siguieron las expansiones de la ciudad: la primera del centro hacia el sur y la segunda la creación del norte con la construcción, hacia 1946, de las Urbanizaciones Las Acacias y Carabobo.

En Catedral, La Candelaria, San Blas, El Socorro y Santa Rosa se ubicaron las mejores rockolas de Valencia, lugares para la diversión y en el caso de los trabajadores momento para celebrar, la noche de los viernes, el comienzo de lo que se llamaba metafóricamente “los días libres”.

Entre esos bares, con rockolas sumergidos en pliegues de antiguos afectos, hay que mencionar sitios, unos recordados por su denominación comercial y otros por el nombre de su dueño.

Una lista, siempre incompleta, del imperio de las rokcolas debe comenzar por el Bar del señor Marciano, siempre lleno de clientes por hacer esquina con la Plaza Bolívar.

Se propagaban bares como el Mundial en la calle Colombia; El Noche de Ronda en la misma calle con Av. Branger; La Gitana al comienzo de la Comercio; El Conde; El Mamón en calle Anzoátegui cruce con Vargas; El Tomo y Obligo en la Constitución, el bar del Chingo en El Calvario y el icónico La Guarita donde el señor Tavares mantuvo una buena rockola que después sustituyo por un Tocadisco a petición.

El dueño del Bartolo, el bar de los estudiantes, era el Se Gino, un italiano que mantenía una buena combinación entre repertorio clásico y novedades. Un bolívar permitía marcar cinco canciones y el precio de una noche de cervezas podía sostenerse alargando la beca. En las cercanías del Gimnasio cubierto estaba el Bar La Frontera

La avenida Bolívar tenía las rockolas de El Tokay, frente a Arenas de Valencia; La Ceiba un local con apariencia de bodega descuidada y los famosas El Piache y El Llanero donde un servicio de ron con 1 parrilla mixta costaba 20 bolívares. Entre las rockolas excepcionales habría que añadir la de La Cabaña, vía Guataparo.

En Naguanagua el emblema del bar rockolero era El charro negro, que toma el nombre de una leyenda mexicana sobre un hombre ambicioso condenado al infierno. Un templo bajo dominio del Heraclio Barnal de Cuco Sánchez, El rey de Pedro Vargas; Payaso de Javier Solís; Fallaste corazón de Pedro Infante o Me cansé de rogarle de Jorge Negrete. En ese municipio estuvo también El Alaska en La Entrada donde unas noches de bolero alternaban con su rockola.

La sensualidad, la ternura, la ironía o la decepción de un bolero es el alma de una rockola. En las voces de Daniel Santos, Panchito Riset, Felipe Pirela, Ovidio González, Lucho Gatica, Toña La Negra, María Luisa Landín, Olga Guillot, Carmen Delia Depianí y muchos otros cantantes cuya ausencia reparará el lector. Entrar en la jerarquía de las gloriosas rockolas de Valencia exigía un repertorio de boleros; corridos; tangos; valses; baladas; joropos; pasodobles; guarachas; porros y alguna canción en inglés.

Para entrar en la jerarquía de las gloriosas rockolas de Valencia había que abarcar desde Julio Jaramillo a Los corraleros de Majagual, de Luis Aguilar a Sadel, de Estelita del Llano a Miriam Makebay sin falta a Bartolomé Maximiliano Moré de quien el poeta Valera Mora decía; “….le metió candela a Beethoven a Mozart a Vivaldi, los Beatles se salvaron porque le hablaron largamente de algo”.

 

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