Alirio Pérez Lo Presti: Espantando zancudos

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He pasado gran parte de mi vida espantando zancudos. El asunto no tendría mayor relevancia si no fuese porque me ha tocado vivir y trabajar en sitios donde las enfermedades las transmite este vector y algunas pueden costar la vida. En mis días de médico rural, en Abejales, Estado Táchira, recuerdo que los tres colegas que me habían precedido se habían contagiado de malaria (paludismo), y uno en particular presentó secuelas severas. Pude diagnosticar más de doscientos cincuenta pacientes enfermos de paludismo y la posibilidad de enfermarse era tal, que los trabajadores de la oficina de malariología me daban cloroquina para prevenir los síntomas inminentes de llegarme a contagiar. Lo cierto es que salí invicto de esa y el tiempo me ha permitido echar el cuento.

Montones de conocidos han adquirido dengue, leishmaniasis, chikunguña y otras enfermedades, como si de poca cosa se tratara, mientras en mi vida ha habido un halo de mosquitos y zancudos que me han seguido a todas partes y afortunadamente no he adquirido estos potenciales padecimientos. El asunto me lo hizo ver mi abuela cuando yo estaba muy joven, al darse cuenta de que por más plaga que hubiese en el ambiente, ella y yo compartimos la extraña virtud de jamás haber sido picados por esos bichos que van dejando su siniestro legado conforme avanzan en sus vuelos, sean selváticos o citadinos.

Nunca he sido picado por esos insectos, lo cual siempre me ha generado el interés de saber cuál es el repelente natural que llevo conmigo y que debo haber heredado en buena lid de mi abuela materna, como asomé. El asunto es que, gracias a esta suerte de virtud, recorrí sin problemas algunos lugares de Venezuela en donde morir picado por un zancudo es una cosa casi cotidiana. Trabajé en El Cantón en Barinas, y mientras viví en San Fernando y pude conocer el maravilloso Apure, los zancudos me daban vueltas, pero por nada se me acercaban, aunque estuviese en lo más adentro del llano, en un bongo rodeado de agua, contemplando los médanos de esos lugares. Llegué a atender población indígena con dos gramos de hemoglobina a quienes le ponía una malla repelente para que los zancudos no le extrajeran la poca sangre que les quedaba. En una excursión a la Gran Sabana, uno de mis mejores amigos adquirió leishmaniasis mientras andábamos por los mismos montes y caminos. Ir a Brasil manejando y llegar por los lados de Boa Vista, la capital de Roraima, era empaparse de territorio infestado de zancudos. Volví a pasar invicto.

Pero como todo en la vida, hubo dos episodios en que mi talón de Aquiles quedó al descubierto y plagas emparentadas con zancudos y mosquitos hicieron estragos en mi piel. Una de esas ocasiones fue por los lados de Guayanito, cerca del complejo Hidroeléctrico Uribante-Caparo. Andaba cortejando a una hermosísima llanera que era toda sonrisas conmigo y me invitó a un parrando a disfrutar con gente cercana. Me advirtieron que no tomase nada de licor, porque en ese lugar estaban los “coquitos micheros”, capaces de arruinarle la diversión a cualquiera que consumiese una gota de alcohol. Entre danza y buenos pedazos de carne en vara, no faltó quien me pasase un trago de ron y como por arte de magia, cuando sudé, me atacó un enjambre de los fulanos “coquitos micheros” que llegaron a picarme de manera tan alevosa y carnicera que tuve que posponer cualquier intento de seducción que pudiese tener alguna posibilidad de trascendencia con la llanera que esa noche me alegraba la noche, robaba mis sonrisas y me alborotaba con el baile. Ese día perdí mi invicto.

El segundo encuentro en el cual se ensañó la plaga conmigo fue en la Quebrada de Jaspe, por el Estado Bolívar. Yo me había embadurnado con repelente porque me habían advertido que los “puri-puri” son una especie de jejenes que son capaces de dañarle la aventura a cualquiera porque se lanzan sin detenimiento a chupar sangre sin compasión y con esmero. La cosa es que, en un momento, mientras me bañaba plácidamente en la cascada, la totalidad de las personas que ahí se encontraba habían salido corriendo y yo me había quedado solo. Con la fuerza exquisita del agua de la cascada, el repelente había sido barrido por completo de la piel de la gente (incluyéndome) y fue tarde cuando me di cuenta de que me rodeaba una nube negra que me sacaba una y decenas de veces sangre por minuto mientras el repelente iba siendo barridos de mi cuerpo por acción del agua. No respetaron que todavía estaba en el lecho del río para lanzarse ávidamente contra mi piel y llegué a un sitio seguro lleno de marcas. Era la segunda vez que los bichos me ganaban.

De esas me he salvado y en esas he estado. Los bichos han logrado hacer fiesta conmigo, en esas dos ocasiones que he narrado. Por eso me asusté casi de manera escandalosa cuando iba en mi carro por una avenida de Santiago de Chile en pleno invierno y un zancudo gigante se metió en mi automóvil. Tuve que detenerme para sacarlo, pensando qué clase de mostruo era ese, tan gordo con apariencia de estar bien nutrido. Logré espantarlo y acá estoy. Mientras evoco esos lugares y traigo hoy en día tantos recuerdos en donde las más estrambóticas plagas han estado presentes en mi vida.

Filósofo, psiquiatra y escritor venezolano – @perezlopresti

 

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