Ángel Oropeza: Hacer que llueva

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Una de las formas más primitivas de aprendizaje es el fenómeno de la “habituación”. Por habituación se entiende el proceso de decrecimiento de la respuesta de un organismo ante un estímulo repetido y continuado del entorno. Dicho de otra forma, es el fenómeno por el cual dejamos de responder y reaccionar ante ciertos eventos y situaciones que nos rodean, de tanto tener que enfrentarlos.

Ejemplos típicos de habituación son la adaptación auditiva ante ambientes ruidosos que al principio nos parecían intolerables, la aclimatación con el tiempo a ciertas temperaturas que considerábamos irresistibles, o el sentir menos dolor o incomodidad ante estímulos aversivos que originalmente nos resultaban inaguantables.

Si bien representa un papel necesario y funcional para la supervivencia, en tanto que nos permite adaptarnos a los cambios en el ambiente y a reorganizar nuestra conducta para responder sólo a ciertos estímulos y no a otros, la habituación también puede provocar consecuencias indeseables. Así, por ejemplo, la persona puede terminar acostumbrándose a una pauperación progresiva de su ambiente sin percatarse de ello, o a dejar de reaccionar ante situaciones o eventos que la limitan de tanto repetirse.

Desde el punto de vista social, la habituación puede conducir a percepciones de baja eficacia política, esto es, al autoconvencimiento que lo que ocurre en mi entorno político es independiente de mis acciones y que no puedo hacer nada frente a ello. No es difícil entonces imaginar por qué la esperanza de procesos masivos de habituación colectiva es el sueño dorado de los regímenes políticos explotadores, y al mismo tiempo el riesgo más grande para la viabilidad de las luchas por la liberación.

En su clásico libro The Moral Economy of the Peasant: Rebellion and Subsistence in Southeast Asia, James Scott plantea la aparente paradoja entre dos poblaciones: una, llamémosla “A”, con condiciones materiales y de pobreza generalizada mucho más graves que otra a la que llamaremos “B”, la cual a pesar de estar en una situación social comparativamente mucho mejor que la de A, comienza a experimentar las consecuencias de una crisis económica y social.  El caso es que mientras el proceso de empobrecimiento de A fue progresivo y extenso en el tiempo, el de B fue brusco y rápido. Ante la pregunta de en cuál de los dos países es mayor la probabilidad de reacción colectiva de su gente, quienes creen en la primacía de las “condiciones objetivas” dirían que obviamente en A.  Sin embargo, es lo contrario. La probabilidad de reacción y levantamiento popular son mucho mayores en B. Y la explicación tiene que ver justamente con el proceso: en A se fueron acostumbrando lenta y progresivamente a vivir peor. En B, no hubo tiempo para que la gente se habituara.

Si algún riesgo severo tiene la lucha por la liberación democrática de nuestro país, es la habituación colectiva a dejar de vivir para sólo subsistir. Acostumbrarse a vivir como reos de un cuartel sin agua, sin luz, con comida cara, con pésimos servicios públicos, controlado por el hampa –la de cuello blanco y la de calle-, con la dignidad secuestrada y además sin posibilidad de indignarse y protestar, so pena de ser castigado o simplemente eliminado. O acostumbrarse a que el gobierno no acepte contarse, que recurra a todos los delitos posibles para impedir que la gente se exprese electoralmente y anule la posibilidad que sea la población la que decida su destino. Habituarse a esto, adaptarse a la patológica y cínica “normalidad” oficialista, es el primer y gran paso para desarmar el ánimo, abandonar la lucha por considerarla inútil, y entregarle definitivamente el país a sus captores, con nosotros, nuestra historia y nuestras familias adentro.

En una ocasión el padre Luis Ugalde, siendo rector de la UCAB, preguntaba a los muchachos de los movimientos estudiantiles universitarios cuál era la razón por la que la danza de la lluvia de los indios siempre funcionaba. Ante la disparidad de reacciones de los jóvenes, algunos de los cuales buscaban respuestas científicas o de lógica racional a la pregunta, la lección magistral de Ugalde es para siempre recordar: la danza de la lluvia les funciona porque no dejan de bailar hasta que llueva.

Venezuela necesita que lluevan aguas de cambio y dignidad. Pero ellas no van a venir si no nos organizamos en nuestros sectores de pertenencia y decidimos elevar la presión social interna y la interconexión entre organizaciones y sectores sociales de todo tipo, sindicales, estudiantiles, gremiales, movimientos populares de base y organizaciones comunitarias. Sin este tejido social heterogéneo, activo y organizado, ninguna de las otras herramientas de la lucha política, incluyendo la electoral, tendrá posibilidades de éxito. Y si algún sentido tiene el proceso de primaria en medio de un entorno no democrático como el venezolano, es precisamente convertir esa tarea de organización popular en el objetivo primordial.

Es la hora de danzar, insistente y sin descanso. Danzar hasta que llueva. Pero, de nuevo, una tarea prioritaria e ineludible en estos tiempos de sequía para hacer viable el cambio es acelerar y profundizar todos los procesos de organización popular, tanto la de los ciudadanos entre sí como la de sus sectores de pertenencia.

No hay cosa que tema más el gobierno que la unidad y la organización de quienes se le oponen, que es casi todo el país. Porque no es lo mismo mucha gente –dispersa, desagregada, cada quien en lo suyo- que una mayoría articulada que pueda coordinar acciones para avanzar con eficacia y direccionalidad política hacia su objetivo común que es salir del miserable cuartel para poder empezar a construir un país con futuro.

@angeloropeza182

 

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