El debate político en los medios es rico e intenso a lo largo y ancho del territorio argentino. No cesan las movilizaciones y las negociaciones de cara a las elecciones primarias del domingo 13 de agosto, que por ley deben ser abiertas, simultáneas y obligatorias para todas las fuerzas políticas del país.
Son, abreviadamente, las PASO, en las cuales participan todas aquellas fuerzas políticas que necesitan dirimir en un proceso interno los aspirantes que finalmente postularán en las elecciones presidenciales y legislativas de octubre de este año y en las cuales tienen derecho a votar más de 35 millones de electores.
El ADN de la democracia ha penetrado a plenitud en la sociedad argentina a cuarenta años de la última dictadura. Es simplemente impensable para esa ciudadanía que alguien, en ejercicio del más grosero autoritarismo, viniera a derrumbar el órgano electoral nacional en plena organización de unas primarias, o decretara inusitadas inhabilitaciones de candidatos, pisoteando la constitución, como ocurre entre nosotros. Sin duda, se desataría un gran caos, una gran confrontación nacional de impredecibles consecuencias.
Ese debate ciertamente arduo, centrado en lo económico y lo social, con rasgos de polarización entre fuerzas políticas separadas por lo que denominan allá «la grieta», es mantenido a través de una red de medios nutrida y vigorosa, en lo nacional y lo regional, desde lo virtual hasta lo impreso, haciendo pleno ejercicio de una libertad de expresión amplísima, mérito que al menos no se le puede regatear a Alberto Fernández.
Precisamente es a Fernández, empecinado en sus zalamas y condescendientes exculpaciones para con el régimen de Maduro, a quien debemos interpelar preguntándole si los venezolanos no tenemos derecho a las mismas garantías, derechos y libertades que el pueblo argentino. ¿O es que cree que el chiquero electoral que pretende Maduro y la caverna de incomunicación de la que se sirve es todo lo que nos merecemos los venezolanos?
Fernández, como Lula, López Obrador y Petro, a conveniencias hacen abstracción a menudo de la responsabilidad principalísima e inexcusable de Maduro en el caos que vive nuestro país. De las equivocaciones, vulneraciones y omisiones en la que ha incurrido en los más diversos campos, desde lo económico hasta el gravísimo de los derechos humanos.
En medio del desastre nacional que él y su cúpula han creado, con 80 % del rechazo de la población aplastándole la espalda, Maduro pretende autoreelegirse, a semejanza del troche y moche nicaragüense, sirviéndose de condiciones electorales sui géneris que ninguno de los cuatro presidentes nombrados aceptarían para ellos, ni les tolerarían en sus países.
La inmensa mayoría de los venezolanos no encuentra ni tiene razones para reelegir a Maduro. No lo va a premiar con esa decisión contra natura, ajena a todo lo moral, justo y necesario deseable. Pero esa es la meta del «cronograma» electoral que van dejando ver con impudicia: demoler el CNE más equilibrado de los últimos años y escoger uno postrado a sus pies; inhabilitar cuanto candidato pueda amenazar su permanencia en el poder; hacer tierra arrasada con las primarias opositoras; impedir el ejercicio del voto en el extranjero; copar los espacios comunicacionales públicos y privados; utilizar la coerción contra el funcionariado público, policial y militar y pare de contar. Una ruta electoral de desfachatado tinte totalitario.
¿Si eso es así todo está perdido? La gente está diciendo que no. La concientización del poder del voto, la decisión de ejercerlo contra todo obstáculo va hacia su apogeo. Está en marcha una recuperación de la fe como principal herramienta del cambio político, lo dicen todas las encuestas. Más ahora sin suicidas llamadas a la abstención en el panorama. Esa es la primera derrota que ya ha encajado Maduro y la que va a perseguirlo hasta el 2024.
Ex-secretario general del SNTP – @goyosalazar