La guerra de Ucrania no ha respondido casi nunca a la mayoría de los pronósticos que expertos y gobiernos han ido haciendo sobre la marcha. Ni la ofensiva inicial de Rusia, ni el repliegue subsiguiente, ni las batallas de desgaste (en Mariupol o Bakhmut, por ejemplo). Tampoco, para acercarnos a lo más reciente, la tan anunciada contraofensiva ucraniana.
Lo que al principio pareció una victoria rápida del ejército ruso se convirtió enseguida en una exhibición de aparentes improvisaciones, errores tácticos, fallos logísticos de bulto y carencia de una estrategia clara. Ucrania aprovechó para organizar sus defensas, en primera instancia. Se entró en una fase de desgaste, con gran números de bajas en uno y otro lado. De la guerra de movimientos se pasó a la guerra de posiciones, por decirlo en términos clásicos de la doctrina militar. Los defensores se fijaron como objetivo mantener algunas posiciones de importancia estratégica discutible, pero de cierto poder propagandístico. Los rusos entraron en el juego ucraniano, quizás para que sus enemigos no se crecieran y también para evitar que Occidente siguiera albergando esperanzas de una victoria de su protegido.
Luego, a medida que fueron llegando los suministros de armamento occidental de nivel tecnológico superior al de su adversario, Ucrania estuvo en condiciones no sólo de resistir, sino también de golpear las líneas de aprovisionamiento y retaguardia de Rusia y de contraatacar. El verano pasado se empezó a hablar de iniciativa ucraniana. El invierno congeló los movimientos militares, pero no la actividad política y psicológica. Una a una fueron cayendo las restricciones armamentísticas que se había autoimpuesto Occidente en el apoyo a Kiev, persuadidos los gobiernos de que el Kremlin no parecía dispuesto a usar armas nucleares.
Los medios anunciaron la contraofensiva ucraniana de primavera como si se tratara de un Stalingrado a la inversa: un momento decisivo que cambiaría el signo de la guerra y colocaría a Moscú en necesidad de aceptar una negociación, ante el riesgo de perder todo lo conquistado.
Pero, de nuevo, nada ha ocurrido conforme a las previsiones. O a ciertas previsiones. Aunque algunos expertos militares advertían sobre la euforia de algunos medios y fuerzas políticas muy militantes contra Rusia, la propia actitud del presidente de Ucrania, siempre demandante de más y más ayuda, pero por lo general optimista, instalaron un mensaje de confianza. Los resultados del inicio de la contraofensiva fueron modestos. Ucrania ha liberado 250 km2, una mínima parte de ese 20% del territorio nacional que sigue en poder de Rusia.
Ocurrió luego el pintoresco suceso del jefe de los mercenarios Wagner, que favoreció unas ilusiones un tanto desaforadas sobre las “grietas” en el aparato político y militar del Kremlin. Algunos se atrevieron a describir el momento como “el principio del fin de Putin”. O, como mínimo, una señal del debilitamiento adicional de la operatividad militar rusa, lo que ayudaría a superar los problemas de la contraofensiva ucraniana.
El episodio Prigozhin se ha diluido, gran parte de los mercenarios se van incorporando a las unidades regulares del Ejército ruso y las élites rusas no parecen comportarse como si estuvieran en la fase crepuscular del régimen. Putin seguramente no está contento por lo que ha sucedido en este año y medio de “operación militar especial”, pero no parece desesperado. De momento. Conserva un apoyo matizado pero estable de China y de eso que ahora se llama el Sur global. Las tensiones diplomáticas en las recientes cumbres del G-20 y de Europa-América reflejan una realidad incontestable: la derrota de Rusia no es la prioridad para la mayoría de los países que reúnen a más del 80% de la población total del planeta. Ese Sur global sigue sin comprar el relato occidental sobre el conflicto, sin que ello suponga un respaldo de las posiciones rusas.
La sensación de atasco y prolongación de la guerra tras cinco semanas de contraofensiva no sólo incide en la moral y las estrategias de los contendientes. También crea zozobra en las potencias exteriores, que aguardan con ansiedad el encauzamiento del conflicto para enderezar el rumbo económico. Aunque el impacto energético se ha contenido, la guerra proyecta demasiadas sombras sobre el panorama económico: en Occidente, por una persistente inflación; en China por una tasa de crecimiento cuando menos vacilante; y en el mundo en desarrollo por el inseguro abastecimiento de alimentos, el peso de la deuda y otras amenazas.
En nuestro mundo, a medida que pasan los días, se debilitará el entusiasmo de las poblaciones a favor de la causa ucraniana, sobre todo si no se reducen los efectos sobre su vida de cada día. Los gobiernos tratan de neutralizar las dudas y el cansancio, con dos líneas de actuación:
* Iincrementar el arsenal ucraniano con la controvertida y moralmente dudosa munición de racimo (EE.UU.), misiles de largo alcance (Reino Unido y Francia) y acelerar el entrenamiento de pilotos de cara al posible suministro futuro de los ansiados F-16 (que aún no está decidido).
* Doblegar el compromiso político con Ucrania y eludir críticas sobre las decisiones de Kiev.
Pero el equilibrio entre la prudencia y el apoyo inequívoco no siempre es sostenible, y así se ha visto en la reciente Cumbre de la OTAN. En realidad, estas reuniones son, ante todo, ejercicios de relaciones públicas, porque las decisiones vienen bastante cocinadas de antemano. Pero la escenificación ha sido torpe: por parte de los aliados y del propio Zelenski.
El enfado del presidente ucraniano al conocer que la OTAN iba a girar una invitación de entrada genérica, ambigua, sin fecha inmediata o cercana era perfectamente evitable. El presidente Biden ya había telegrafiado su postura. Si Zelenski interpretó que las presiones favorables de británicos, franceses (conversos de un tiempo a esta parte, después de meses de jugar al caliente y al frío) y países centro-orientales podía alterar la posición de la Casa Blanca, demostró una gran ingenuidad. Si se trataba de expresar un malestar para consumo interno, tampoco parecía la mejor manera. Se lo afeó uno de sus principales aliados, el secretario de Defensa británico, Ben Wallace, que le reclamó un poco de agradecimiento. Zelenski dio marcha atrás y se entregó a un juego un tanto obsequioso de declaraciones de gratitud y de valoración hiper positiva de la Cumbre. Que Ucrania será admitida, “cuando los aliados lo acuerden y las circunstancias lo permitan” es una fórmula diplomática de libro para decir “vuelva usted mañana”.
Al final, Zelenski hizo virtud de la necesidad. Se dio otro baño de solidaridad política y aprovechó para repetir lo que lleva haciendo un año y medio: pedir más armas y más dinero, y asegurar que la victoria está más cerca.
Mientras, los soldados ucranianos se atascan en inmensos campos de minas y sistemas de fortificación de los rusos, que ya ni se plantean completar la conquista del Donbás, con avances otrora deseados en la provincia de Luhansk. Bastante tienen con mantener las líneas del frente desgastar a los ucranianos con sus drones e implantar en los políticos occidentales la idea de que la contraofensiva ucraniana será necesariamente larga y demasiado costosa.
La respuesta de Kiev a la evasiva posición de la OTAN han consistido en redoblar la audacia, con el ataque con drones marítimos contra el puente que conecta el suroeste de Rusia con la península de Crimea. Acciones simbólicas, pero poco prácticas para avanzar en las pretensiones estratégicas ucranianas. La réplica rusa, tampoco nueva, se resume en continuos ataques contra infraestructuras, que provocan pánico y hacen la vida más difícil a la población.
Quizás la medida rusa más consecuencial ha sido negarse a renovar el pacto de exportación de grano, del que dependen para su alimentación millones de personas en África y Asia. El presidente turco, muñidor del acuerdo hace un año, confía en reflotarlo, pero el reloj de la amenaza del hambre avanza muy deprisa. El bombardeo ruso de las instalaciones portuarias de Odessa, punto de salida del grano, indica que Moscú pondrá un alto precio a su avenencia.
En estas circunstancias, si en verano no hay un desbloqueo, quedará poco tiempo para acciones militares de envergadura. Estados Unidos entrará en su ciclo electoral, con el arranque de las primarias. Y los republicanos, unos más (Trump, DeSantis y algún otro escéptico) y otros menos (los de la vieja guardia, los conservadores de siempre) intentarán sacar a Ucrania de su lista de prioridades. Biden le dedicará al asunto lo justo, sabedor de que su continuidad se libra, como casi siempre, en el frente interno, lejos de una Ucrania a media luz.