Según se repetía la posición de las estrellas, se repetía la historia. Ahora mismo, parecen encontrarse de nuevo en el lugar que tenían en el cielo hace 80 años, en 1943, cuando el istmo se hallaba sometido a crueles dictaduras que, a su vez, eran símiles de otras de más atrás: el general Jorge Ubico, que se peinaba con un mechón de pelo suelto sobre la frente para parecer a Napoleón, reinaba en Guatemala; el general Maximiliano Hernández Martínez, vegetariano que profesaba el espiritismo, reinaba en El Salvador; el general Tiburcio Carías, que utilizaba una silla eléctrica de voltaje suficiente para chamuscar a los prisioneros políticos, reinaba en Honduras; y el general Anastasio Somoza, que metía a sus propios prisioneros en jaulas de su jardín zoológico, reinaba en Nicaragua.
Al año siguiente, en 1944, cuando soplaban los vientos antifascistas en los finales de la Segunda Guerra Mundial, una ola de protestas callejeras en las capitales de Centroamérica se llevó al teósofo general Martínez y al general Ubico, con todo y bicornio emplumado. Sobrevivieron a duras penas Carías, que había mandado a corregir su partida de nacimiento para aparecer inscrito de una vez como doctor y general, y Somoza, que años después se encontró con las balas disparadas por un poeta.
En Guatemala, donde lo normal eran las dictaduras militares, de Estrada Cabrera, El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, a Ubico, sucedió lo inaudito: derrocado el dictador, el doctor Juan José Arévalo, un maestro normalista, exiliado en Argentina, fue electo presidente de la república con 85% de los votos.
Los folletos turísticos ensalzan a Guatemala como el país de la eterna primavera. El prócer cultural Luis Cardoza y Aragón hablaba más bien del país de la eterna balacera, y hay un cuadro del pintor Luis Diaz que se titula Guatebala. En todo caso, los años de gobierno del doctor Arévalo son reconocidos justamente como los de una primavera democrática, interrumpida cuando su sucesor constitucional, el coronel Jacobo Árbenz, fue derrocado en 1954 por un golpe militar patrocinado por la United Fruit Company y los hermanos Dulles, adalides de la Guerra Fría. La caída de Árbenz es tema de la novela de Mario Vargas Llosa, Tiempos recios.
Los vientos antifascistas se habían convertido en ciclón macartista, y la primavera democrática duró diez años. El doctor Arévalo, igual que Árbenz, fue anatemizado por comunista. Proclamaba un “socialismo espiritual”, destinado “a liberar al hombre psicológicamente”, sobre todo a través de reformas profundas en la educación, algo que un marxista ortodoxo no dudaría en clasificar como socialismo utópico; pero los retrógrados de entonces, como siguen abundando hoy en Guatemala, no quisieron escuchar sus discursos donde dejaban explícito que «el comunismo era contrario a la psicología del hombre».
Un reformador que quiso modernizar la sociedad guatemalteca, feudal en su estructura agraria, con una inmensa población indígena sometida y apartada, y que, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, advertía: «Temo que el Occidente haya ganado la batalla, pero en sus ataques ciegos al bienestar social, pierda la guerra contra el fascismo«. Una reflexión que no pierde vigencia.
Contra ese mismo muro chocó Árbenz, juzgado y sentenciado como comunista por los hermanos Dulles, entre otros pecados mayores porque intentaba una reforma agraria basada en las tierras ociosas de la United Fruit, una medida que se quedaba pálida frente a las que la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy declararía permisibles después.
Los astros de la historia vuelven a colocarse ahora en la misma posición en que se hallaban en el cielo maya en 1944: la férrea dictadura de Ortega en la Nicaragua de Somoza, la dictadura digitalizada de Bukele en El Salvador de Hernández Martínez, una dictadura institucional en Guatemala que cambia de rostros, pero no de esencia, ayer Jimmy Morales, un cómico de la televisión, hoy Alejandro Giammattei un alcaide mayor, antiguo director penitenciario.
Los dueños de este sistema cerrado y excluyente han terminado con la independencia judicial, han obligado al exilio a jueces y fiscales, encarcelan y destierran periodistas, y tienen el poder de vetar a los candidatos presidenciales, tachándolos de las listas electorales por medio de sentencias y decisiones amañadas, como ha ocurrido con estas últimas elecciones, en cuya primera vuelta se les coló un candidato al que no daban importancia porque se hallaba en el piso de las encuestas, y así, por inofensivo, lo dejaron pasar. Su partido Semilla, formado por intelectuales de clase media, les parecía igualmente inocuo.
Sorpresas te da la vida, canta Rubén Blades: ese candidato es Bernardo Arévalo, hijo de aquel profesor normalista de la primavera democrática. Disputará la segunda vuelta el próximo 25 de agosto con Sandra Torres, que concurre por tercera vez. Y ahora los señores feudales están aterrados: si en la primera vuelta una cuarta parte de los electores votaron nulo o en blanco, porque sentían no tener candidato, ahora sienten que sí lo tienen. Entonces, otra vez, el fantasma de la amenaza comunista entra en escena.
Zancadilla tras otra, han buscado sacar del juego a Bernardo Arévalo. Usaron las maltrechas instituciones judiciales para ordenar un nuevo recuento de votos, y no les resultó, los votos siguieron siendo los mismos. Un juez decretó invalidar al partido Semilla, bajo el argumento de la obediente fiscalía, de que la firma de un adherente era falsa. Tampoco resultó. Hasta lo inaudito de un allanamiento judicial al propio tribunal electoral.
Pero los astros están alineados, otra vez de la misma manera. En el firmamento se lee cansancio ante la corrupción pública, la penetración creciente del crimen organizado, la burla de las instituciones, el feudalismo arcaico, los abismos de desigualdad social. Como en 1944, la sociedad quiere modernización, vientos de libertad.
Que repitan los dioses mayas la primavera democrática.