Rocío Annunziata: ¿Democracias antipolíticas o la antipolítica contra las democracias?

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El rechazo a las elites dirigentes atraviesa el mundo. Sorprenden más cuando ese desprecio proviene de los propios políticos, como es el caso de Javier Milei.

Las democracias conviven actualmente con un rechazo a las élites políticas. Lo hemos visto en las grandes protestas o movilizaciones ciudadanas en las que se cuestiona al sistema político en su totalidad (como el “que se vayan todos” argentino, o las más recientes de la Primavera Chilena o los Chalecos Amarillos en Francia), y también en la emergencia de líderes populistas que se presentan como outsiders, oponiéndose al “establishment”, a la “oligarquía” o a la “casta”, desde Beppe Grillo hasta Donald Trump o Javier Milei. Ambos fenómenos –movilizaciones desde abajo, nuevos liderazgos desde arriba- son transversales a las ideologías tradicionales. Ambos se posicionan contra las mediaciones políticas clásicas, en particular, los partidos políticos y los medios de comunicación establecidos, buscando vías alternativas de organización y comunicación. Pero, ¿qué es la anti-política?La antipolítica es un sentimiento latente en nuestras sociedades democráticas. A veces se activa en protestas o estallidos. A veces es activado desde la oferta. Javier Milei representa, precisamente, la activación de este sentimiento antipolítico en la Argentina de hoy. El crecimiento de su liderazgo se apoyó sobre todo en su crítica apasionada a la clase política, a la que llama “la casta” y de cuyos miembros sostuvo una y otra vez que son “chorros” y “delincuentes” que se benefician unos a otros. Sortear su dieta de Diputado Nacional desde que asumió se ha convertido en una de las principales performances del candidato a presidente para no aparecer nunca como un insider de la política.

Si bien Milei llama la atención por su reivindicación de un modelo libertario, sus planes de dolarización o sus ideas incendiarias sobre el Banco Central, su figura no puede reducirse a sus propuestas sobre el imperio del mercado. Milei no es su discurso económico. A pesar de que se presente como un experto que tiene la llave mágica para solucionar la crisis que nadie ha podido arreglar, dando clases públicas en sus actos políticos, Milei no es tampoco un tecnócrata. Aunque haya análisis muy interesantes sobre el perfil de sus seguidores más vehementes (jóvenes que se mueven en el mundo desregulado del capitalismo de plataformas), Milei tampoco es simplemente el emergente de un grupo social en busca de representante. Milei es, sobre todo, su discurso antipolítico. Si ha logrado aparecer para generar un escenario de tres tercios, desafiando a las dos coaliciones principales en la Argentina, es porque moviliza contra “la casta” y expresa de un modo políticamente incorrecto la bronca de la ciudadanía. En una investigación en curso estamos observando que en las redes sociales de Javier Milei y principales cuentas que replican su contenido, las publicaciones “antipolíticas” son dos veces más frecuentes que las que tratan temas económicos, y a, su vez, duplican sus chances de ser compartidas. Su antiestatismo incluso parecería poder comprenderse, no específicamente como un rechazo a toda intervención sobre el mercado, sino en tanto que el Estado es algo así como el lugar que habitan los políticos, el lugar desde el cual se reproducen sus privilegios, la casa de la “la casta”. Por eso las denuncias sobre la “ventas de cargos” en el espacio de Milei podrían no dañarlo tanto en su propia lógica: lo intolerable no es que la esfera económica se inmiscuya en la política, sino que la política pese sobre cualquier otra esfera social.

Por otro lado, para comprender la anti-política contemporánea es importante, en primer lugar, reconocer que se trata de un discurso que no apunta contra todo tipo de élite. La antipolítica es un tipo de antielitismo, pero no cualquiera, sino aquel que considera que el poder político es el único que ilegítimamente se reproduce a sí mismo e interviene distorsionando el poder de otras esferas. Para la politóloga italiana Nadia Urbinati (2019), por ejemplo, la lógica antipolítica se ve precisamente en el discurso antiestablishment propio de los populismos actuales. El mismo no parecería tener por blanco a las élites socioeconómicas ni apuntar contra las clases o el dinero, lo que explica que miembros de la súper elite económica como Silvio Berlusconi o Trump hayan podido parecer creíbles “personas del Pueblo”. El formar parte de la “clase política” transformaría, según este discurso, a los dirigentes en personas privilegiadas, que no obtienen sus ventajas por el mérito propio sino por el funcionamiento de un sistema en el que sus miembros se protegen y favorecen entre sí, más allá del partido al que pertenezcan. Por eso el discurso anti-político mantiene un profundo recelo hacia los partidos políticos y una valoración intensificada de las figuras outsiders. Por supuesto que ninguno de estos elementos es del todo una novedad: los partidos se han debilitado en las democracias occidentales durante las últimas décadas y los outsiders siempre han existido como personajes de la renovación política. Pero el discurso antipolítica consiste fundamentalmente en un rechazo a todos los insiders y a la contaminación que ese “adentro” de la clase política produce en las acciones e intenciones de sus miembros. En definitiva, la antipolítica contemporánea le da toda su vigencia al planteo que formulaba a principios del siglo XX Gaetano Mosca, cuando sostenía que el clivaje principal nunca fue el de clases, entre capital y trabajo, sino el que separa gobernantes y gobernados.

En segundo lugar, el discurso antipolítico contemporáneo poco tiene que ver con la apatía o la despolitización. Un estudio que realizamos con Poliarquía y el Instituto de la Democracia y la Democratización de la Comunicación de Brasil mostró que el 80% de los argentinos/as cree que los políticos sólo defienden sus privilegios y esta creencia es fuerte entre quienes se consideran interesados por la política como entre quienes no. Cabe recordar algo que advirtió Pierre Rosanvallon en su libro La Contrademocracia: hoy, la idea de la ciudadanía pasiva o apática es un mito, y la desconfianza en los representantes se manifiesta de formas activas. Lo mismo valdría para la antipolítica contemporánea, que es una suerte de exasperación de la desconfianza. En este sentido, no es una indiferencia frente a la política sino un rechazo activo a “los políticos”. No implica entonces un rechazo a “lo político” como puesta en forma de lo social, sino a “los políticos”, es decir, a “la política” como esfera de actividades propia de la competencia por el poder (para retomar la distinción de Claude Lefort). Dicho de otro modo, puede existir una forma politizada de antipolítica: personas disponibles a movilizarse, expresar opiniones en el espacio público digital, y sumarse a causas que vayan en contra de los políticos tradicionales si aparecen liderazgos que los motiven en esa dirección.

La antipolítica es, por un lado, pasajera, porque lleva inscripta su propia contradicción (el político antipolítico no existe). Por otro lado, es permanente, porque hay algo propiamente democrático, igualitario, en el rechazo a las élites. El de “los muchos” vs. “los pocos” es el eterno clivaje de la democracia. Una clase política aislada de la crítica popular, intocable, degenera en oligarquía. Pero si esa crítica se filtra hacia los mecanismos políticos que producen elites (es decir: hacia la competencia política democrática) entonces la democracia puede degenerar en autoritarismo. El interrogante queda abierto: ¿democracias antipolíticas o la antipolítica contra la democracia?

 

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