Hace poco oí decir a alguien importante, en plan meapilas, que la violencia es mala bajo cualquiera de sus formas. Y me eché a reír, melancólico, porque eso me recordó un episodio de mi juventud. Éramos jovencitos, allá cuando lo éramos: finales de los años sesenta. A los diecisiete o dieciocho años, para quienes teníamos la suerte de estar en el lado cómodo de la vida, ésta era deliciosamente simple: prepararse para el Preu, salir con los amigos, primeras aproximaciones serias a las chicas. Esto último planteaba dificultades tácticas, pues todavía coleaba una rancia mojigatería social y no era fácil, ni para nosotros ni para ellas, trabajarse el paño. Ayudaban mucho los guateques en casa de los amigos, las últimas filas de los cines, los sectores menos iluminados de las discotecas, la música lenta y tal. A cualquier joven de hoy le asombrarían las dificultades de entonces y el ingenio, o la audacia, necesarios para solventarlas. Pero, bueno. Solíamos desenvolvernos bien. Y qué quieren que les diga. En algunos aspectos, peor lo tienen ahora.
En Cartagena, que era mi ciudad, un lugar idóneo para los primeros besos y abrazos, mutuo entrenamiento previo antes de pasar a mayores, era la Muralla del Mar: lugar bellísimo al que la ciudad, inexplicablemente, volvía la espalda. No había ni un bar, ni un café, nada de nada. Sólo un bonito parque con bancos de piedra y una vista espléndida del puerto, sobre todo de noche, con las luces roja y verde de los faros de San Pedro y Navidad parpadeando lejos. El lugar, como digo, era perfecto para pasear de la mano con esa chica o chico a los que, sin la menor duda, ibas a amar durante el resto de tu vida, e incluso más allá. Rincones discretos, ya saben. Bancos para intercambiar susurros, promesas y caricias. Etcétera.
Como todos los paraísos, la Muralla tenía serpientes. Una era un sujeto de unos treinta años, de mala catadura. Me parece verlo: pelo rizado, rostro moreno, nariz aplastada. Un mal bicho que solía deambular por allí en plan mirón, observando a las parejas y provocando a los chicos. Era boxeador, entrenaba en un gimnasio de la ciudad y disfrutaba creando situaciones en las que siempre acababa utilizando sus conocimientos pugilísticos para dar una paliza a quien osaba enfrentársele. Era un verdadero miserable, fichado por la policía, pero que solía actuar con toda impunidad. Más tarde supe que tal desahogo se debía a que prestaba servicios de chota, de confidente, y eso le daba ciertas garantías.
Una noche me tocó a mí. Estaba sentado en un banco con la cabeza de una amiga apoyada en el hombro, cuando aquel fulano vino a sentarse junto a nosotros. Yo tenía diecisiete años, conocía el percal y supe desde el principio que no tenía ninguna posibilidad. Por otra parte, abandonar el campo laceraba mi orgullo. Así que decidí aguantar un poco para salvar la honra. Mientras tanto, el otro encendió un cigarrillo y empezó a soplarme el humo en la cara. Sostuve aquello como pude hasta que la situación se hizo imposible. Entonces cogí de la mano a mi amiga y nos fuimos de allí. Nunca olvidaré las palabras de ella: «Vaya sangre fría tienes», ni mi respuesta: «¿Sangre fría? Lo que estoy es acojonado»… Supongo que si vive todavía y lee esto, ella sonreirá al recordarlo.
Eran otros tiempos, como digo. A mí se me caía la cara de vergüenza y ansiaba reparación. Enterado de que por vía policial no había nada que hacer con aquel canalla, lo comenté con mis amigos: Julio, Joaquín y alguno más. Así que decidimos arreglarlo nosotros mismos, a nuestra manera. Juanico el Espía para Misiones Arduas y Difíciles se ofreció voluntario para hacer de cebo con Toti, su chica de entonces, y la noche de autos ocupó con ella un banco de la Muralla hasta que, inevitablemente, apareció el boxeador macarra e hizo lo mismo que había hecho conmigo: sentarse junto a ellos y provocar a Juanico. Entonces salimos cinco amigos de los arbustos cercanos, donde habíamos estado escondidos, y le dimos al boxeador chungo una mano de hostias como no se la habían dado nunca en ningún ring. Le calzamos estiba hasta que nos dolieron las manos. También es verdad que el tipo se defendió razonablemente: Juanico se llevó una patada en los huevos y yo encajé un derechazo que me tuvo dos días viendo lucecitas de colores. Pero se las dimos bien, al hijo de la gran puta. Vaya si se las dimos, hasta quedarnos a gusto. Durante una temporada todos evitamos frecuentar la muralla, por si acaso, pero no volvimos a ver al fulano. Más tarde me contaron que lo metieron en la cárcel por no sé qué, y que alguien le había dado allí un navajazo. Nunca supe nada más de él, aunque espero que lleve muchos años pudriéndose en los infiernos.