Uno de los padres de la doble hélice del ADN, Francis Click, afirmaba que la base del “alma” humana, o nuestra conciencia del yo, “no es más que un producto de una simple reacción bioquímica en el cerebro”.
El impacto de esa información en su día fue tan emocional, que ante esas declaraciones no ha habido fuertes reacciones.
Años antes un biólogo estadounidense, Edward O. Wilson, pronunciando una conferencia en Madrid con motivo del Primer Simposio Internacional Sociedad y Cerebro, dijo ante el asombro de todos los presentes:
“Estoy convencido de que la ciencia conseguirá establecer que el cerebro no es más que algo puramente material, descartando por completo la posibilidad de que exista eso que suele denominarse espíritu o alma”.
Ante esa expresión, se hace necesaria una pregunta: ¿Con qué parámetro se mide la fe?
En el Diccionario de Pensamiento Contemporáneo, obra de la editorial San Pablo, se nos dice que la historia del problema del alma es, en realidad, la historia de la misma filosofía, y ésta comienza, cuando el ser humano se interroga sobre sí mismo, lo que lleva a preguntarse: ¿quién soy yo?, ¿de qué estoy hecho?, ¿cuáles son mis ingredientes básicos?
Sin embargo en el catecismo de la Iglesia Católica, a la pregunta ¿qué es el alma?, hay esta sencilla respuesta:
“Nuestra alma es lo que nos da vida, es espiritual y nunca muere, y con el cuerpo forma al hombre”.
No es ésta una crónica filosófica, ni siquiera un pequeño reducto para el pensamiento, son simplemente unas líneas en búsqueda de una explicación convincente que posiblemente no llegue nunca, sobre todo cuando la idea del alma es fundamental para darle razón a nuestra existencia humana.
Aún si fuera realidad la teoría de que el alma es una simple reacción química, el aceptar que la promesa de una vida eterna ha sido un engaño nos llevará a la soledad más espeluznante, pues ese día la raza humana no estará sola, sino solísima.
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