Ernesto Samper: Ecuador una política de Estado contra el narcotráfico

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Regresé de Ecuador a Colombia en 2017, después de ocupar el cargo de secretario general de UNASUR. Viví en Quito tres años maravillosos de paz y tranquilidad, y durante este tiempo vi crecer económica y socialmente a Ecuador. Cuando me fui, el presidente Rafael Correa estaba entregando un país distinto al que recibió. Regresé a Colombia convencido de que con el modelo de socialismo democrático de Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia sí era posible avanzar en la inclusión social, sin caer en el populismo económico y hacerlo por las vías democráticas sin sacrificar el protagonis…

La revolución ciudadana de Correa fue la revolución de la autoestima porque consiguió que todos los ecuatorianos se sintieran orgullosos ante el mundo por los colegios del Milenio, los hospitales renovados, las autopistas, los aeropuertos, los acueductos y las universidades. Gracias a la dolarización (aunque pagando un costo de soberanía monetaria), que venía desde antes de Correa, y los buenos precios del petróleo que estabilizaron la economía, se consiguieron y administraron recursos para financiar un modelo alternativo de desarrollo y superar el engañoso dilema de progreso o bienestar. Se demostró que sí es posible crecer y repartir al mismo tiempo: lo dicen las cifras de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), no es un invento.

¿Qué pasó entonces? ¿En qué momento Ecuador se empezó a convertir en el infierno de hoy? Los malos gobiernos después de Correa, coincidiendo con la internacionalización de los carteles mexicanos de la droga que también llegaron a Colombia, dejaron libre el camino para el desembarque de estas organizaciones criminales que trajeron a nuestros países corrupción y la violencia derivada del narcotráfico. Se inició así en Ecuador un proceso de “colombianización” por la reproducción de los mismos problemas que vivimos en los años 80, así como México unos años más tarde.

Por eso resulta injusto y temerario, pretender acusar al expresidente Correa —quien no ha podido regresar a su país acusado, kafkianamente, de haber “influido psíquicamente” en sus funcionarios— del descalabro que se está viviendo en el vecino y querido país. Rafael Correa, me consta, es una persona competente, transparente, austera en su vida personal y con una pasión volcánica, como corresponde a la geografía de su país, por todo lo que tenga que ver con Ecuador. Poco o nada ayuda en las actuales y dolorosas circunstancias tratar de confundir el juicio de responsabilidades por el asesinato vil de Fernando Villavicencio — a quien conocí personalmente— con las alternativas electorales que tienen los ecuatorianos para decidir libremente, en pocos días, quién debe gobernarlos.

Cuando, hace varios años, fue asesinado en Colombia Luis Carlos Galán por fuerzas criminales parecidas a las que esta semana le quitaron la vida a Villavicencio, nos reunimos todos los candidatos presidenciales convocados por el entonces presidente Virgilio Barco en el Palacio de Nariño, y acordamos seguir adelante en nuestras campañas como un homenaje a Galán y una respuesta contundente al desafío planteado por la violencia del narcotráfico. Desde entonces, la lucha contra el crimen organizado se convirtió y sigue siendo en Colombia una política de Estado. Lo que Ecuador necesita en este momento, como lo hicimos en Colombia en los años 90 y lo está haciendo Andrés Manuel López Obrador en México, es cerrar filas contra las fuerzas oscuras del crimen organizado, que le han declarado la guerra al Estado de Derecho y a la institucionalidad democrática. Sería un buen homenaje al líder sacrificado y una oportunidad para reiniciar el camino de futuro y dignidad que se empezó a abrir con la Revolución Ciudadana. Los ecuatorianos lo merecen.

Fue presidente de Colombia entre 1994 y 1998 y secretario general de Unasur entre 2014 y 2017.

 

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