Las elecciones primarias argentinas provocaron un terremoto político. Al primer lugar del libertario Javier Milei se suma el tercer lugar del peronismo. Nunca la derecha radicalizada había sumado tantos votos.
La elección argentina atravesó este domingo 13 de agosto un sismo político. El candidato libertario de extrema derecha -y outsider de la política tradicional- Javier Milei obtuvo el primer lugar, con 30% de los votos; la oposición liberal-conservadora quedó en segundo puesto, con menos votos de los esperados (28%), y el peronismo, por primer vez en la historia, en tercer lugar, con 27% de los votos.
Las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) constituyen un tipo de elección sui géneris: en teoría, sirven para que cada fuerza elija sus candidatos, pero en la práctica, al votar todo el padrón electoral, son una pre-primera vuelta, que crean el clima para la verdadera elección que, en este caso, se llevará adelante el 22 de octubre. Por eso, el análisis de las PASO tiene dos niveles: por un lado, quién gana cada interna, si es que hay competencia, y por otro, qué dice la elección sobre la correlación de fuerzas entre los diferentes partidos y coaliciones.
Sobre lo primero, en Juntos por el Cambio (JxC) hay que destacar la victoria de la ex-ministra de Seguridad Patricia Bullrich por sobre el alcalde de Buenos Aires Horacio Rodríguez Larreta. Una victoria, en definitiva, de los «halcones» contra las «palomas» en la principal fuerza opositora; del «Si no es todo, es nada» de Bullrich contra la apuesta gradualista de Rodríguez Larreta. La campaña de Bullrich estuvo dotada de todos los ingredientes: tuvo, a la vez, un estilo campechano y un fuerte énfasis en la «mano dura» contra la inseguridad -pero también contra la protesta social-. Su triunfo en la interna convirtió a Bullrich en una candidata con amplias posibilidades de acceder a la Casa Rosada. Militante del peronismo revolucionario de los años 70, Bullrich giró luego a la derecha dura, aunque mantiene posiciones «liberales» en otras áreas, que se reflejan en su apoyo a la despenalización del aborto y la aprobación del matrimonio igualitario.
Desde el punto de vista de las primarias propiamente dichas, en el espacio de Javier Milei no hubo sorpresa, en tanto él era el único contendiente de su espacio: La Libertad Avanza. Finalmente, en el peronismo, venció con amplitud el candidato «de unidad» Sergio Massa, un centrista ultrapragmático apoyado por la ex-presidenta y actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. No obstante, Juan Grabois, un populista de izquierda cercano al papa Francisco, consiguió el voto de varios kirchneristas de izquierda que se resistían a votar por Massa. Los votantes de Grabois tendieron a verlo como una especie de «kirchnerista puro» que recuperaba parte del relato y del legado del kirchnerismo original, sobre todo su versión cristinista. Una situación algo extraña, en la medida en que la propia Cristina Fernández de Kirchner había apostado por la candidatura del actual ministro de Economía. La «Jefa» sostuvo la postulación de Massa, luego de la «caída» de la candidatura de Eduardo «Wado» de Pedro, actual ministro del Interior perteneciente a La Cámpora, el grupo referenciado en Máximo Kirchner y el más importante de la estructura cristinista. Luego de que un grupo de gobernadores pidieran que el candidato fuera Massa, Fernández de Kirchner dio el visto bueno. La apuesta ideológica de Grabois constituyó, en ese sentido, un «cristinismo sin Cristina»: un cristinismo ideológico sin el apoyo real de la figura a la que apelaban ni de la dirigente en la que se referencian. En síntesis, la única primaria propia de ese nombre era la de JxC, y allí ganó su versión de derecha.
Esto último conecta con la lectura más general de la elección: nunca antes la derecha dura obtuvo tantos votos en Argentina: entre Milei y Bullrich sumaron casi la mitad del electorado. La elección estuvo marcada por la muerte de Morena Domínguez, una niña de 11 años, el 9 de agosto pasado, en un robo violento como tantos otros que marcan la cotidianidad del electorado del denominado Conurbano bonaerense, y, de manera más amplia, por una crisis económica sin fin que se resume en una inflación de más de 100% anual. En ese marco, Bullrich capitalizó la crisis de seguridad mientras que Milei capitalizó la de la economía, apostando por una propuesta de dolarización que remite a la época del peronista neoliberal Carlos Menem (1989-1999), cuando el valor del peso estaba atado por ley al del dólar. En este marco, la izquierda que se encuentra fuera de Unión por la Patria (peronismo y aliados), agrupada en un frente trotskista, sufrió también un duro revés.
Hubo en esta elección algo del «retorno de lo reprimido» de 2001, un momento de inflexión en la historia política argentina. Aunque en aquellos días de saqueos, protestas masivas y un presidente –Fernando De la Rúa– que huyó en helicóptero de los techos de la Casa Rosada, se impusieron los discursos progresistas, las salidas ultraliberales estaban en el menú y concitaban adhesiones significativas: no casualmente, Carlos Menem proclamaba, en las elecciones de 2003, la necesidad de pasar de la convertibilidad a la dolarización lisa y llana de la economía argentina, marcada históricamente por su inflación persistente. La paradoja de toda esta historia es que Bullrich, la ministra más impopular de De la Rúa en aquellos tiempos, ha renacido en estas elecciones como un ave fénix, como una suerte de salvadora de la nación.
Quien más ha conectado con el clima «destituyente», que hoy no tiene masas en las calles pero sí mucha frustración social, es Milei. El libertario no solo importó la ideología paleolibertaria del estadounidense Murray Rothbard -cuyo anarcocapitalismo lo lleva a defender la compra y venta de órganos- sino también la denuncia de la «casta» como eje de campaña, tomada del partido español de izquierda Podemos. Milei, quien recibió el apoyo de Jair Bolsonaro, no se privó de utilizar canciones de rock nacional cantadas previamente por la izquierda (como las de La Renga o Bersuit Vergarabat) y hasta del «himno» de 2001: el estribillo «Que se vayan todos… que no quede ni uno solo», que resonó de manera atronadora en su acto de cierre de campaña.
Pero el libertarismo de Milei tiene otra dimensión, que solía pasar desapercibida para los progresistas: su idea de «libertad» resuena en un mundo popular y de capas medias bajas y en riesgo en el que la demanda de servicios públicos convive con formas de antiestatismo bastante radicales, asociadas a la economía moral del «emprendedorismo» informal.
El esquema de subsidios a la pobreza, e incluso la denominada «economía popular», funciona –de hecho, bastante bien– como paraguas protector en tiempos de crisis, pero no construyen futuros deseables, hoy más asociados al «esfuerzo individual». Si bien el liberalismo-conservador de la década de 1980, sobre todo el de Adelina Dalesio de Viola, intentó poner en pie un thatcherismo popular, su partido aparecía demasiado elitista y su empresa terminó, además, cooptada por el menemismo, que logró ensamblar peronismo y reformas estructurales privatizadoras.
Pero Milei ha logrado resultados sorprendentemente buenos en barrios populares, incluso en zonas peronistas tradicionales como La Matanza y más aún en las provincias. De hecho, quedó primero en 16 de las 24 provincias y en dos directamente arrasó, una de las cuales es Salta, en el norte andino argentino.
Como suele ocurrir con otras derechas radicales de la actualidad, Milei terminó funcionando como el nombre de una rebelión. De hecho, muchos de sus votantes no quieren abolir el Estado, comprar o vender órganos o niños, dinamitar el Banco Central ni acabar con la educación o la salud públicas. Pero, como se vio en las encuestas callejeras del canal sensacionalista Crónica TV, decir «Milei», en boca de jóvenes y trabajadores precarizados, al igual que trabajadores de plataformas, terminó siendo una especie de «significante vacío» de un momento de policrisis nacional.
Contra lo que cree una parte del progresismo, Milei no fue un producto del establishment económico ni de los medios: los empresarios se interesaron en él cuando empezó a crecer –y siempre fue visto como folclórico e imprevisible– y los medios lo convocan porque les da rating, es decir, usufructúan más de su popularidad de lo que contribuyeron a crearla, aunque obviamente las horas de pantalla terminaron por aumentar su performance. Una excepción es el canal del diario La Nación, LN+, que funciona como una especie de usina reaccionaria estilo Fox News local.
Milei y Bullrich, a diferencia de Rodríguez Larreta y obviamente de Massa, encarnaron un discurso refundacional fuertemente antiprogresista. Algo similar, pero ideológicamente invertido, a los de la «marea rosa» de los años 2000. Un arma en manos de los votantes para dinamitar el «sistema», sea lo que esto signifique para cada quien.
Del lado del peronismo, la estrategia de Cristina Fernández de Kirchner llevó a un callejón sin salida. La precandidatura de «unidad» de Sergio Massa, el actual ministro de Economía que debe lidiar con una inflación anual de más de 100%, fue además rechazada en los hechos por gran parte de la militancia, que lo veía como un «traidor» por su pasado reciente antikirchnerista. Pese a los «operativos clamor» de la militancia, Cristina no solo no cedió, sino que, tras sostener brevemente una malograda candidatura de su propio espacio, la del ministro del Interior Eduardo «Wado» de Pedro, decidió apoyar a Massa, una figura que muchos kirchneristas consideran «de derecha». Aunque las listas para el Congreso están llenas de fieles, entre los kirchneristas más «creyentes» reina la desazón. Es la tercera vez (2015, 2019, 2023) que, pese a que Cristina es una de las políticas más importantes del país, el kirchnerismo no lleva candidato propio a la Presidencia. Aunque en 2019 ella participó en la fórmula como vicepresidenta, desde el kirchnerismo siempre se habló del gobierno como si fuera algo ajeno (aunque este sector controló gran parte del presupuesto nacional bajo la gestión de Alberto Fernández, hoy despreciado por la ex-mandataria). Las alarmas ya venían sonando desde el llamado Conurbano bonaerense, donde el peronismo tiene sus principales bastiones. Allí se juegan dos elecciones en paralelo: el voto peronista de estas populosas localidades debía servir para impulsar al candidato presidencial, Sergio Massa, pero también para garantizar la reelección del gobernador Axel Kicillof, un hombre de Cristina Fernández de Kirchner. El problema es que, como señaló un estratega del gobernador, entre las potenciales bases del peronismo reina el abatimiento.
Por razones diferentes, en el peronismo hay un clima parecido al de 1983, cuando la derrota dio paso a la renovación. Pero ¿qué significa hoy renovación? ¿Cómo podrán realinearse los diferentes planetas del universo peronista –gobernadores, alcaldes, sindicatos, agrupaciones–? ¿Qué papel tendrá Fernández de Kirchner, golpeada por este resultado?
En una entrevista reciente con Nueva Sociedad, el periodista Martín Rodríguez señaló que el kirchnerismo es, sobre todo, una «estructura de sentimiento». Como señalamos en otro artículo, esa «estructura de sentimiento» no solo interpeló a buena parte del peronismo, sino que atrajo a los restos de diferentes culturas políticas de izquierda: comunistas, socialistas, populistas de izquierda, autonomistas del 2001, nostálgicos de la lucha armada de los 70, activistas de derechos humanos. Su discurso «setentista» logró, además, dotar de un sentido histórico a la derrota política y militar frente a la dictadura: todo ese sufrimiento, que incluyó una «generación diezmada», habría valido la pena. El país finalmente estaba siendo refundado. El Bicentenario, en 2010, selló, como señaló la ensayista Beatriz Sarlo en su libro La audacia y el cálculo, la escenificación de ese nuevo país «inclusivo» en el momento de apogeo del kirchnerismo. Pero hoy esa estructura de sentimiento se encuentra seriamente averiada. Cristina Fernández de Kirchner no puede explicar, ante los «creyentes», sus propias decisiones. Y esos «creyentes», sin cargos ni aspiraciones a cargos, son la base no solo electoral sino también emotiva de su proyecto político. La vicepresidenta parece haber quedado entrampada en una mezcla algo curiosa de ideologismo y pragmatismo. Los diferentes peronismos parecieron neutralizarse entre sí.
El país avanza, azorado, hacia las elecciones del 22 de octubre. Las preguntas son más que las respuestas: ¿podrá Milei utilizar este resultado como palanca para seguir creciendo, o el efecto vértigo de que un «anarcocapitalista» que quiere dinamitar el Estado llegue a la Casa Rosada activará algún tipo de freno de emergencia? La «locura» de Milei ¿le permitirá a Bullrich aparecer como más razonable, como ocurrió con Marine Le Pen contra el ultra Éric Zemmour en Francia? El peronismo ¿podrá mostrar algún reflejo para no terminar de nuevo en tercer lugar?
Los analistas están reseteando sus GPS.