Natalia trabaja en una pizzería en Miami. Hace dos años dejó atrás su Managua natal, y cada mes, puntualmente, envía una parte del salario a su madre que cuida a su hijo pequeño. La remesa que la joven, de 28 años, manda a Nicaragua, es el único sustento que tiene la pequeña familia. El dinero se va en alimentos, medicamentos para la señora y ropa para el pequeño que crece y crece.
El régimen deDaniel Ortega sabe que el nica que emigra muchas veces manda ayuda para la familia que quedó atrás. Es un negocio redondo: se libra de los inconformes dentro del país, evita que la presión social desencadene en nuevas protestas y gana miles de emisores de remesas. Es como si cada mes un secuestrador recibiera el pago por mantener con vida a los rehenes. Lo singular es que el monto lo financia otro cautivo que logró huir del encierro.
No se trata, para nada, de poco dinero. Entre 2018 y 2022, salieron de Nicaragua 725.000 ciudadanos, casi el 7% de la población total de la nación centroamericana. En los primeros seis meses de este año, tras la implementación del parole humanitario para entrar a Estados Unidos, más de 29.500 nicaragüenses fueron aprobados, y de esos casi 21.500 ya habían ingresado, para esa fecha, a territorio estadounidense.
Ese éxodo masivo se traduce en abultadas cifras de remesas que el régimen de Ortega recibe como oxígeno. Sin proponérselo, los emigrados están contribuyendo también a financiar la permanencia de tan impresentable autoritarismo. Pero, qué otra cosa podrían hacer. ¿Dejar morir de hambre a sus familias para que la dictadura no se embolse ni un solo centavo? ¿Decirle al secuestrador que ya no van a financiar la supervivencia de los rehenes? ¿Provocaría el corte de esos recursos la caída de Ortega?
Son interrogantes dolorosas, puesto que hallar una respuesta certera implica poner en práctica una actitud que podría asfixiar también a los rehenes. Sería como entrar en el salón donde está el criminal y sus víctimas amordazadas lanzando disparos a todas partes. Con una táctica así quizás sucumban los malhechores, pero el costo para la gente común sería demasiado alto.
Ante esa incertidumbre, muchos nicaragüenses emigrados prefieren meterse la mano en el bolsillo y optar por mantener a sus parientes. Saben que parte de esos dólares se convertirán en implementos antidisturbios, balas, prebendas para las tropas de choque y propaganda oficialista que llenará las plazas. Ortega intuye que los ha llevado hacia un callejón sin salida y confía en que prime entre esos exiliados la premisa de enviar dinero a los que dejaron atrás.
La ecuación no es nueva. El régimen cubano lleva décadas practicando esa política. Mientras insultaba a los emigrados y los llamaba “gusanos”, recibía a manos llenas las remesas que enviaban. El secuestrador habanero también se ha vuelto, con los años, mucho más sofisticado. Ha creado una amplia red de portales digitales donde se compran alimentos, medicamentos y útiles de aseo para entregar en la Isla. Con un mercado cautivo y una Aduana que se rige bajo estrictas normativas, miles de emigrados se ven obligados a comprar en esas tiendas digitales. Nadie sabe el monto total de lo que recaudan cada jornada esos sitios, pero sin duda se trata de cifras de más de cinco o seis dígitos.
La estrategia es evidente: al otro lado del muro, los emigrados pagan por la comida que mantendrá con vida a los rehenes. Mientras, el secuestrador cuenta sus ganancias y calcula cuántos exiliados más necesita para seguir aumentando sus dividendos.